Nunca podré agradecer bastante a José Luis Ballester que me convenciera para ir a esa gran aventura que se llamó Expo'92. Me llevó a la Oficina del Comisario, un precioso palacete de la Avenida de la Palmera sevillana donde tenía su despacho don Manuel. Allí conocí al profesor Olivencia, que me presentó el mismo Ballester, secretario general de la Expo, con quienes trabajé dos años infinitos. Don Manuel era ceutí y de Ronda, donde tenía una casa preciosa junto al tajo. Y de Sevilla. Poseía esa triple nacionalidad como una de las personalidades más extraordinarias que he tenido la oportunidad de conocer. Por ceutí se sentía muy gaditano, además su madre había sido maestra nacional en Chiclana. Su padre era ceutí y de Ronda la rama materna. Hago un ovillo con todos estos recuerdos que pueden parecer menores para esquivar el dolor tan fuerte que sentí ayer al leer en la página web de Diario de Cádiz que don Manuel había fallecido. La primera coz de 2018 en la misma boca del estómago. Siempre lo quise como alguien de mi familia, como el gran maestro que me habría gustado tener, el español esencial e integral que fue toda su vida, del que tanto aprendí, y el extraordinario intelectual, en la línea de los últimos grandes intelectuales españoles, como José Ortega y Gasset, Marañón y su maestro el profesor Garrigues, la gran eminencia del Derecho Mercantil español, del que fue discípulo predilecto y continuador de su magisterio.
Don Manuel fue llevado a la aventura de la Expo'92 por su antiguo alumno de la Facultad sevillana, presidente del Gobierno de España. Felipe González lo convenció por el punto débil que siempre tuvo Olivencia, su amor a España. La Exposición Universal iba a ser buena para Sevilla, para Andalucía y para España. Como fue en realidad. Y porque valía la pena trabajar en un proyecto de todos. El Rey completó con su simpatía cercana y afectuosa el trabajo. La Expo'92 fue su única labor y su preocupación, su proyecto de todos y la obra -no jurídica- de su vida. Había un erial sobre el que levantar en pocos años los pabellones de una Exposición Universal y, con motivo del acontecimiento, acometer en Sevilla y por círculos concéntricos, una inmensa obra de modernización e infraestructuras. Y llegar a tiempo de todo. No hay espacio para contar las peripecias incontables de esos años pero su figura respetabilísima fue garantía de muchas cosas. Inevitable recordarlo como una película a mil por hora en esta mañana triste, tristísima, en la que he sabido de su muerte. Pero los españoles así nunca mueren. Nunca.
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