Hace unos años escribí lo que sigue, como parte de un prólogo de un libro sobre Buenafuente: «Corría el mes de septiembre de 1978. Con un grupo de la parroquia donde trabajaba en Madrid, vine por primera vez a este lugar, a este pequeño rincón del Señorío de Molina, a Buenafuente del Sistal, al monasterio cisterciense de Santa María. Y quedé prendido, porque es un lugar santo, un lugar de encuentro con Dios, un lugar de soledad sonora, un lugar donde uno se recrea en la presencia de Dios, que todo lo llena. Un lugar de oración, de trato a solas, de amistad con el Señor; para estar con Él y «verle» en su humanidad llagada y crucificada; lejos del ruido de la ciudad, de las prisas de la acción; un lugar donde sólo se está para el Amado, para escucharle y hablarle, aunque sea con el silencio; para contemplarle. Contemplarle a Él sólo, en toda la densidad de su humanidad, que es la nuestra. Crucificado. Contemplar ese Cristo románico de Buenafuente, Cristo glorioso, Cristo llagado, Cristo cercano. Aquí sólo Él. Todo es pobreza. Pobreza en paisajes. Pobreza en número de gentes, pero riqueza de la presencia de Dios en todo, riqueza de la austeridad de Él, sólo Dios. Pobreza que te lleva al encuentro con el que únicamente sacia y salva. No son los apoyos de fuera, no son los paisajes, no es la beldad circundante que enamora. Es sólo Dios, y las almas que nos testifican allí a este Dios con su entrega. Vine a Buenafuente. Me encontré un lugar de Iglesia. Donde la Iglesia ora», donde Dios mora y se le palpa en el trato de amistad con Él, que es la oración, y en la fraternidad, de puertas abiertas, como la Iglesia a todos abierta, porque en ella el Señor mora, está presente y se le encuentra siempre.
La Iglesia –diócesis, parroquias...–, todos habríamos de buscar crear las condiciones necesarias para que esto sea posible; incluso buscando y creando espacios, lugares, donde esto pueda acontecer. Uno de esos espacios privilegiados, porque Dios así lo ha querido, porque Dios lo ha bendecido y le ha concedido su don para que sea tal espacio, es Buenafuente del Sistal, el monasterio de ese recóndito y solitario lugar –cada día más solo en medio de los pequeños pueblos, casi inhabitados–, del Alto Tajo, de la provincia de Guadalajara. Venid y veréis a Buenafuente, lugar sin duda emblemático, pero también a tantos otros lugares, seguramente muy cercanos, tantos y tantos lugares donde se puede encontrar a Dios, hablarle... En Buenafuente, Dios ayuda y ayudará en forma privilegiada a encontrarnos con Él, a dejarnos encontrar por Él que esta llamando a nuestra puerta para que le abramos y nos acompañe. Así viviremos de la experiencia inolvidable del encuentro con Él –como aquellos dos discípulos mencionados antes, que tuvieron que contar enseguida, comunicar a otros, qué les había pasado: habían encontrado al que esperaban–. Acercaos, pues, venid a este lugarejo de Buenafuente, y veréis la dulzura del encuentro con Dios, nuestro Señor. Como Andrés y Juan, no olvidaréis los detalles, ni siquiera la hora en que comenzó el inolvidable encuentro, que llena de luz y esperanza, como a aquellos otros caminantes, en retirada, de Emaús.
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