Hoy era día de celebrar felizmente el cumpleaños redondo de Su Majestad el Rey con un artículo de vieja teoría política monárquica. Las imágenes de cómo arrancaban la cruz de Callosa no me dejarán hablar de nada más, sin embargo. Acerca de Puigdemont aseguran que la gran preocupación del Gobierno y de los tribunales es evitar a toda costa la imagen de un prófugo siendo investido presidente en un parlamento. "¡Son tan importantes las imágenes en esta sociedad tan mediática!", suspiran. Se nota hasta qué punto este país ha perdido sus raíces cristianas, porque la imagen de unos operarios arrancando una cruz desnuda protegidos por la Guardia Civil frente a la impotencia de un pueblo deberían estremecernos mucho más que las andanzas casi cómicas de un delincuente.
De modo que, aunque sólo hubiese sido por una estética básica, no tendrían que haber arrancado la cruz de Callosa. En la sociedad de la imagen, una cruz blanca cogida por las cinchas de una grúa tras ser aserrada tiene una fuerza icónica (amargo descendimiento) que no puede justificar ningún argumento legalista o excusa historicista. Recuerda demasiado a un fumie: imagen de Jesús o de la Virgen que el Estado japonés obligaba al pueblo a pisotear.
Por supuesto, había más razones para no arrancar la cruz: desde la más noble a la más maquiavélica. Una cruz es un tachón del odio. La que recuerda a unas víctimas veda el paso a la venganza y al rencor. La cruz trascendía la muerte y sin ella queda apenas, en este caso, el asesinato de 81 personas a manos del bando republicano en la Guerra Civil. La ley de la Memoria Histórica nos está abocando a revivir los hechos desnudos. Quizá por estrategia, los herederos (reales o imaginarios) del Frente Popular tendrían que tener dos dedos de frente y dejar ciertos hechos en los brazos somnolientos de la Historia y no despertarlos a tajos flamígeros de rotaflex. En esta columna no habríamos recordado jamás a esos 81 muertos, y ahora me duelen con la fuerza del ensañamiento con que les han quitado su memorial.
Evoco el grito de Santa Teresa de Calcuta frente al aborto: "No los matéis, dádmelos a mí". Ella deseaba a todos los niños no deseados del mundo, en un acto impresionante de amor. Quisiera decir lo mismo de todas las cruces: no las quitéis, dádmelas a mí. Aquí, en mi columna y en mi pecho, las pondré para siempre. También la memoria que queréis borrar la haré mía. +.
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