Con su nombramiento como obispo, monseñor Najeeb Michaeel vuelve a la ciudad que le vio nacer, donde hizo estudios de Ingeniería, trabajó en la industria petrolífera, y donde descubrió su vocación religiosa. Eran tiempos felices. «De niño paseábamos con tranquilidad por la parte histórica de la ciudad. Había edificios muy antiguos, y todas las religiones convivían en armonía», recuerda.
No fue la llegada del Estado Islámico lo que cambió todo eso, sino la invasión de Estados Unidos en 2003 y la caída de Sadam Husein, asegura. El resentimiento contra los invasores, a los que se identificaba con los cristianos, así como las tensiones entre la población de la ciudad, de mayoría suní, con el nuevo Gobierno de Bagdad, chií, crearon un caldo de cultivo para la ideología fundamentalista. «Esta ideología dio sentido a muchos grupos fanáticos, que empezaron a surgir y pretendían limpiar Mosul de no musulmanes. El Daesh no cayó del cielo», enfatiza el obispo.
Entre 2005 y 2008, 15 iglesias sufrieron atentados. El obispo caldeo, cinco sacerdotes y tres laicos fueron asesinados. «Estábamos acostumbrados a mantener la cabeza gacha, a no responder a las provocaciones». Pero las familias fueron tomando la decisión de marcharse. De hecho, aunque el Daesh terminó de erradicar la presencia de cristianos en la ciudad, la mayor parte de los 35.000 que había en Mosul en 2003 se había marchado antes. Cuando llegaron ellos, apenas quedaban 3.000.
Este clima anticristiano facilitó la conquista de la ciudad. «La gente acogió a los miembros del Estado Islámico con mucha alegría. La Policía y los que estaban en los puestos de seguridad se retiraron para dejar que entraran. Pensaban que venían pacíficamente para fundar la gran capital islámica –narra monseñor Mousa– Pero luego no fue así, y también los musulmanes han sufrido con ellos».
María Martínez López
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