Era la mañana de mi cumpleaños, un día de febrero de 1978. Tomé la cartera de documentos y me dirigí a un desayuno de trabajo que tenía y mis hijos estaban sanos. Sin embargo, algo parecía faltarme, algo que no podía definir, una especie de vacío interior.
En el restaurante me reuní con un cliente, hombre alto, de algo más de sesenta años. Era un próspero asesor de marketing, dotado de una sensibilidad especial para comprender a la gente. Su actitud, invariablemente tranquila y apacible, me impresionaba.
Mientras comíamos, hablamos de un proyecto de publicidad y luego zanjado el asunto, hice mención a mí cumpleaños y le confesé mi persistente sensación de vacío.
-¿Quieres llenar ese vacío? –me preguntó.
-Sin duda.
-Comienza cada día con una hora de oración.
-¡No tengo tiempo para eso! -repliqué, asombrada. "
-Eso fue, exactamente, lo que dije yo hace veinte años. Era entonces presidente de una agencia de publicidad de Chicago, e iba de una parte a otra, siempre corriendo. Creía en el poder de la oración diaria, pero no encontraba tiempo para rezar. Experimentaba la sensación de que no podía controlar mi vida. Un amigo me dijo que estaba haciendo las cosasa1 revés.
«Estás simplemente tratando de meter a Dios en tu vida -me dijo. Cinco minutos aquí, diez minutos allá. Y es lo contrario: Debes ordenar tu vida en torno a Dios.Eso sólo se consigue contrayendo un ,compromiso. fíjate, una hora cada día... La idea es reservar un período de tiempo lo bastante largo para que tenga realmente significado... y ofrecer ese tiempo a Dios.
Los ojos de mi cliente chispeaban. «Pensé que mi amigo estaba chiflado», continuó. «Para dedicar sesenta minutos todos los días a Dios tendría que levantarme una hora antes. Perdería el sueño y arruinaría mi salud. «Te aseguro que no he estado enfermo en los últimos veinte años", concluyó con una sonrisa.
iVeinte años!
Abandoné el restaurante muy confusa. ¿Dedicar una hora a la oración? ¡Absurdo! Sin embargo, no lograba apartar de mi mente la idea de mi cliente.
Sin decir palabra a ninguno de mis tres hijos ni a mi marido ,puse el despertador para que sonase a las cinco de la mañana. Vivimos en una región de inviernos muy duros y ¡Dios mío!, ¡qué frías y oscuras son las mañanas de febrero! Sentí imperiosos deseos de acurrucarme de nuevo entre las mantas, pero me obligué a levantarme.
La casa estaba oscura, melancólica. Me dirigí al cuarto de estar, de puntillas, sin hacer caso del perro, y me senté en el sofá. Se me hacía raro hallarme a solas con Dios. Sólo yo. Y Dios... Juntos durante una hora.
Eché una mirada a mi reloj y me aclaré la garganta. «Bueno, Señor, aquí estoy. Y ahora, ¿Qué?
Me gustaría poder decir que Dios me respondió al instante, pero todo era silencio. Cuando vi las primeras luces del alba, traté de rezar, pero sólo pensaba en la discusión que había tenido con uno de mis hijos la víspera. Recordé también a uno de mis clientes, que pasaba por una situación económica difícil; pensé en cosas dispares.
No obstante poco a poco mis pensamientos se fueron sosegando. Mi respiración se hizo más pausada hasta que sentí una gran paz, interior. Comencé a percibir ruidos leves el zumbido del frigorífico, el que hacía el perro con la cola al golpear el suelo el roce de una rama helada contra la ventana. Y entonces sentí la cálida presencia del amor. No sé de qué otra forma se puede describir aquella sensación. El aire, el lugar mismo en que me encontraba parecieron cambiar, como cambia la atmósfera de una casa cuando ha llegado un ser querido.
Llevaba cincuenta minutos sentada en el sofá, pero hasta entonces no comencé a orar realmente. Y descubrí que no estaba rezando con mis habituales plegarias.
Toda mi vida me habían dicho que Díos me ama. Aquella fría mañana de febrero sentí su amor, y la inmensidad de éste fue tan arrolladora –que permanecía allí, dando gracias silenciosamente. Entonces sonó el despertador y el perro lanzó, un discreto ladrido. El día normal había comenzado. Pero durante el resto de aquella jornada me sentí reconfortada por el recuerdo de aquel amor.
A la mañana siguiente, la casa se me antojó más oscura y más fría que el día anterior. Sin embargo, tiritando, me levanté. Un día más, pensé y al día siguiente volví a pensar: Un día más. Día tras día fueron transcurriendo seis años.
Han ocurrido muchas cosas en esos años: problemas con nuestros hijos adolescentes, tormentas conyugales, una importante pérdida económica. En cada una de esas crisis, hallé la paz del espíritu gracias a esa hora dedicada a Dios. En ella encuentro tiempo para ver las cosas desde su justa perspectiva, me reúno con Dios y, a su lado me parece que no hay problema imposible de resolver.
Algunas mañanas no tardo en verme inundada por la maravilla y la gloria de Dios. Más, otras, no siento nada. Entonces recuerdo otra cosa que me dijo mi cliente: ««Habrá veces en que tu pensamiento no conseguirá penetrar en el santuario del Señor, y pasarás la hora en la sala de espera del Todopoderoso. Pero estará allí, y Dios apreciará tu empeño por permanecer cerca de él. Lo que importa es e1 compromiso adquirido
Gracias a ese compromiso, mi vida ha mejorado, iniciar el dia con una hora dedicada a la oración ha llenado el espacio vacío que había en mi vida...
Y lo ha desbordado.
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Publicado por Educación Católica en la Familia y en la Escuela para Escuela y Familia Católica el 11/17/2011 12:53:00 PM
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