jueves, 4 de enero de 2018

DE LA "MOVIDA MADRILEÑA" AL SEMINARIO EN POCOS MESES: DOS PROFECÍAS DE SU MADRE TUVIERON LA CULPA

Religión en Libertad

De la «movida madrileña» al Seminario en pocos meses: dos «profecías» de su madre tuvieron la culpa

Vicente Molina Pacheco es un sacerdote de 61 con una amplísima trayectoria a sus espaldas. Además de su vocación religiosa existe otra que ahora va unida a la primera, la artística, pues este religioso nacido en Madrid es un reconocido pintor.

Su vinculación al arte empezó durante la conocida como "Movida madrileña" en los 80, un movimiento cultural que arrastró también a este entonces joven pintor. Pero fue la férrea oración de su madre por la conversión de su hijo la que produjo un cambio radical en su vida. Dos profecías le dijo su madre y ambas se cumplieron. En menos de un año, Vicente estaba en el seminario tras una fuerte conversión. Pero su vida le depararía nuevas sorpresas como el mirar cara a cara a la muerte en varias ocasiones. Cuenta esta experiencia en una entrevista con la Diócesis de Osma-Soria:

- Al con­tem­plar su vida se per­ci­ben dos mar­cas: el arte y la en­fer­me­dad.
- Hay otra mar­ca, la más fuer­te, que es la que yo re­ci­bo de Dios a tra­vés de la ora­ción de mi ma­dre. Ella su­frió mu­cho por mí, tam­bién por mi pa­dre. Cuan­do yo te­nía 27 años, un do­min­go fui a co­mer a su casa, yo ve­nía del Ras­tro ma­dri­le­ño, muy ale­gre (por aquel en­ton­ces yo es­ta­ba en lo que se lla­ma­ba la “mo­vi­da ma­dri­le­ña”, con todo lo que con­lle­va­ba aquel es­ti­lo de vida). Ella ve­nía de Misa. Se me que­dó mi­ran­do con una son­ri­sa y me dijo: “Hijo mío, por fin el Se­ñor me ha mos­tra­do que vas a en­trar en la Igle­sia”. Yo, cla­ro, en ese mo­men­to me reí. A los tres me­ses es­ta­ba pe­re­gri­nan­do a San­tia­go de Com­pos­te­la y, al cabo de un año de una con­ver­sión pro­fun­dí­si­ma, en­tra­ba en el Se­mi­na­rio de vo­ca­cio­nes tar­días de To­le­do, San­ta Leo­ca­dia.

- ¿De ar­tis­ta bohe­mio a se­mi­na­ris­ta?
- Des­de muy jo­ven me de­di­qué a la pin­tu­ra. Iba por li­bre siem­pre, en la for­ma­ción era un desas­tre, me daba todo igual, co­gía lo que me in­tere­sa­ba de cada si­tio. Es­tu­ve dos años con Ve­nan­cio Blan­co, el es­cul­tor, lue­go en­tré en el Círcu­lo de Be­llas Ar­tes. Era una vida que me lle­vó al lí­mi­te, lle­gué in­clu­so al lí­mi­te del sui­ci­dio. En el pro­ce­so de con­ver­sión dejé de pin­tar y ex­pe­ri­men­té lo que es el su­fri­mien­to ho­lís­ti­co, vi­tal. Que­ría aca­bar con todo, todo se rompió y per­dió el sen­ti­do. Pero es­tan­do en esta si­tua­ción que me im­pe­día se­guir ade­lan­te, des­cu­bro una luz, una es­pe­cie de cuer­da de luz muy fi­ni­ta en me­dio de la os­cu­ri­dad. Me aga­rré a esa cuer­da y em­pe­cé a re­zar. Más tarde, ya en el Se­mi­na­rio, leí en Kier­ke­gaard pre­ci­sa­men­te eso, que en el lí­mi­te del sui­ci­dio se en­cuen­tra una puer­ta ha­cia lo tras­cen­den­te. Hubo un cam­bio to­tal en mi vida.

Vicente con su madre, que le dijo que se convertiría y que sería sacerdote

- ¿Rom­pió con su vida an­te­rior?
-Rom­pí cua­dros, mu­ra­les… in­clu­so obras que ha­bían sido pre­mia­das na­cio­nal­men­te. Te­nían tan­ta fuer­za so­bre mí que no me de­ja­ban avan­zar. El Se­ñor no me hizo an­dar en Él, ni si­quie­ra co­rrer, me hizo vo­lar. Me metí en una aso­cia­ción que cui­da­ba en­fer­mos por las ca­sas, una en­tre­ga que me fue ha­cien­do ver al se­me­jan­te, sus li­mi­ta­cio­nes, y en su mo­men­to el Se­ñor me in­di­có que mi ca­mino iba por otro lado y me fue di­ri­gien­do ha­cia el sa­cer­do­cio or­de­na­do. Em­pe­cé a ir a Misa dia­ria­men­te y a lle­var una in­ten­sa vida de ora­ción, en­tré en un gru­po de la Le­gión de Ma­ría (apa­re­cí allí con el pelo lar­go y pan­ta­lo­nes cor­tos pero me sen­tí bien des­de el pri­mer mo­men­to). Mi ma­dre, que siem­pre se ade­lan­ta­ba, otro do­min­go me dijo: “Hoy el Se­ñor me ha mos­tra­do en la Misa que vas a ser sa­cer­do­te”. “¡Ven­ga ya!”, dije yo. A los tres me­ses, ocul­ta­men­te, el 13 de mayo, me es­ta­ba di­ri­gien­do al Se­mi­na­rio de To­le­do en un tren cer­ca­nías del que es­tu­ve a pun­to de ba­jar­me en cada pa­ra­da. Fue una lu­cha tre­men­da pero lle­gué. Más tar­de vine a ha­cer la Teo­lo­gía a El Bur­go de Osma.

- ¿Cuán­do vol­vió a co­ger los pin­ce­les?
- En el Se­mi­na­rio, cuan­do lle­gó el tiem­po de las co­me­dias, me pi­die­ron ha­cer los de­co­ra­dos. Yo dije que ni ha­blar, pero cla­ro, las co­me­dias iban a te­ner mu­cho me­nos bri­llo. Al fi­nal acep­té y ya to­dos los años me tocó ha­cer­los. Fue el co­mien­zo; a par­tir de ahí me fui ani­man­do.

- La se­gun­da mar­ca, la en­fer­me­dad…
- He es­ta­do desahu­cia­do por los mé­di­cos en tres oca­sio­nes pero aquí es­toy. Des­pués del se­gun­do tras­plan­te de mé­du­la, al año sa­lió otra vez la en­fer­me­dad; me die­ron una me­di­ci­na nue­va que, por cau­sa de un es­ta­do de in­to­xi­cación pre­via, me que­mó el sis­te­ma ner­vio­so. Es­tu­ve sie­te me­ses con mor­fi­na, era como te­ner una ho­gue­ra en los pies. En­ton­ces en­ten­dí lo que sig­ni­fi­ca es­tar en el pur­ga­to­rio, no en el in­fierno, sino en el pur­ga­to­rio. La pri­me­ra vez que me di­je­ron que te­nía algo muy gra­ve, tuve una lu­cha in­ter­na te­rri­ble. Cuan­do ya acep­té, di el sal­to de fe in­terno, le dije al Pa­dre: “Tú quie­res esto, lo abra­zo con to­das mis fuer­zas. Ayú­da­me”. Abra­cé lo que Él me man­da­ba y em­pe­cé a sen­tir una pro­fun­da paz que me trans­mi­tía un es­ta­do de ple­ni­tud y ale­gría. Com­pren­dí las pa­la­bras de Je­sús en el Huer­to de los Oli­vos: “Que no se haga mi vo­lun­tad sino la tuya”. Y baja el án­gel con la copa de la conso­la­ción. Hay que sa­ber abra­zar lo que Dios te va po­nien­do. Je­sús no ha­bría po­di­do lle­var la cruz si no fue­ra por­que, al abra­zar­la, es­ta­ba abra­zan­do al Pa­dre.

- Ese abra­zo lo vive día a día con la gen­te de los pue­blos que ha lle­va­do y tam­bién lo com­par­te con los más dé­bi­les y pe­que­ños.
-Sí, acom­pa­ñan­do a los más dé­bi­les, en­fer­mos o dis­mi­nui­dos, que mu­chas ve­ces tie­nen una sen­si­bi­li­dad ex­tre­ma, en­con­tra­mos esa paz y ese des­can­so que son como una an­te­sa­la del cie­lo.

Vicente, con la reina Sofía

- Dice An­to­nio Otei­za que “la pin­tu­ra re­li­gio­sa es la que se hace sa­gra­da, la que cre­ce des­de la mi­ra­da de la Nada”.
- Lo que in­ten­ta cap­tar esta pin­tu­ra es lo que se trans­mi­te a ni­vel de pen­sa­mien­to, de es­ta­do de áni­mo. Es una be­lle­za de otro or­den, que va des­cu­brien­do algo de ti, con imá­ge­nes y for­mas, con lo mí­ni­mo. Es­tan­do en Sa­la­man­ca vi el car­tón y le dejé pro­ta­go­nis­mo. Sólo uti­li­za­ba para dar­le un poco de sen­ti­do, car­bon­ci­llo y pin­tu­ra blan­ca, era esa ne­ce­si­dad de blan­co, de pu­re­za. En la en­fer­me­dad tam­bién tuve una pin­tu­ra ne­gra, fuer­te, os­cu­ra, sin luz. Des­pués una épo­ca rosa, siem­pre to­can­do un per­so­na­je, el mon­je, pre­tex­to para trans­mi­tir mis vi­ven­cias, esa bús­que­da de Dios. Este año pa­sa­do han sido bro­cha­zos gran­des, eté­reos, una gama de gri­ses, blan­co y ne­gro. Una pin­tu­ra muy rá­pi­da, muy suel­ta, con mu­cha vida, fres­ca, en mo­vi­mien­to, que trans­mi­te emo­ción, no algo muy per­fi­la­do, muy ma­cha­ca­do, eso per­ma­ne­ce muer­to.

- Este año ha sido se­lec­cio­na­do en el 52º Pre­mio Reina So­fía de Pin­tu­ra y Es­cul­tu­ra, mu­chas fe­li­ci­da­des.
- Sí, lle­vé la obra “Es­ta­do in­te­rior”, un jue­go de lu­ces y som­bras que de­ter­mi­nan un es­ta­do del alma. Du­ran­te la vi­si­ta que hizo Doña So­fía le pude re­ga­lar mi li­bro “Luz en la Pa­sión”; lo re­ci­bió con mu­cho ca­ri­ño. Y en 1980 me die­ron la 3ª Me­da­lla en el 48 Sa­lón de Oto­ño de Ma­drid.

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