Uno de los atractivos de Hollywood es el de ver a una estrella de cine en la vida real. La gente está dispuesta a aguardar durante horas cerca de los clubes y restaurantes adonde suelen acudir las celebridades, ante la posibilidad de que alguien famoso pueda pasar por allí. Si su paciencia es recompensada, pueden estar seguros de que durante meses los amigos le harán preguntas; y durante meses, el afortunado oteador de celebridades estará encantado de contar y volver a contar su relato.
Los lugares cambian, pero no la naturaleza humana.
Aunque podamos creer que los relatos testificales se limitan a celebridades y los sucesos noticiables, todos somos llamados a ser testigos; testigos de la verdad.
Cuando hemos tenido un encuentro espiritual, sea una respuesta inmediata e innegable a una oración o un momento trascendente de gracia, nos mostramos a veces reticentes a charlar sobre ello. Tenemos miedo de que se rían de nosotros, o lo que es peor, podemos temer que nuestra experiencia no parezca tan milagrosa una vez sometida al escrutinio. Tales momentos, sin embargo, no nos son dados para acumularlos. Nos son dados de manera que podamos compartir la experiencia con los demás y ayudarles e entender que el mundo entero se halla infundido del favor divino.
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