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SÓLO ALGUIEN TOCADO POR CRISTO PUEDE PERDONAR CON ESA CERTEZA
Violencia, mutilaciones y muerte… no lograron arrebatar las almas de dos jóvenes nativos en Papúa Nueva Guinea. Fue estremecedor e inesperado y Tomás Ravaioli, el misionero testigo de los acontecimientos, fue el primer sorprendido. Tomás es un joven sacerdote del IVE que llegó desde su natal Argentina a misionar en Vánimo (Papúa Nueva Guinea). Junto al padre Agustín Avilia, también argentino e igual de joven que Tomás, entregan su vida a Dios sirviendo a cinco tribus distintas dispersas en 47 km de extensión… los Waromo, Yako, Fichin, Musu y los Wutung.
(Portaluz/InfoCatólica) «Cada una de esas tribus –señala en su blog- tiene una capilla donde semanalmente se celebra la santa misa, se escuchan confesiones, se hace adoración al Santísimo y se llevan a cabo diversas actividades».
Evangelizar es un desafío de largo aliento en este lugar de arraigadas creencias animistas que varían entre los distintos grupos tribales y donde la violencia tiene validez cultural para resolver los conflictos. Pero desde la escuelita en que reciben a las niñas y niños del sector, Tomás y Agustín van logrando impregnar la fe en las familias.
Fue a fines del 2013 que Tomás viviría dos experiencias que le mostrarían los frutos de la siembra que desde 1954 otros misioneros como ellos comenzaron en este lugar…
Al iniciar su relato publicado en un blog que presenta la misión, narra que fue testigo de ambos testimonios en el hospital de Vanimo. «Por un lado, muestran la realidad en la cual vivimos día a día –puntualiza- y, por otro lado, muestran que las enseñanzas del evangelio siempre llegan a las almas, aún cuando a veces nos pareciera lo contrario».
Aunque sea en el último instante ¡puedes salvarte!
Silas tenía tan sólo 29 años y era de Wutung, una de las villas que el sacerdote atiende. «No iba nunca a misa –apunta Tomás-, quién sabe hace cuánto no se confesaba, vivía en concubinato y su vida no era precisamente para incluirla en la Leyenda dorada».
Como es habitual cuando ocurren conflictos entre los nativos, Silas tocó la peor parte. «Sencillamente recibió un golpe en la nuca, y el golpe fue fatal: cayó al piso totalmente inconsciente. Lo llevaron al hospital, donde estuvo unos días, hasta que por fin recibió todos los sacramentos y murió en paz con Dios», afirma el padre Tomás.
Pero los caminos de Dios son insondables y mientras Silas estaba en el hospital, ocurrió que su agresor enfermó y también hubo de ser internado… «y no solamente fue internado en ese mismo pabellón, sino que fue internado en la cama de al lado».
El miércoles 15 de enero poco antes de comenzar la misa, se acercó la hermana de Silas a Tomás para contarle… «que cuando trajeron al agresor y lo pusieron en la cama de al lado, Silas sencillamente se volteó con gran esfuerzo, y lo miró, sin decirle nada. Después volvió a voltearse, y le dijo a su madre: «Ese es el hombre que me pegó. Yo ya lo perdoné, como Cristo nos enseñó, y no quiero que ustedes le hagan nada. Perdónenlo ustedes también. Ya está. Es más, quiero que de la comida que me trajiste, separes la mitad y se la des a él».
Así murió este hombre que en apariencia vivía ajeno a las verdades de fe, pero dando un testimonio vibrante en sus últimas horas. «En la homilía de su funeral hablé sobre eso: Silas -que no vivía para nada bien, porque tampoco es cuestión de hablar siempre bien de los muertos durante los funerales- robó el cielo como el buen ladrón: a último momento. Y no sólo recibiendo los sacramentos, sino sobre todo perdonando a quien lo había asesinado».
Aunque fue mutilado no renegó de su fe
No es esa la única experiencia que va moldeando la vida de las comunidades que padre Tomás atiende. El Año Nuevo, dice el misionero, hubo una gran discusión y pelea en Waromo…
«Durante la discusión, un hombre enojado sacó su machete y golpeó a un joven. Este joven me contó en el hospital que, en un momento durante la discusión, se dio vuelta y se encontró con que el machete estaba bajando a gran velocidad y apuntaba a su cabeza. Tuvo buenos reflejos, así que trató de parar el golpe con su brazo. Chau brazo. Lo cortó como quien corta una hoja de un árbol. Después de confesarlo y darle la comunión, comencé a hablarle de la necesidad de perdonar y de rezar por los enemigos, pero no fue necesario, porque me interrumpió y me dijo: «Padre, no se preocupe. Ya lo perdoné. Y lo mismo le dije a mi familia, les prohibí que se vengaran. Cuando salga del hospital y vuelva a la villa, haré como si nada hubiera pasado».
La emoción estremeció al misionero. ¿Quién sino sólo alguien tocado por Cristo puede perdonar con esa certeza a quien le ha infligido un daño que determina mucho de su vida futura?
«Ninguno de estos dos jóvenes –dice el padre Tomás- eran de misa dominical ni mucho menos de confesión frecuente. Pero evidentemente alguna vez habrán escuchado algún sermón sobre el amor a los enemigos, y ese sermón no cayó en la nada. Estas historias nos invitan a todos a seguir este ejemplo. Y a los sacerdotes, a no desanimarnos en nuestras predicaciones».
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