Estoy tendido en la hamaca, en la misma posición en la me quedé hace cuatro semanas, cuando me di un respiro de escribir estas columnas. Me tapa la sombra. Llevo gafas de sol. Un libro me oculta media cara. Desde la otra orilla de la piscina, una chica muy rubia, muy estilizada, muy elegante, muy exquisita, empieza a hacerme muchas señales. Miro hacia atrás. No hay nadie. Es a mí. Vaya. No la conozco de nada, pero la saludo. ¡Faltaría más! En parte, para no dejarla gesticulando a nadie a la vista de todos. En parte, para presumir de intimidad con las de Madrid ante todos mis compañeros de piscina, que viéndome leer solitario han dado por supuesto que soy un pringado.
Me dice que se sube a casa, y que ella se lleva a los niños. Me parece estupendo. De eso seguro que no corre prisa que se entere su marido. Cuando se vea solo, con tiempo para leer, quizá, o para nadar, pues eso que se va a encontrar. Le digo que muy bien. Hala. Que vaya subiendo. Junto mis dos manos en el aire, como para significar que valoro muchísimo su gesto de encargarse de todo. No quiero que su marido pase por desconsiderado. Me dice adiós. Le digo adiós.
No me parece presuntuoso haber aparentado tener una mujer tan hermosa y dedicada, porque la mía es igual o más.
Tampoco me considero un impostor. O estoy acostumbrado. A fin de cuentas, ¿qué es lo que hago en estos artículos sino hablar, un poco por señas, con ustedes que están en la otra orilla? Quizá les cuento que ahora, empezando la vendimia, mi mujer tiene mucho trabajo y soy yo el que debería subirse (y bajarse (y volverse a subir)) con los niños. A ustedes esa cuestión ni les va ni les viene, pero a lo mejor también juntan las manos para darme ánimos y les gusta, como a mí, que hablemos medio a gritos, medio a gestos. A veces alguien se molesta por alguna cosa que escribo y sólo espero que ahí se rompa la analogía, y el marido de la chica no vaya a llevarse una bronca, o a enfadarse él porque ella, pobre, se fue sin avisar o por cualquier cosa. Pero será (y aquí vuelve la analogía) un malestar pasajero. Mientras que esa conversación íntima entre extraños en la piscina aquí se queda, con su toque de humor y, sobre todo, de gusto y de misterio.
Todo lo cual me sirve para confirmar que ya echaba de menos estos ratos. Las vacaciones al borde de la piscina han estado muy bien, pero toca volver a contarnos todo. Cada vez hay más que contar.
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