Lo que llamamos "efecto mariposa" es una vulgarización de un concepto científico muy serio perteneciente a la teoría del caos, pero su origen está en una perspicaz intuición ya expresada en un viejo proverbio oriental: "El leve aleteo de las alas de una mariposa se puede sentir al otro lado del mundo". La interpretación que en estos tiempos se hace de esta delicada imagen es que algo ínfimo, como el aleteo de una mariposa, puede alterar una secuencia de acontecimientos de inmensa magnitud.
Imaginemos la acción, aparentemente condenada a la irrelevancia, del primer ciudadano que en la madrugada del infausto 1 de octubre, decidió poner en su balcón la rojigualda para así exteriorizar la herida que todos llevábamos y su amor a España en la hora amarga. ¿Cómo influyó el aleteo de esa primera bandera al desplegarse sobre un balcón en la decisión de los cientos de miles de españoles que desde ese día han esmaltado los pueblos y las calles de toda la nación con enseñas que proclaman la voluntad de resistir al odio y a la mentira, de sobreponerse a la traición y a la infinita tristeza, de mantener la esperanza en la España unida? Ese desplegarse alimentó e hizo posible las primeras manifestaciones, a menudo casi testimoniales, de aquel mismo día negro, tal vez ayudó al Rey a dar voz a la voluntad del pueblo en su imborrable discurso del día 3, ha dado fuerzas a la creciente resistencia catalana, movilizó las inmediatas grandes concentraciones de Madrid y Barcelona, y así hasta llegar a la inmensa y festiva manifestación española del pasado domingo en la capital de la proclamada "república catalana", verdadera puntilla para el "procès".
¿Qué efecto ha tenido esta formidable reacción patriótica y ciudadana sobre los siempre vacilantes partidos y sus líderes, sobre el Gobierno, sobre los mismos rebeldes y sediciosos? Nunca podremos saberlo con certeza, pero hay que decir, ahora que muchos descubren que el secesionismo era y es un tigre de papel, que lo que ha dado en llamarse "relato" alternativo al separatismo, la carga de razón moral e histórica que se necesitaba para hacer frente a un enemigo crecido y fanatizado, no la han aportado ni el Gobierno ni los partidos, sino ese español anónimo que en las primeras horas del 1 de octubre puso la bandera de su patria en el balcón de su casa y se fue a la plaza a gritar que España vive.
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