martes, 16 de abril de 2019

UNA DE COQUINAS; POR ENRIQUE GARCÍA-MÁIQUEZ



Tengo que andarme con mucho tiento con este artículo. A la gente, todo lo que no sea ponerlas explícitamente por las nubes les nubla el día, aunque uno lo haga con humor amable y sin dar demasiado datos. Ellos se reconocen. Una vez escribí un artículo riéndome de mí y del ridículo que hice a cuenta de una invitación equivocada a un ciclo cultural, al que aplaudía de paso; pero la responsable o así de aquello, se lo tomó fatal y todavía me vuelve la cara cuando se cruza conmigo. En ese caso, puedo resignarme bastante bien, pero ahora sería una lástima que en el restaurante gallego del que voy a hablar me pusieran morritos, con lo que me gusta a mí ese restaurante.

El caso es que allí que me fui y pedí para empezar una copa de fino, que marida muy bien con el pulpo. Pero no fui, vi y vencí, porque la camarera, con severidad norteña, me recordó que me hallaba, por si no había caído, en un restaurante gallego. ¡Sólo servían vinos de la tierra! Azorado, improvisé una excusa acerca de una mínima concesión al entorno. Ni hablar, zanjó la señora. Y yo pedí un alvariño, sin darle más vueltas.

Lo curioso fue que, cuando nos recitó la carta con un bello acento cantarín, un lugar estrella estaba reservado para… las coquinas de Huelva. Di un respingo. O todos moros o todos cristianos o, si este refrán ya no puede mentarse, o todos gallegos o la globalización salvaje. Hice una tímida protesta, pero no le hizo gracia, porque, como decía supra, aquí lo que no sea elogio superlativo parece ofensa imperdonable. Me limité, pues, a la resistencia pasiva de no pedir esas coquinas de Huelva en solidaridad con los caldos el Marco de Jerez. Aunque vuelvo a decir que, siendo un restaurante gallego-onubense tan extraordinario, seguro que estaban estupendas. Pedí más albariño, para ahogar mis ironías.

A mí lo que me hace gracia es la anécdota. Para la conclusión, la categoría y la moraleja que demanda el libro de estilo del columnista comprometido, ya no sé qué preferirán ustedes. ¿Una severa reflexión sobre las microdiscriminaciones cotidianas? ¿O una diatriba contra los localismos exacerbados que acabe en un alegato contra la España autonómica capaz de dejarme sin una(s) copa(s) de fino en el mismísimo Puerto de Santa María? Claro que todo se moderó bastante gracias a los buenos oficios del alvariño, que también tiene derecho, y al pulpo. ¿He dicho ya que el restaurante es excelente?

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