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¡Dios mío, qué solos estamos los güelfos!
Ayer di mi primera clase de nuestrasegunda edición. Tocó El viajero bajo la luz de la luna, de Antal Szerb. Mis alumnos son brillantes (por ejemplo, ¿qué me dicen de comparar el fatalismo vital y el abandono y el encanto del protagonista con el toreo de José Tomás?), pero en general tenían grandes reparos a considerar que la novela acaba bien, que es salvífica.
Erzsy vuelve con su marido después de haber comprobado que la liberación y la aventura la convertían en un objeto de compraventa y Mihály, por su parte, se sacude las obsesiones con Eros y Thánatos, digo con Eva y Tamás, gracias a un bautizo y a una fiesta. Si ambos vuelven a Budapest no es porque acepten un triste convencionalismo, sino porque la vida, según Szerb, sólo florece en las raíces. Recuérdese su resistencia a abandonar su ciudad incluso frente al peligro mortal de los nazis. A la propuesta de ir a enseñar literatura a una prestigiosa universidad de Estados Unidos replicó: “¿Y qué les voy a enseñar yo a unos que no han leído a Vörösmarty?”.
Casi todos mis lectores echaban de menos un final más romántico, siendo el romanticismo, en última instancia, lo que tanto Erzsy como Mihály se sacuden felizmente de encima.
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