Quiero felicitar a Teresa Rodríguez y a José María González por su embarazo. También lo hice, me acuerdo bien, cuando Susana Díaz estuvo en estado de buena esperanza, felizmente cumplida. En cambio, no recuerdo ahora si felicité aquí por su embarazo a Soraya Sáez de Santamaría y a Irene Montero y Pablo Iglesias, pero apostaría que sí, porque no hay alegría comparable a que un nuevo niño le nace al mundo.
Es una alegría que está por encima (¡muy por encima!) de los comentarios políticos, pero que tiene también su lectura política. Un dato inquietante de los líderes de Europa es la cantidad de ellos que no tienen hijos. Siendo el problema demográfico uno de los principales que tenemos encima, da lástima ver lo poco que nuestros políticos se sienten interpelados por la cuestión. Ni siquiera para dar un poco de ejemplo.
No es el caso de Teresa y Kichi. Bien por ellos. Lo ideal sería que, además, el bebé naciese con un plan debajo del brazo. Un plan de racionalización. Que los flamantes padres se diesen cuenta de que a su hijo le conviene crecer en un Estado de Derecho serio y no centrifugado; que comprendan que la deuda pública consiste estrictamente en apuntar todos nuestros gastos en la cuenta del recién nacido, esto es, en vivir de nuestros hijos; que caigan en que la educación hay que mejorarla urgentemente, etc. Un hijo viene a cambiarte la perspectiva global de la existencia.
Quizá no pase, porque hijos han tenido hasta los dictadores marxistas y bolivarianos y, aunque a sus concretos retoños los han dejado bastante abrigaditos, no han transformado su manera de ver el mundo. Puede que Teresa y Kichi sigan siendo Kichi y Teresa, tanto montan, montan tanto, etc. Qué le vamos a hacer.
Incluso aunque su hijo no cambie la ideología y la praxis de la pareja, nosotros aquí nos alegramos a más no poder. No íbamos a darle a la criatura un valor apenas instrumental de motor de un giro político. Lo hubiésemos aplaudido, claro, pero no es imprescindible. El valor infinito del hijo de Teresa y José María González estriba en su vida, en su existencia, en sus posibilidades, en la felicidad que disfrutará y que dará y que le deseamos. La dimensión política y la esperanza ideológica están bien, más que nada como adorno y porque tengo que rellenar toda la columna, pero, en verdad, en el fondo, todo esto se podría resumir con unas sinceras, escuetas y muy felices felicitaciones.
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