Cuando ayer escribí una crítica a Carmen Calvo y a sus agrias exigencias de que siguiésemos hablando de Franco, sabía que hoy le escribiría un elogio. Empecé con la crítica porque era menos importante y porque, si la hubiese publicado después de la reverencia, habría enturbiado mi homenaje, y quiero que ambos -elogio y crítica- se mantengan intactos.
Hay personas que despiertan (es un decir) una sonámbula indiferencia, pero no es el caso de Carmen. Ella es más de tanto y de tan calvo, todo a la vez, en cóctel explosivo. Lo que publiqué ayer lo sigo pensando y su enfado porque hablemos de la tesis de Pedro continúa dando vergüenza ajena. Lo que no quita que, a la vez, podamos aplaudir con las dos manos y sin sombra de duda la batalla que Carmen Calvo está dando contra la gestación subrogada en defensa de la dignidad de la mujer y de los derechos de los niños.
Está siendo muy honesta y muy valiente, porque el signo de los tiempos es lavarse las manos como Pilatos y dejar que un mal entendido y muy extendido concepto de la libertad contractual resuelva todos los conflictos morales que se nos presenten, de la prostitución a la eutanasia. Ese viento y marea no despeina a Carmen Calvo, que se ha erigido en la defensora de una moral kantiana que reza que el ser humano nunca jamás puede ser medio para los fines de nadie, por muy sentimentales y edulcorados que puedan presentarse esos fines. Es una línea infranqueable si queremos una sociedad digna.
Calvo, además, arremete contra la subrogada con un brazo atado a la espalda, porque ella no puede usar el argumento de la cantidad de embriones humanos que se utilizan y se congelan y se tiran finalmente a la basura. Eso la llevaría a defender la vida antes del nacimiento y a plantearse lo del aborto, que ahí no entra, por desgracia. Ella no acepta la subrogada exclusivamente en aras de la defensa de la mujer, que no puede ser un objeto ni comercializarse en una función tan íntima.
Con ello también dignifica el feminismo, que es otra cosa que le aplaudo. Es un feminismo el suyo capaz de enfrentarse al liberalismo rampante y al cientificismo absolutista, es decir, a las amenazas reales de nuestro mundo y de nuestra hora, no sólo a los fantasmas del pasado mediante los rentables retruécanos de una retórica demagógica. Es un feminismo que se yergue y se arriesga. Y ante el que yo, admirado, no puedo más que hacer una reverencia.
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