Ahora la primera tentación que vencer es la pedagogía, esto es, explicarle que, aunque esa persona (madrileña o madrileño) no esté en un lugar, tampoco es que el sitio se desintegre. Por supuesto ni me planteo soltar la impertinencia de decir: "Hacemos lo de siempre, pero con menos bulto", porque aquí nos encantan los veraneantes. También considero conveniente evitar la exaltación regionalista: "Entre el buen tiempo de playa que dura hasta noviembre, las zambombas, la Navidad, el carnaval de Cádiz y de los Puertos, la Semana Santa, las ferias por doquier, las romerías y la primavera, tenemos cosillas con las que entretenernos hasta que regreséis".
Hay que vencer todas estas tentaciones, para centrarnos en lo sustancial. Vivamos en Madrid, en Nueva York, en Shanghái o en las afueras del Puerto, en este mundo interconectado y global, nuestras vidas apenas difieren. Este invierno, nos escandalizaremos por las mismas noticias, veremos, emocionados, las mismas películas, leeremos los mismos libros y, además, tendremos que dormir nuestras horas y dedicar nuestro tiempo a nuestras familias, como todos, felizmente. En conclusión, que vivir aquí o allá tiene una trascendencia muy relativa. Repaso mentalmente un día cualquiera mío y no hay muchas cosas que pudiese ni quisiera hacer distintas si viviese en Venecia o en Lisboa, por decir dos ciudades en las que me apasionaría estar.
Les propongo, ahora que se acerca el comienzo del curso, que hagan este ejercicio escolar. ¿Qué de su día habitual no dejarían de hacer en cualquier otro punto del planeta por nada del mundo? Eso quita muchas morriñas y muchos deseos de exotismo un tanto estereotipados. Más que pensar dónde se vive, conviene preguntarse cómo y, aún antes, por qué. Aunque vayamos a echar de menos muchísimo (de verdad) a nuestros visitantes, nuestras vidas y nuestros pueblos nos gustan como para no cambiarnos con nadie.
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