Padre Carlos Padilla
El otro día una niña de ocho años me preguntaba: « ¿Cómo hago para que Jesús me hable?». Me sorprendió su pregunta. Al mismo tiempo me pareció elemental. Es cierto, ¿cómo hacemos para que Dios nos hable? ¿Podemos hacer que Jesús nos hable?
No parece tan fácil. Sus silencios nos desconciertan y sus palabras nos resultan muchas veces incomprensibles. Parece que no habla nuestro idioma. Por lo menos no lo entendemos. Su voz parece un susurro, una cadencia en el alma, una melodía que casi no escuchamos.
Pero ahí está, a nuestro lado, todos los días, acompañándonos en el camino. Nos abraza sin que sintamos sus brazos, por la espalda. Nos sostiene cuando nos sentimos cansados y agobiados. Tira de nosotros para vencer nuestra pereza cuando no somos capaces de seguirle.
Habla y calla, y siempre nos mira. Sí, su mirada es la mirada de un padre que ama, una ventana abierta al cielo, un abismo de misericordia, un brote de esperanza en medio de la noche. No deja de contemplar nuestros pasos, de prever nuestras caídas, de esperarnos cuando desfallecemos.
Pero eso sí, ¡respeta tanto nuestra libertad! Nunca la violenta, no nos fuerza. Sólo quiere seducirnos con su amor. Atraernos con su voz. Súbitamente, al descansar en sus brazos, tenemos una paz desconocida. Y en nuestro corazón descubrimos nuevas respuestas, como si Él las hubiese sembrado en el alma cuando dormíamos.
Necesita, es cierto, un jardín cuidado, mejor, una tierra trabajada, profunda y fértil. Necesita un océano hondo, porque entre los ruidos de la vida diaria su voz se pierde. Necesita que perdamos el tiempo a su lado, que lo busquemos, que nos gastemos en una espera tantas veces aparentemente infecunda.
Nos invita a buscarlo en las personas, en los lugares, en el vacío. No quiere que lo busquemos sólo en aquellos que nos encantan y fascinan. Quiere que lo encontremos también en los que nos desagradan, en rostros que no son amigos.
Quiere que aprendamos a leer el libro de nuestra propia vida, llena de errores y tachones. Con paciencia, descifrando signos, levantando piedras, aireando de vez en cuando el cuarto del alma por el que Dios se pasea. Sí,claro que Dios nos habla.
No podemos hacer nada para que nos hable más, ni más claro. Pero sípodemos hacer mucho por aprender a escuchar su voz en medio de tantas voces que nos confunden. Dios nos habla en lo humano y de lo humano nos conduce hacia lo más alto, hacia su corazón.
Decía el Padre José Kentenich: «Todo lo creado puede encender mi corazón. Una figura femenina, un bien terreno, una idea, etc. Todo ello puede encenderme, pero en mi actuar todo debo hacerlo, en último término, ordenado a lo divino»[1].
Siempre quiere que subamos más alto, que trepemos a las alturas. Que llevemos a su corazón de Padre todo lo humano que tenemos, nuestra debilidad y nuestra fortaleza, las penas y las alegrías, las lágrimas y las risas. Porque todo le agrada a Dios. Todo le importa.
No parece tan fácil. Sus silencios nos desconciertan y sus palabras nos resultan muchas veces incomprensibles. Parece que no habla nuestro idioma. Por lo menos no lo entendemos. Su voz parece un susurro, una cadencia en el alma, una melodía que casi no escuchamos.
Pero ahí está, a nuestro lado, todos los días, acompañándonos en el camino. Nos abraza sin que sintamos sus brazos, por la espalda. Nos sostiene cuando nos sentimos cansados y agobiados. Tira de nosotros para vencer nuestra pereza cuando no somos capaces de seguirle.
Habla y calla, y siempre nos mira. Sí, su mirada es la mirada de un padre que ama, una ventana abierta al cielo, un abismo de misericordia, un brote de esperanza en medio de la noche. No deja de contemplar nuestros pasos, de prever nuestras caídas, de esperarnos cuando desfallecemos.
Pero eso sí, ¡respeta tanto nuestra libertad! Nunca la violenta, no nos fuerza. Sólo quiere seducirnos con su amor. Atraernos con su voz. Súbitamente, al descansar en sus brazos, tenemos una paz desconocida. Y en nuestro corazón descubrimos nuevas respuestas, como si Él las hubiese sembrado en el alma cuando dormíamos.
Necesita, es cierto, un jardín cuidado, mejor, una tierra trabajada, profunda y fértil. Necesita un océano hondo, porque entre los ruidos de la vida diaria su voz se pierde. Necesita que perdamos el tiempo a su lado, que lo busquemos, que nos gastemos en una espera tantas veces aparentemente infecunda.
Nos invita a buscarlo en las personas, en los lugares, en el vacío. No quiere que lo busquemos sólo en aquellos que nos encantan y fascinan. Quiere que lo encontremos también en los que nos desagradan, en rostros que no son amigos.
Quiere que aprendamos a leer el libro de nuestra propia vida, llena de errores y tachones. Con paciencia, descifrando signos, levantando piedras, aireando de vez en cuando el cuarto del alma por el que Dios se pasea. Sí,claro que Dios nos habla.
No podemos hacer nada para que nos hable más, ni más claro. Pero sípodemos hacer mucho por aprender a escuchar su voz en medio de tantas voces que nos confunden. Dios nos habla en lo humano y de lo humano nos conduce hacia lo más alto, hacia su corazón.
Decía el Padre José Kentenich: «Todo lo creado puede encender mi corazón. Una figura femenina, un bien terreno, una idea, etc. Todo ello puede encenderme, pero en mi actuar todo debo hacerlo, en último término, ordenado a lo divino»[1].
Siempre quiere que subamos más alto, que trepemos a las alturas. Que llevemos a su corazón de Padre todo lo humano que tenemos, nuestra debilidad y nuestra fortaleza, las penas y las alegrías, las lágrimas y las risas. Porque todo le agrada a Dios. Todo le importa.
[1] J. Kentenich, Dios presente, Texto 204
No hay comentarios:
Publicar un comentario