lunes, 27 de agosto de 2018

REFLEXIÓN ANTE UNA DERIVA; POR MANUEL BUSTOS RODRÍGUEZ



Cada vez que, a través del universo de los símbolos, se da un paso más hacia la descristianización, no puedo evitar un sentimiento de tristeza. Es como si se fuera una parte de mi vida. He nacido y crecido en esa España, hoy tan denostada y escarnecida, de la presencia constante de la Iglesia en la sociedad y la cultura, la España de las misas a rebosar y del entusiasmo de los primeros años del posconcilio. A partir de los sesenta aparecieron en nuestro país signos de secularización evidentes, pero aún quedaba un humus sólido de impregnación cristiana-católica entre nuestra gente, pese a todas las carencias que se desee invocar. La Transición política, la acelerada aplicación del Vaticano II, y de lo que no era propio del mismo, contemplaron su progresiva disolución, aún no culminada.

El ambiente cultural dominante en Occidente, proclive a dicho proceso y propiciado por distintos intereses; la incorporación de España al mismo, colocándose a la vanguardia no pocas veces; la labor de zapa de la izquierda española en colaboración con el centro derecha y un aggiornamento mal entendido de la propia Iglesia, fueron abonando el camino que nos conduce hasta el vaciado presente, es decir, a una descristianización acelerada de la sociedad española, en un período relativamente corto de tiempo. Es esta misma sociedad la que asiste, ya no diré que impávida, pero si con indiferencia, resignación o gozo a la erradicación de los símbolos cristianos, la burla de los mismos y la imposición de leyes claramente adversas a sus principios. En este ambiente de laxitud o recomposición religiosa el proceso se acelera, sin apenas encontrar obstáculos en su camino. 

Sólo en este ambiente ha sido posible iniciar un reinado en España sin la correspondiente acción de gracias, sin apenas visibilidad del misterio de Belén en el discurso navideño del Jefe del Estado y con un juramento, no hace unos meses, de un nuevo presidente del Gobierno sin Biblia ni crucifijo delante, por citar unos ejemplos significativos. No seré yo evidentemente quien diga que esto no sea mejor que contradecir el segundo mandamiento de la ley de Dios, ese que dice: "No tomarás el nombre de Dios en vano"; pero adobado con las medidas políticas que llegan, no deja de producirme una mezcla de pena y rabia.

Mi reflexión discurre aquí, sin embargo, en la dirección que al principio de este artículo señalaba: la de la nostalgia y la tristeza por lo que se fue, sin que aquello que viene a sustituirlo parezca mejor, salvo, tal vez, en la apariencia. Más aún, si un cristiano toma en consideración esa frase que los Evangelios ponen en boca de Cristo ("Sin mí no podéis hacer nada"), no podrá por menos de considerar que esa exclusión de Dios de la vida de nuestros conciudadanos, con independencia de su grado de creencia, no puede augurar a la larga nada bueno para nuestro país, ni por extensión para el conjunto Europa, aunque de inmediato pueda verse como un triunfo de la necesaria separación de poderes y de la laicidad. No me remontaré, por no resultar un tanto apocalíptico para mis lectores, a las veces que, a lo largo de la historia, se ha pretendido construir el presente y el futuro desde la plena autonomía del sujeto humano con respecto a Dios, con los resultados catastróficos que conocemos y casi nunca recordamos. De hecho, son un paradigma simbólico interpretativo de la historia de la Humanidad los episodios fracasados de autoafirmación a costa de Dios o los dioses que se dan en la Biblia (la caída del primer hombre, la torre de Babel) y en la mitología (el caso de Prometeo). Lo ratifica la experiencia histórica de los últimos siglos, con sus intentos frustrados de construir un mundo en solitario por y para el hombre.

No me cabe duda, pues, que este proceso de casi demolición, ampliado en las tres últimas décadas, no puede augurar nada bueno para España, Europa, ni para Occidente en general. Es verdad que la religiosidad no desaparece nunca del todo, sino que se recompone de diferentes maneras. Existe además un intento globalizador, promovido por poderosas instancias supranacionales, que combate las religiones tradicionales y pretende instaurar una fe abstracta, inmanentista, como sustento de un nuevo orden mundial. Por otro lado, el espacio que deja libre el cristianismo entre nosotros van llenándolo otras confesiones, creencias a la carta, pseudoreligiones y, de manera muy rápida, el islamismo, que no ha experimentado en su seno una apostasía similar a la europea.

Así, nuestra cultura, desgajada de su raíz y tradición, combatiendo, con saña a veces, la presencia cristiana inspiradora, favorecerá la falta de cohesión de sus miembros, su deriva moral, dejándolos sin apenas defensa y a merced de cualquier ideología por perniciosa que sea y de totalitarismos de nuevo cuño. Me consuela tan solo la posibilidad de un milagro o de un reflujo tardío, y que yo no estaré probablemente aquí para ver la culminación del proceso descrito.

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