lunes, 1 de octubre de 2018

EL CATÓLICO QUE GOBERNÓ HOLANDA





El 9 de septiembre de 1918 un católico se convertía por primera vez en primer ministro de los entonces calvinistas Países Bajos. Respondía al nombre de Charles Ruijs de Beerenbrouck. Era un abogado de 45 años cuya carrera política había tenido un perfil principalmente local, si bien ya tenía cierta experiencia parlamentaria. El nuevo sistema electoral, aplicado por primera vez en los comicios de julio de aquel año favoreció al Partido Católico, que pasó a ser la formación mayoritaria en la Cámara Baja. Las arduas negociaciones desembocaron en una coalición gubernamental encabezada por Beerenbrouck.
Los Países Bajos, pese a mantenerse neutrales durante la I Guerra Mundial, no se libraron de sus consecuencias. En primer lugar, el Gobierno de Beerenbrouck resolvió el entuerto de la presencia en territorio holandés del káiser Guillermo II, al que reclamaban los aliados para juzgarle, permitiéndole la estancia pero limitando sus movimientos. Asimismo, tuvo que enfrentar una ola de refugiados procedente de Bélgica. Por último, a Beerenbrouck no le tembló el pulso cuando se trató de ordenar al Ejército tomar los puntos estratégicos del país para frenar de raíz el movimiento revolucionario impulsado por la izquierda.
El temple demostrado por el mandatario –que permaneció en el poder hasta 1933– fue el primer paso para iniciar el destierro de prejuicios arraigados cuyos orígenes anidan en la segregación del sur de los Países Bajos y la creación de Bélgica. La élite calvinista que gobernaba el norte se vengó prohibiendo la jerarquía católica así como la celebración de profesiones en todo el país, salvo en las provincias de Brabante del Norte y Limburgo, las más pobladas por fieles de Roma.
La discriminación empezó a atenuarse a finales del siglo XIX, cuando los católicos crearon sus instituciones imitando a unos calvinistas que se habían escindido en dos iglesias. El nombramiento de Beerenbrouck fue la consecuencia tangible de esa maniobra para recuperar presencia e influencia en la vida pública. Quedaba, sin embargo, mucho por hacer: en 1925, el calvinista Gerrit Kersen logró sacar adelante una enmienda parlamentaria que preconizaba el cierre de la embajada holandesa ante la Santa Sede; y en esa época, los niños católicos y calvinistas seguían sin jugar juntos. La «normalización por arriba» protagonizada por Beerenbrouck tardó aún unos años en completarse: solo por eso, su Gobierno mereció la pena.
José María Ballester Esquivias

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