martes, 18 de septiembre de 2018

25 AÑOS DE MATRIMONIO: CARTA A MIS HIJOS; POR PEDRO L. LLERA VÁZQUEZ



No son los que me dicen: “Señor, Señor”, los que entrarán en el Reino de los Cielos, sino los que cumplen la voluntad de mi Padre que está en el cielo. Así, todo el que escucha las palabras que acabo de decir y las pone en práctica, puede compararse a un hombre sensato que edificó su casa sobre roca. Cayeron las lluvias, se precipitaron los torrentes, soplaron los vientos y sacudieron la casa; pero esta no se derrumbó porque estaba construida sobre roca.
18 de septiembre de 2018 
Queridos hijos:
Hoy celebramos mamá y yo los veinticinco años de matrimonio: nuestras bodas de plata. Hoy es un momento especialmente feliz para nosotros. Celebramos una vida llena de amor y vosotros sois el fruto de ese amor, el regalo que el Señor ha querido darnos no solo a mamá y a mí, sino también al mundo, porque, con vuestras vidas, este mundo es un poco mejor y más hermosos que antes de que nacierais. Vuestra madre y yo os queremos con toda el alma. Daríamos gustosamente la vida por cada uno de vosotros y rezamos para que los tres sigáis el camino del Justo. En la última “reunión familiar” os lo dije a los tres: lo más importante es que seáis santos y que algún día comamos juntos el banquete de la mesa celestial.
Mamá y yo no habríamos llegado hasta aquí si nuestro matrimonio no estuviera cimentado sobre la roca que es Cristo. Nuestra vida hasta ahora ha pasado por todas las vicisitudes: cayeron las lluvias, se precipitaron los torrentes, soplaron vientos y sacudieron la casa. Pero nuestra casa, nuestra familia, está cimentada en el Señor y por duros que pudieran venir los temporales a nuestras vidas, aquí seguimos dando gracias a Dios. Éramos pobres cuando nos casamos y seguimos siendo pobres ahora. Nunca nos ha sobrado un céntimo, pero nunca nos ha faltado lo necesario. Porque Dios ha sido grande con nosotros y su Divina Providencia siempre ha provisto todo lo que nos hacía falta para seguir adelante. Hemos sufrido tiempos muy duros. Vosotros lo sabéis porque los hemos vivido juntos. Unos sois más conscientes de lo pasado y otros menos en función de vuestra edad. Pero Cristo ha sido muy grande con nosotros y ni en los peores momentos nos dejó de su mano. Podemos decir que hemos sido testigos de verdaderos milagros. Y también, que hemos sufrido auténticos calvarios juntos. Pero la casa ha seguido en pie. La casa sigue en pie.
Porque mamá y yo nos amamos tanto que no hay huracán que nos pueda separar. Nos conocemos tanto que una mirada vale por mil discursos. Mamá y yo no somos dos: somos uno. Somos una sola carne. Nos queremos tanto, que nos alegramos juntos y sufrimos juntos. No os olvidéis que el Amor (con mayúsculas) es Dios. Es Dios quien nos ha unido y no habrá nada ni nadie que nos pueda separar. Ya sé que no somos perfectos. No, no lo somos. Pero el camino de santidad dura la vida entera… Todos somos pecadores, pero lo importante es querer ser santos y pedir la gracia de Dios para que dejemos que Él vaya modelando nuestro barro a su gusto. El amor no quita que discutamos o que nos demos una voz de vez en cuando. La vida real es así. Y así tiene que ser. Es lo normal y nosotros somos muy normales. ¿O no? Puede que no seamos tan normales… No todo el mundo tiene la dicha de llevar veinticinco años juntos… No todo el mundo va con sus hijos a misa todos los domingos (y fiestas de guardar). No todo el mundo tiene fe. En realidad somos un poco raros… Siempre hemos sido un poco raros. Seguramente somos raros porque, como dice el Apóstol San Pablo, nosotros nunca nos hemos acomodado al mundo presente, sino que hemos intentado vivir cumpliendo la voluntad de Dios. Y las modas, las ideologías, las opiniones de la mayoría, los postureos… Todo eso nos han dado siempre lo mismo.
Construir un matrimonio y una familia sobre la roca que es Cristo implica tratar de llevar a cabo el plan de vida que propone San Pablo:
Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a que ofrezcáis vuestros cuerpos como una Hostia viva, santa y agradable a Dios: tal será vuestro culto espiritual. Y no os acomodéis al mundo presente, antes bien transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto. En virtud de la gracia que me fue dada, os digo a todos y a cada uno de vosotros: No os estiméis en más de lo que conviene; tened más bien una sobria estima según la medida de la fe que otorgó Dios a cada cual.
Vuestra caridad sea sin fingimiento; detestando el mal, adhiriéndoos al bien; amándoos cordialmente los unos a los otros; estimando en más cada uno a los otros; con un celo sin negligencia; con espíritu fervoroso; sirviendo al Señor; con la alegría de la esperanza; constantes en la tribulación; perseverantes en la oración; compartiendo las necesidades de los santos; practicando la hospitalidad. Bendecid a los que os persiguen, no maldigáis. Alegraos con los que se alegran; llorad con los que lloran. Tened un mismo sentir los unos para con los otros; sin complaceros en la altivez; atraídos más bien por lo humilde; no os complazcáis en vuestra propia sabiduría. Sin devolver a nadie mal por mal; procurando el bien ante todos los hombres. No te dejes vencer por el mal; antes bien, vence al mal con el bien.
Mamá y yo tratamos de amar sin fingimientos, sin falsos postureos que tan de moda están por Facebook o Instagram. Detestamos el mal y procuramos aferrarnos al bien. Intentamos tratar a todo el mundo por igual. Queremos servir al Señor con la alegría de la esperanza y con espíritu fervoroso. Procuramos llorar con los que lloran y alegrarnos con los que se alegran, sin envidias ni tonterías: con la humildad de quienes sabemos que no somos más que nadie ni más importantes que nadie, sino que todos somos iguales a los ojos de Dios. Procuramos hacer el bien a todo el mundo y vencer al mal con el bien. No digo que siempre lo logremos: pero lo intentamos al menos.
Dirigir un colegio o ser profesor no es sino una manera de servir a quienes tienes bajo tu responsabilidad, un modo de amar a cuantos trabajan contigo. Tener un cargo “importante” no te hace más ni mejor que el conserje o la señora de la limpieza o el padre que no tiene estudios o está en el paro y se desespera porque no sabe cómo salir adelante ni cómo mantener a sus hijos. Cuanto más tienes, más debes dar.
Mamá, aunque ahora no trabaje fuera de casa, es mucho más importante que yo: siempre lo ha sido y lo va a seguir siendo. Ella me ha hecho el regalo más grandioso: os ha traído a vosotros tres al mundo; y nos cuida, nos anima, nos ayuda, nos soporta los malos humores… Yo no sería nada sin mamá. Ella es lo mejor que Dios me ha dado en todos los años de mi vida. Ojalá pudiera regalarle las joyas más valiosas, los vestidos más preciosos o los viajes más lujosos… Todo ello no sería suficiente para agradecerle ni remotamente todo el amor que me ha dado en estos veinticinco años. Nada hay más valioso para mí que ella. Así que honradla siempre y respetadla con verdadero fervor.
¡Cuántas veces os habremos dicho mamá y yo lo mismo!: no sois más porque saquéis mejores notas que los demás, porque seáis más inteligentes que otros. Si sacáis buenas notas o sois brillantes en los estudios, siempre habrá alguien que será mejor que vosotros. Y además, esa inteligencia no es mérito vuestro: es un don de Dios, un regalo del Espíritu Santo. Y ese regalo os lo ha dado Dios, no para que os vanagloriéis ni para que os sintáis superiores; ni mucho menos para que humilléis o miréis por encima del hombro al que saca peores notas o suspende. Ese don os lo da Dios para que lo pongáis al servicio de los demás. Los talentos que Dios os ha dado son para que os arrodilléis ante el que está caído y le lavéis los pies; para que le echéis una mano al que está herido al borde del camino y lo ayudéis a salir adelante. Todo lo que tenéis es por obra del Espíritu Santo, no por mérito vuestro. Incluso la fuerza de voluntad y el empeño y la dedicación y las horas que echáis estudiando: hasta eso es por gracia de Dios. Así que, humildad, amor y servicio a los que os necesiten. Esa es la verdadera educación que os hemos querido dar y que seguimos queriendo daros vuestra madre y yo. Nada de altivez ni de soberbia: humildad y caridad, que es el amor más perfecto, el que no espera nada a cambio, el que no aguarda medallas ni reconocimientos. La única recompensa que cuenta es la del Señor cuando os diga: “habéis sido siervos fieles, habéis hecho lo que teníais que hacer”. Y nada más. Hacemos lo que tenemos que hacer, sin esperar nada a cambio: sin aspavientos. Así tiene que ser.
Sed honrados, honestos; decid siempre la verdad y buscadla siempre con pasión: sea la que sea, venga de donde venga y la diga quien la diga; da igual que os beneficie o que os perjudique; pero sed auténticos, coherentes, aunque os miren mal, aunque no sea del gusto de la mayoría. Lo que piense la gente da lo mismo: importa lo que piense Dios de ti. Nada más. Cumplid siempre la palabra dada y no traicionéis a nadie ni murmuréis por la espalda. Cumplid siempre los mandamientos: “dichoso quien ama de corazón los mandatos del Señor”. Sed justos y temed a Dios y que cuando Él os llame a su presencia podáis presentaros ante el Señor sin que se os caiga la cara de vergüenza. Vivid unidos a Cristo siempre. No dejéis nunca de adorarlo en el Santísimo Sacramento. Confesaos a menudo y comulgad con frecuencia. Él es el único que os puede hacer santos y su gracia os permitirá cumplir sus mandatos con alegría. Así vuestra vida seguirá siempre cimentada sobre la roca que es Cristo: la única roca que puede permitiros soportar los embates de la vida. Si os alejáis de Él, si pretendéis construir vuestra vida sobre los falsos dioses del dinero, del placer, del prestigio o del lujo innecesario, cimentaréis sobre arena. Y cuando vengan los problemas, las calamidades y los sufrimientos que la vida trae inevitablemente, os vendréis abajo de manera irremisible . Y no quedará de vosotros más que escombro y ruina. Pero quien ama de corazón los mandatos del Señor, quien reparte limosna a los pobres, quien es constante en la caridad; ese podrá alzar la frente con dignidad y vivirá feliz.
Mamá y yo hemos sido muy felices juntos estos veinticinco años. Y queremos seguir siendo felices los años que el Señor nos quiera regalar. Pero nuestra mayor felicidad siempre será que vosotros seáis dichosos, que podáis levantar la frente y que os podamos ver siempre vivir con dignidad; con la dignidad propia de los hijos de Dios. Así cuando el Señor nos llame a su presencia, vuestra vida será algo bueno que le podamos presentar mamá y yo; algo que le podamos ofrecer con orgullo y no algo de lo que nos tengamos que avergonzar.
Mamá y yo nos sentimos muy orgullosos de vosotros tres y os amamos de todo corazón. Ojalá podamos ver cómo vais edificando vuestras propias casas sobre esa roca que nunca falla. Ojalá podamos compartir mamá y yo con vosotros muchos más años juntos. Y ojalá podamos abrazar algún día a vuestros hijos y podamos amar, mimar y malcriar a nuestros nietos todo lo que podamos.
Lo primero que hice cuando os tuve en brazos por primera vez fue haceros la señal de la cruz en frente. Hoy os volvemos a bendecir y damos gracias a Dios por vosotros y por estos maravillosos veinticinco años que el Señor nos ha permitido compartir.


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