jueves, 2 de agosto de 2018

DISCERNIR ENTRE LO BUENO Y LO MALO




Estar cerca de Dios nos da la posibilidad de discernir, con la ayuda de Dios, entre lo bueno y lo malo.


Por: P. Fernando Pascual LC | Fuente: Catholic.net 



Lo decían los filósofos: conocer el bien implica conocer el mal. Porque la mente humana está siempre abierta hacia lo diferente, hacia lo contrario. Alto y bajo, grande y pequeño, verdadero y falso, bueno y malo,... son conceptos que comprendemos al mismo tiempo, porque tener la idea de una cualidad nos lleva a comprender la idea de su contrario (cuando exista).

Muchas personas no saben qué es el pecado, porque no han llegado a descubrir que existe una vocación al amor y a la verdad, porque no saben que necesitamos apartarnos del mal para buscar y realizar el bien.

Escuchamos, por eso, con frecuencia: "¿qué hay de malo en el aborto, en el adulterio, en el fraude fiscal, en la desidia en el trabajo, en la maledicencia, incluso en el abuso del alcohol o de la droga?" Encontramos, también con frecuencia, a miles de personas que parecen no percibir la maldad escondida en sus acciones.

No es fácil explicar cómo y por qué se ha llegado a esta situación, pues los motivos y las historias son diversas. Pero sí sabemos cómo salir de la misma: con una ayuda, humana y divina, que nos permita abrir los ojos, descubrir el bien verdadero, reconocer que hemos sido llamados al amor verdadero. Entonces sí es fácil identificar todo aquello que nos aparta del amor, denunciar el pecado que puede destruir nuestra vocación al amor.

Cuando un hombre o una mujer descubren los tesoros propios de la vida matrimonial y de la familia, la belleza de acoger los hijos enviados por Dios, la alegría de la búsqueda del hacer feliz al otro o a la otra por encima de uno mismo...

Cuando un político o un simple ciudadano reconocen el verdadero sentido de la sociedad y de la ley, la dignidad propia de cada ser humano (de cualquier raza, con o sin pasaporte, nacido o por nacer), la dignidad de los ricos y de los pobres...

Cuando nos abrimos al respeto de la honra de los otros, cercanos o lejanos, desconocidos o famosos, y descubrimos que nunca es justo considerar culpable al inocente, mientras que es hermoso cerrar los oídos a la calumnia para apreciar a cada uno en su justa medida...

Cuando acogemos la vocación a la entrega como lo más hermoso del ser humano, como aquello que nos lleva a dejar en segundo lugar nuestro egoísmo para recibir, escuchar, vestir, cuidar, perdonar a otros hombres y mujeres necesitados de justicia, y, sobre todo, de amor y simpatía profunda...

Entonces es cuando abrimos los ojos para reconocer tentaciones y pecados que nos apartan del camino de la vida y nos hunden en el mundo del mal. Porque el camino de la conversión nos permite denunciar las obras de las tinieblas a partir del descubrimiento (que es don de Dios y búsqueda sincera por parte de un corazón honesto) de los horizontes de bien que son propios de toda vida humana digna y bella.

Acercarse a Cristo nos permite entrar en la luz. "Porque en otro tiempo fuisteis tinieblas; mas ahora sois luz en el Señor. Vivid como hijos de la luz; pues el fruto de la luz consiste en toda bondad, justicia y verdad" (Ef 5,8-9).

El primer efecto de la luz es esa posibilidad de discernir, con la ayuda de Dios, entre lo bueno y lo malo. Lo cual, en un mundo de engaños relativistas, ya es mucho. Desde ese discernimiento, la voluntad encontrará fuerzas para dejar las obras del mal y para seguir el camino del amor que nos fue enseñado por Cristo en el Evangelio.

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