Natural que los parlamentos prefieran parlar de dineros -su relación con los impuestos viene de antiguo- que de independencias posmodernas. En ese aspecto, volvemos a la normalidad. Además, sobre dinero, y más si lo ponen otros (nosotros), es fácil llegar a un acuerdo: se reparte bien. Hasta ahí, nada que objetar a las negociaciones sobre el presupuesto.
Luego, en el plano de los principios, da grima pensar que nuestro poder legislativo no se consagra a ponderar las leyes según sus ventajas e inconvenientes, sino que cada grupo acuerda su apoyo a lo que sea según lo que saque. Arcadi Espada lo ejemplificó: los parlamentarios catalanes votarán a favor o no de una desaladora en Almería a cambio de un polideportivo en Sabadell. La compraventa de votos y el trueque desvirtúan la razón de ser del sistema parlamentario, que es debatir sobre cada ley, no subastarla.
Encima, el método actual introduce un factor de desigualdad alarmante. Las regiones de España que votan partidos nacionales no tienen representantes que pregunten: "¿Qué hay de lo mío?" Eso redunda en grandes beneficios a las regiones con representantes nacionalistas. Ya veremos si algún diputado andaluz del PSOE, de Podemos o del PP es capaz de votar en contra del cupo vasco, que es una afrenta económica de aúpa a los andaluces.
La excepción es Ciudadanos y toca aplaudirles. Normal, sin embargo, que lo critiquen los otros, porque pone en evidencia el insólito silencio transversal del resto. Si los beneficiarios del cupo, vascos y navarros, se llevan más, ¿por qué los grandes partidos nacionales callan? Y aquí es donde recuerdo al Lazarillo de Tormes. El ciego vio, a pesar de ser ciego, que Lazarillo estaba comiendo las uvas de tres en tres, aunque el trato era de una en una. Lo vio porque las tomaba de dos en dos, el ciego, y el pillastre no rechistaba. Los del cupo se toman las uvas de dos en dos, pero el Gobierno se hace el ciego porque las toma (es la sospecha que nos entra) de tres en tres. Quizá no en términos estrictamente económicos, aunque el presupuesto nacional también es suculento, sino en cuotas de poder y, sobre todo, en posibilidades de acuerdo para fastidiar al rival directo. Si Lazarillo quisiera subir su ritmo (véase el caso catalán), los partidos nacionales sí reaccionarían, pero mientras la relación sea ésta, les va bien. Por eso, no protestan. A fin de cuentas, el racimo somos nosotros.
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