La derrota intelectual del independentismo catalán ha sido completa. Otra cosa será la electoral, que ya veremos. Pero en el plano de las ideas, de los conceptos, de la lógica y del sentido común están para el arrastre. Los que se quedaron aquí, se han pasado al simbolismo y ahora todo lo que hicieron fueron gestos sin trascendencia jurídica, dicen ante el juez, con toda la formalidad. Por mucho que sea un mero argumento de defensa procesal, la integridad discursiva de la causa queda hecha polvo.
Puigdemont, que, como está fuera, podría sostener la pureza ideológica, describe a la Unión Europea como un conjunto de Estados decadentes y obsolescentes de los que Cataluña tendría que votar en un referéndum (¡otro más!) si independizarse o no. Es un torpedo en la línea de flotación del mensaje independentista. Parece la nueva línea ideológica: Lluís Llach ha afirmado que los dirigentes europeos son unos cerdos y Pilar Rahola que la Unión Europea es una mierda. La UE puede criticarse con razones de peso, por supuesto, pero con mejores expresiones. Además, la idea original del independentismo era desprenderse de España, que no era lo bastante europea, para que Cataluña pudiese volver a sus orígenes (incluso raciales, según se le escapó a Junqueras) más europeos que nadie. Han dado un giro o una voltereta.
Con algo de empatía, se les entiende. Europa les ha dado con la espalda en las narices y la estancia en Bruselas de Puigdemont le sirve para comprobarlo sobre el terreno. Sus declaraciones son tan torpes, desde el punto de vista estratégico, que sólo pueden ser el desahogo del que respira por la herida.
Al electorado catalanista se ponen complicado. Ya no votarán por una independencia inminente, indolora, impoluta. Saben que no serían más ricos. Saben que no tendrían apoyos. Saben que las empresas seguirían marchándose. Saben que la otra mitad de la población no se callaría. Saben que todo sería peor que lo prometido. Puede que muchos catalanes sigan votando independencia, pero lo harán con conocimiento de causa (perdida). Habrá casi que admirarles por lo que tiene de inmolación por un ideal imposible, ese culmen de lo romántico.
Eso lo veremos o no. Lo que vemos ahora es que las promesas utópicas y absolutas han desaparecido del mapa. Si uno fuese morboso, tendría más interés que nunca en oír las arengas electorales de los partidos independentistas. ¿Qué dirán, qué?
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