Escribe el Decano de Derecho Canónico, de la Universidad San Dámaso, sobre el matrimonio:
«Afirmar que el matrimonio es un contrato no significa que los contrayentes puedan modificar a voluntad la naturaleza del matrimonio», escribe en este artículo el Decano de la Facultad de Derecho Canónico de la Universidad Eclesiástica San Dámaso, de Madrid
Un momento de la celebración del sacramento
del Matrimonio: Bendición nupcial
El pasado 22 de noviembre, se cumplió el 30 aniversario de la publicación de la Exhortación apostólica Familiaris consortio, del Beato Juan Pablo II, sobre la misión de la familia cristiana en el mundo actual. En ella, el Papa proclama el designio de Dios sobre el matrimonio y la familia, y alienta la solicitud pastoral de la Iglesia para acompañar a la familia en su camino, de modo que pueda acercarse al modelo de familia que ha querido el Creador desde el principio y que Cristo ha renovado con su gracia redentora.
De manera muy sintética y muy densa, el Papa se refiere al matrimonio como «pacto de amor conyugal o elección consciente y libre, con la que el hombre y la mujer aceptan la comunidad íntima de vida y amor querida por Dios mismo» (n. 11). Con estas palabras, se pone de manifiesto que el matrimonio se constituye a través de un pacto, o acto de voluntad, consciente y libre del hombre y de la mujer por el que ambos se entregan y aceptan mutuamente como esposos. La Iglesia nunca ha reconocido influjo generador del vínculo matrimonial al consentimiento de los padres o de cualquier otra persona ajena al propio consentimiento de las partes. Se trata de un acto de voluntad recíproco, de naturaleza pacticia, no continuativa, es decir, que produce su efecto en el momento mismo en que el pacto se realiza, sin que sea necesaria la permanencia en el tiempo de ese acto de voluntad para que el efecto -el vínculo matrimonial- permanezca. El consentimiento, una vez que creó el vínculo matrimonial, resulta irrevocable y carece de eficacia para destruir lo que había generado.
Una realidad única
La Iglesia ha venido expresando tradicionalmente esta realidad con el término contrato, que es equivalente a pacto, consciente de que ningún término es completamente adecuado para expresar esta realidad única mediante la cual viene a la existencia el matrimonio. El matrimonio no es un contrato como los demás, ni toda la realidad matrimonial se agota con ese término, pero ciertamente la palabra contrato aplicada al matrimonio ayuda a expresar el acto constitutivo del matrimonio, que es el libre consentimiento del varón y de la mujer, y que es un acto que se inserta en el campo del Derecho, puesto que crea derechos y obligaciones recíprocas para los que lo celebran, aunque el mismo acto produzca también otros efectos que son muy superiores a los del orden jurídico.
El Papa dice que el objeto del pacto o contrato matrimonial es la íntima comunidad de vida y amor querida por Dios mismo. Para que sea un verdadero contrato matrimonial, el acto de voluntad de los contrayentes debe tener por objeto el matrimonio tal como es, o sea, el matrimonio del principio, tal como ha sido querido por Dios, autor del matrimonio, al que ha dotado con bienes, fines y leyes propias (véase Gaudium et spes, n. 48). Afirmar que el matrimonio es un contrato, porque el acto constitutivo es el consentimiento mutuo de los que lo celebran, no significa que los contrayentes puedan establecer según su propio arbitrio el objeto del contrato, es decir, que puedan modificar a voluntad la naturaleza del matrimonio. Como afirma el Concilio Vaticano II, «del acto humano por el cual los esposos se dan y se reciben mutuamente, nace, aun ante la sociedad, una institución confirmada por la ley divina» (Gaudium et spes, n. 48).
Si el objeto del acto de voluntad de los contrayentes no fuera esa institución confirmada por la ley divina, es decir, el matrimonio, con su naturaleza, fines y propiedades, como la unión entre un hombre y una mujer, que comprometen toda su vida en un amor indisoluble y en una fidelidad incondicional, orientada al bien de los esposos y a la generación y educación de la prole, entonces sería una voluntad totalmente ineficaz para dar vida al matrimonio. Por tanto, se puede afirmar que el matrimonio es una institución de derecho natural que surge de un contrato, o sea, de un acto de voluntad de naturaleza pacticia. La relación entre el pacto de amor conyugal, como acto personal de los contrayentes, y la institución matrimonial, como el conjunto de principios de derecho natural que deben ser aceptados y aplicados a cada matrimonio que viene a la existencia, está bellamente expresada por el Papa: «La institución matrimonial no es una injerencia indebida de la sociedad o de la autoridad, ni la imposición intrínseca de una forma, sino exigencia interior del pacto de amor conyugal, que se confirma públicamente como único y exclusivo, para que sea vivida así la plena fidelidad al designio de Dios Creador. Esta fidelidad, lejos de rebajar la libertad de la persona, la defiende contra el subjetivismo y el relativismo, y la hace partícipe de la Sabiduría creadora» (Familiaris consortio, n. 11).
Siempre remite a Dios
El matrimonio, como íntima comunidad de vida y amor, querida por el mismo Dios, es siempre una realidad sagrada, que remite a Dios, la fuente de todo amor, y a la relación entre Dios y los hombres, que es una relación de alianza, y que se expresa en el Antiguo Testamento precisamente a través de la imagen de la alianza matrimonial. Como dice el Papa en la Exhortación apostólica, «la palabra central de la revelación: Dios ama a su pueblo, es pronunciada a través de las palabras vivas y concretas con que el hombre y la mujer se declaran su amor conyugal. Su vínculo de amor se convierte en imagen y símbolo de la Alianza que une a Dios con su pueblo» (Familiaris consortio, n. 12). En el Nuevo Testamento, Jesucristo sella con su sangre la Nueva y Eterna Alianza entre Dios y los hombres, entregándose a sí mismo en la cruz por la Iglesia, y obteniendo así para el matrimonio, que había sido imagen de la Antigua Alianza, la condición de símbolo real de la Nueva y Eterna Alianza, siempre que los contrayentes estén incorporados mediante el Bautismo a esta Alianza esponsal entre Cristo y la Iglesia.
Por tanto, cuando dos bautizados se unen en matrimonio, es decir, se entregan mutuamente a través del pacto conyugal jurídicamente válido, para constituir la íntima comunidad de vida y amor conyugal querida por el Creador, y lo hacen de manera conforme con su condición de bautizados, su matrimonio queda incorporado al misterio de amor entre Cristo y la Iglesia, del que se convierte en imagen y participación, al mismo tiempo que reciben la gracia sacramental para santificarse en el amor mutuo y ayudarles a cumplir su misión de esposos y de padres. El Papa Juan Pablo II lo pone de relieve con mucha fuerza expresiva: «Mediante el Bautismo, el hombre y la mujer son insertados definitivamente en la Nueva y Eterna Alianza, en la Alianza esponsal de Cristo con la Iglesia. Y debido a esa inserción indestructible, la comunidad íntima de vida y amor conyugal, fundada por el Creador, es elevada y asumida en la caridad esponsal de Cristo, sostenida y enriquecida por su fuerza redentora» (Familiaris consortio, n. 13).
La Iglesia acompaña
Para que los esposos cristianos puedan vivir esta luminosa realidad de la sacramentalidad del matrimonio, que corre el riesgo de no ser suficientemente valorada cuando se van a casar, o de perder a lo largo de las vicisitudes de la vida matrimonial su transparencia de signo de lo que acaeció en la cruz, la Iglesia quiere acompañarlos, llevando a cabo «toda clase de esfuerzos para que la pastoral de la familia adquiera consistencia y se desarrolle, dedicándose a un sector verdaderamente prioritario, con la certeza de que la evangelización, en el futuro, depende en gran parte de la Iglesia doméstica» (Familiaris consortio, n. 65). Y la Exhortación apostólica concluye estableciendo criterios y directrices concretas para la pastoral familiar. De este modo, a los 30 años de su publicación, Familiaris consortio se revela como un documento de viva actualidad, en el contexto de la nueva evangelización, que el Papa Benedicto XVI ha señalado como una de las grandes prioridades de la Iglesia, y que exige un renovado impulso misionero para abrir los caminos de una nueva y generosa apertura al don de la gracia.
Roberto Serres López de Guereñu
No hay comentarios:
Publicar un comentario