Antes y durante la II Guerra Mundial un grupo de intelectuales ingleses se reunían en un grupo al que llamaron "Moot". Discutían posibles salidas a un mundo moderno que parecía abocado a la autodestrucción. Echaban de menos, fundamentalmente, una concepción poderosa de la dignidad humana y una civilización europea capaz de enfrentarse a sus amenazas. Sobre la posibilidad de unas clases populares realmente cristianas, como lo fueron hasta la Reforma Protestante y sus desarrollos sucesivos, no eran optimistas. El premio Nobel T. S. Eliot no veía más posibilidad que una religión mucho más materialista, mucho más encarnada y mucho más supersticiosa.
O sea, Eliot no veía más solución que la Semana Santa andaluza. Materialista, encarnada y hasta un poco supersticiosa es y tiene, sin duda, un predicamento que ya quisieran otros predicadores más espiritualistas. Decidí dedicar el artículo que cada año planeo durante mi propia salida procesional a explicar cómo de materialista (oh las platas de los pasos y los dorados de los mantos), cómo de encarnada (oh esos Cristos de cuerpos esculpidos y esas vírgenes bellísimas) y cómo de supersticiosa (oh la devoción popular por una talla frente a las demás) resultaba.
Pero volvió a tocarme de pavero en la pavera. Malo para la especulación metafísica, con el añadido de que mis sobrinos e hijos van creciendo y se creó entre ellos el reto de llegar hasta el final de la procesión o, como mínimo, de batir el récord de superar el lugar en el que sus madres los recogieron, derrengados, el año pasado, dejándome, um, a mis anchas.
Antes de desesperarme, caí en la teología, que es mano de santo. San Pablo recurre a la imagen de la carrera olímpica para compararla con la vida cristiana. Este maratón o triatlón Ironman de los pequeños, ¿no podía leerse también por lo ascético? En el camino de Santiago, el reto de largas jornadas de senderismo se confunde con el rito religioso de la peregrinación. Igual, la procesión y el empeño de resistir a toda costa, preguntándome cada quince metros cuánto quedaba y cada quince minutos qué hora era.
Los que llegaron lo celebraban como si hubiesen escalado el Everest, aunque les hablé todo el rato del Calvario. En su ilusión y su cansancio creí reconocer un brillo de la idea que Eliot había apuntado. Una religión encarnada en su esfuerzo físico. Además, ¿qué superstición más contemporánea que la deportiva?
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