miércoles, 22 de agosto de 2018

¡CUÁNTA SUCIEDAD EN LA IGLESIA!; POR PEDRO LUIS LLERA VÁZQUEZ

















Soy director de un pequeño colegio católico. Por lo tanto, tengo una responsabilidad dentro de la Iglesia: veintitantos profesores, cuatro empleados de administración y servicios, casi trescientos alumnos y doscientas y pico familias. En realidad, todo lo que pase dentro del colegio con los niños, con los profesores o con las familias cae bajo mi responsabilidad. Desde que entran los niños al colegio por la mañana hasta que salen por la tarde, la seguridad y en bienestar de esos niños es mi responsabilidad, compartida con el resto del equipo docente: pero en última instancia, la responsabilidad es siempre mía. Por eso todos mis profesores y yo sabemos que debemos amar y cuidar a los niños como si fueran nuestros propios hijos. Si un niños sufre acoso o maltrato por parte de otro niño, no miramos hacia otro lado, sino que intervenimos inmediatamente y tratamos de solucionar el problema lo mejor posible. Si un profesor sufriera algún tipo de acoso o de menosprecio por parte de un compañero o de un padre, también tengo la obligación de tomar cartas en el asunto. Si un padre sufre algún tipo de falta de respeto por parte de algún profesor, otro tanto. Y así sucesivamente. El director de un colegio y sus profesores somos responsables del bienestar y de la integridad física y psicológica de nuestros alumnos. Incluso si tenemos la sospecha fundada de que un niño sufre malos tratos fuera del colegio o dentro de su propia casa, nuestra obligación – mi obligación – es presentar la pertinente denuncia ante la policía para que la fiscalía de menores, los jueces y los servicios sociales investiguen, intervengan en su caso, y tomen las medidas oportunas para que el menor sea protegido debidamente.
Imagínense ustedes que un profesor o una profesora abusara sexualmente de un niño de mi colegio: le faltaría campo para correr… Yo mismo iría con los padres del niño a poner la denuncia pertinente y ese profesor quedaría inmediatamente despedido. Lo que nunca haría sería echar tierra encima, disimular, hacer como que no pasó nada, disculpar al agresor, pedir que lo trasladen a otro colegio de la Fundación; y mucho menos, culpar al propio niño… Ni menos aún ofrecerle dinero a la familia para impedir que se presente la denuncia y acallar el escándalo. El alma de un niño vale más que todo el universo junto.
¿Podría no darme cuenta yo del peligro? Tal vez. ¿Podría no darse cuenta nadie del colegio del peligro? Eso sería más difícil de creer. En cualquier caso, lo que no haría nunca sería encubrir al degenerado. Y si luego me tuvieran que echar a mí, pues asumiría la responsabilidad por no haber vigilado adecuadamente al profesor y por no haber cuidado suficientemente al niño. Ahora bien: la culpa de los pecados y los delitos de una persona no la tendría toda la comunidad educativa del colegio. La tendría obviamente el delincuente y el responsable de que el delincuente hubiera podido actuar (o sea yo). Y si en lugar de denunciar y echar a la calle al pederasta lo que hago es encubrirlo, mi responsabilidad se multiplicaría exponencialmente. Entonces sí que mi actitud cómplice resultaría imperdonable y merecería ser juzgado y condenado tanto o casi tanto como al agresor. Y por supuesto, yo tendría que ser echado a la calle o enviado a la cárcel junto con el pederasta. ¿O no?
¿Tendría alguna culpa el Patronato de quien depende el Colegio? Pues si no tenía información, evidentemente, no. Otra cosa sería que al Patronato llegara alguna denuncia y esa denuncia no fuera investigada o fuera silenciada sin más. Entonces, también tendrían responsabilidad por omisión o por encubrimiento o por complicidad. Lo que tengo claro es que el supuesto delito de mi profesor o mi responsabilidad en caso de complicidad o encubrimiento no serían culpa de la Iglesia de Cádiz. La Diócesis de Cádiz se vería afectada: claro que sí. Sufriría un daño por el descrédito del profesor y del director de un colegio católico: por supuesto que sí. Todos sufrimos las consecuencias de los pecados de los demás y los demás sufren las consecuencias de mis pecados. Por eso es tan importante la santidad: que vivamos en gracia de Dios. Porque nuestro pecado daña al conjunto de la Iglesia.
Pues bien, salvando las enormes distancias entre un colegio pequeñito y la Iglesia universal, el paralelismo entre este hipotético caso que acabo de contar y lo que está pasando con el tema de los abusos sexuales y sus responsables resulta bastante evidente.
El Santo Padre escribía en su reciente Carta al Pueblo de Dios:
“Con vergüenza y arrepentimiento, como comunidad eclesialasumimos que no supimos estar donde teníamos que estar, que no actuamos a tiempo reconociendo la magnitud y la gravedad del daño que se estaba causando en tantas vidas. Hemos descuidado y abandonado a los pequeños. Hago mías las palabras del entonces cardenal Ratzinger cuando, en el Via Crucis escrito para el Viernes Santo del 2005, se unió al grito de dolor de tantas víctimas y, clamando, decía: «¡Cuánta suciedad en la Iglesia y entre los que, por su sacerdocio, deberían estar completamente entregados a él! ¡Cuánta soberbia, cuánta autosuficiencia! […] La traición de los discípulos, la recepción indigna de su Cuerpo y de su Sangre, es ciertamente el mayor dolor del Redentor, el que le traspasa el corazón. No nos queda más que gritarle desde lo profundo del alma: Kyrie, eleison – Señor, sálvanos (cf. Mt 8,25)» (Novena Estación)”.
No supimos estar donde teníamos que estar”. “No actuamos a tiempo reconociendo la magnitud y la gravedad del daño que se estaba causando en tantas vidas”. “Hemos abandonado y descuidado a los pequeños”. No entiendo la primera persona del plural ni mucho menos la expresión “como comunidad eclesial”: ¿quiénes no supieron estar donde tenían que estar? ¿quiénes no actuaron a tiempo? ¿quiénes abandonaron y descuidaron a los pequeños? Porque yo formo parte de esa comunidad eclesial y no tengo nada que ver ni con quienes abusaron ni con quienes los encubrieron. Y doy por supuesto que el Santo Padre tampoco tiene responsabilidad en estos deplorables casos. En todo caso, como católicos, el Papa, ustedes y yo formamos parte de quienes sufrimos por el daño causado a las víctimas y, por extensión, a toda la Iglesia. Como señala muy bien mi querido amigo Alonso Gracián“no hay salvaciones colectivas ni condenaciones colectivas, no hay salvaciones en comunidad ni condenaciones en comunidad al margen del estado de gracia o de pecado de CADA persona concreta. Es cada hombre quien se salva o se condena”. “Cada hombre, después de morir, recibe en su alma inmortal su retribución eterna en un juicio particular que refiere su vida a Cristo, bien a través de una purificación (cf. Concilio de Lyon II: DS 856; Concilio de Florencia: DS 1304; Concilio de Trento: DS 1820), bien para entrar inmediatamente en la bienaventuranza del cielo (cf. Concilio de Lyon II: DS 857; Juan XXII: DS 991; Benedicto XII: DS 1000-1001; Concilio de Florencia: DS 1305), bien para condenarse inmediatamente para siempre (cf. Concilio de Lyon II: DS 858; Benedicto XII: DS 1002; Concilio de Florencia: DS 1306).”
En definitiva, y desde mi punto de vista, lo que habría que hacer es limpiar la Iglesia de tanta suciedad. Y deberían hacerlo lo antes posible quienes tienen el deber y la autoridad para ello. Porque la “suciedad en la Iglesia y entre los que, por su sacerdocio, deberían estar completamente entregados a él” ya apesta. Quienes no estuvieron donde tenían que estar, quienes no actuaron a tiempo y quienes abandonaron y descuidaron a los pequeños deben asumir sus responsabilidades o deben ser cesados de sus puestos. Rezo para que se conviertan y que el Señor los perdone.
Repetiré una vez más lo que ya he escrito hasta la saciedad: la culpa de la actual crisis de la Iglesia es la falta de fe. Si no hay fe, no hay temor de Dios ni comunión de los santos. Si pensamos que a Dios no le duelen nuestros pecados, si creemos que le da igual que seamos justos que pecadores; si creemos que los mandamientos están pasados de moda y que nada es pecado en realidad, caemos en la anomia, en el relativismo moral, en la laxitud absoluta. Cuando ponemos la conciencia personal subjetiva por encima de las leyes morales universales, se puede llegar a justificar lo injustificable y se puede llegar a considerar, por ejemplo, que la fornicación o el adulterio no son pecados mortales y que puedes seguir comulgando y viviendo en gracia de Dios aunque hayas engañado a tu mujer cien veces. Y si no tienes realmente la fe de la Iglesia, puedes creer que comulgar es un derecho y un mero acto social, aunque vivas en pecado mortal. Y eso conlleva un pecado aún mayor: el sacrilegio y la profanación del Santísimo, realmente presente en la Hostia Consagrada. Pero quien comulga así, como dice San Pablo, comulga su propia condenación. Pero claro… como según estos modernistas nadie se condena y todos vamos al Cielo… No pasa nada… ¡Pobres desdichados! Aquí todo el mundo va a comulgar pero nadie se confiesa… Allá ellos y los malos pastores que no les advierten lo suficiente sobre el peligro que corren.
María Arratíbel lo expresa maravillosamente en su último artículo titulado Pastores que son lobos (como ven, me gusta mucho consultar y leer distintos blogs, porque aprendo mucho de los buenos escritores):
“Toda crisis de la Iglesia es una crisis de fe. Y lo que hoy veo en nuestra amada Iglesia es una profunda crisis de fe. No puedo no pensar que casos como el del Cardenal McCarrick solamente pueden explicarse como el inevitable comportamiento de quien ha perdido absolutamente la fe católica. No puede tener ni un gramo de fe alguien que al parecer podría haber estado durante años en situación de pecado mortal. Ni tiene fe católica quien con tranquilidad le encubre sin corregir la situación. Tampoco tiene fe católica el que trata la Eucaristía como una especie derecho de ingesta igualitario y universal no discriminatorio, a buen seguro quien así trata al Señor en la Eucaristía ya no cree que Él esté realmente presente en la misma. Transubstanciación, otra palabra delicada…”
Algunos dicen y escriben que “en todo el tema, muy pesado, de abusos perpetrados por miembros del clero convendría pasar página ya”. No estoy de acuerdo en absoluto. Más bien estoy de acuerdo con el Papa Francisco cuando afirma:
Si bien se pueda decir que la mayoría de los casos corresponden al pasado, sin embargo, con el correr del tiempo hemos conocido el dolor de muchas de las víctimas y constatamos que las heridas nunca desaparecen y nos obligan a condenar con fuerza estas atrocidades, así como a unir esfuerzos para erradicar esta cultura de muerte; las heridas «nunca prescriben». El dolor de estas víctimas es un gemido que clama al cielo, que llega al alma y que durante mucho tiempo fue ignorado, callado o silenciado. Pero su grito fue más fuerte que todas las medidas que lo intentaron silenciar o, incluso, que pretendieron resolverlo con decisiones que aumentaron la gravedad cayendo en la complicidad. Clamor que el Señor escuchó demostrándonos, una vez más, de qué parte quiere estar”.
Resulta ejemplar y muy reconfortante la carta del obispo de Madison (Wisconsin, EE.UU), Mons. Robert Morlino:
“Durante demasiado tiempo hemos restado importancia a la realidad del pecado –nos hemos negado a llamar pecado al pecado– y hemos excusado el pecado en nombre de una noción equivocada de misericordia. En nuestros esfuerzos por abrirnos al mundo, nos hemos vuelto muy dispuestos a abandonar el Camino, la Verdad y la Vida”.
Es hora de ser honestos” – afirma el obispo Morlino: “Caer en la trampa de analizar los problemas de acuerdo con lo que la sociedad pueda considerar aceptable o inaceptable es ignorar el hecho de que la Iglesia nunca ha aceptado NINGUNO de ellos, ni el abuso de niños ni el uso de la sexualidad fuera del matrimonio. Ni el pecado de la sodomía, ni que los clérigos tengan relaciones sexuales íntimas, ni el abuso ni la coacción por parte de aquellos con autoridad.”
Y concluye Mons. Morlino:
«Es hora de admitir que hay una subcultura homosexual dentro de la jerarquía de la Iglesia Católica que está causando una gran devastación en la viña del Señor. La enseñanza de la Iglesia es clara en cuanto a que la inclinación homosexual no es pecaminosa en sí misma, pero está intrínsecamente desordenada de tal manera que hace que un hombre afligido por ella sea incapaz de ser sacerdote».
Pues ya va siendo hora de coger el toro por los cuernos, analizar las causas profundas de la actual crisis de la Iglesia y actuar. La crisis, el desconcierto doctrinal y la degradación moral van de la mano. Hay que seguir llamando a la santidad: a la conversión. Pidamos al Señor que nos dé la gracia de la santidad. Sana Doctrina y vida ejemplar, regida por la caridad y la verdad. Seamos luz en medio de tanta oscuridad. Recuperemos la decencia, la pureza, el honor…
Que la Santísima Virgen, la Purísima, la llena de gracia, nos ayude con su intercesión de Madre a ser santos y a santificar la Iglesia: vivamos en gracia de Dios.
Santidad o muerte.

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