Hablar bien y siempre con la verdad y comportarse de acuerdo con lo que se piensa.
Por: P. Antonio Rivero L.C. | Fuente: Catholic.net
Dice la Biblia en el libro del Eclesiástico 20,26: La mentira es una tacha infame en el hombre.
Este mandamiento sigue vigente, aunque hoy se diga: “Hoy día ya no es posible vivir sin mentira, ya no es posible hacer política y llevar negocios sin mentir”
Si tomáramos en serio el octavo mandamiento, casi no habría manera de charlar en los cafés, en reuniones de amigos; los diarios saldrían con las páginas en blanco, ¿no crees?
Este mandamiento salvaguarda nuestro honor y nuestra fama.
La Sagrada Escritura está llena de advertencias sobre este mandamiento. Se llega incluso a identificar a Dios con la verdad y al demonio con la mentira. Cristo vino a dar testimonio de la verdad. Es más, Él se autodefinió como el Camino, la Verdad y la Vida. Lo puedes consultar en el evangelio de san Juan, capítulo 14, versículo 6.
Suele decirse que el pecado es como un puñal que puede tener muy distintos tipos de hoja, pero en el que el mango casi siempre es el mismo: la mentira. Y es cierto: mentimos cuando decimos que amamos a Dios y sólo nos amamos a nosotros mismos. Mentimos cuando nos engañamos a nosotros para encontrar razones para olvidarnos de la misa dominical. Mentimos cuando justificamos nuestros pequeños o grandes robos.
Sabemos que la palabra es la expresión oral de la idea. De ahí que, por ley natural, aquello que yo expreso es algo que debe coincidir con lo que pienso. Si mi palabra no refleja la idea, estoy violentando el orden natural de las cosas, voy contra la ley de Dios. Por eso se dice que la mentira es intrínsecamente mala, es decir, no es mala porque alguien la prohíba, sino que es mala en sí misma. Y algo de suyo malo no puede producir nada bueno, aunque sean muy buenas las intenciones de quien actúa.
Al mentiroso hoy se le quiere llamar como aquel que “tiene chispa”, tiene “aptitud para la vida” o tiene “sentido comercial” o “viveza”. Pero en realidad eso no cambia la realidad: el mentiroso se daña a sí mismo, daña a los demás, daña a la sociedad y, sobre todo, desfigura la imagen de Dios en su alma.
Cuida tu lengua, amigo. Es la parte más valiosa que tienes, pero también la más peligrosa. Con ella puedes alabar a Dios, consolar al triste, aconsejar a un amigo…pero también puedes herirte, herir el honor y la fama del prójimo.
Decía san Bernardo que la lengua es una lanza, la más aguda; con un solo golpe atraviesa a tres personas: a la que habla, a la que escucha y a la tercera de quien se habla. ¡Cuánto destrozo puedes causar con tu lengua, si la usas para el mal! Te dice Dios, a través del libro del Eclesiástico: “Muchos han perecido al filo de la espada; pero no tantos como por culpa de la lengua” (28, 22). Esto significa, creo, que será mayor el número de los que se condenen por causa de la lengua que el de aquellos que mueran en la guerra.
¿Por qué es tan grave esto? Porque se está pisoteando también la caridad.
Un proverbio alemán dice: “El burro se delata por sus orejas; el tonto, por sus palabras”. El corazón humano es una cámara de tesoros, que tiene por puerta el habla; hay quien saca bondad, amor, verdad, sabiduría; el otro saca insensatez, maldad, veneno, mentira.
Tienes que agradecer a Dios que te haya dado este octavo mandamiento.
Vale para todos este mandamiento, pero están especialmente obligados a vivirlo a fondo quienes están al servicio de los medios de comunicación social, o trabajan en el campo político, o son oradores o gobernantes o candidatos que se postulan para ser presidentes de una nación. ¡No hay que mentir!
¡Cuántas veces escuchamos discursos de presidentes que después han sido puras mentiras, o verdades a medias! ¡Cuántos nos manipulan desde la radio y la televisión!
“¡No mentirás!” –nos dice Dios.
Si somos de Cristo, y Cristo es la Verdad… andemos en la verdad.
Te propongo los siguientes puntos:
I. La veracidad y verdad. Diversas clases de verdad.
II. Exigencias y obstáculos para la verdad.
III. La malicia de la mentira y los atropellos contra este mandamiento.
IV. ¿Se puede ocultar la verdad? Secretos, restricción mental y mentirillas.
I. HABLEMOS DE LA VERACIDAD Y DE LA VERDAD
Para cumplir este mandamiento de Dios es necesario desarrollar en nosotros la virtud de la veracidad, la cual nos inclina a hablar bien siempre con la verdad y a comportarnos de acuerdo con lo que pensamos.
La veracidad es una forma de justicia, pues los demás se merecen la verdad y no el engaño.
Hablar de la verdad hoy, resulta no sé si difícil, pero al menos atrevido y, en cierto sentido, sarcástico.
Vivimos en un mundo donde nos venden la mentira en platillos de oro; asistimos a pactos incumplidos entre las naciones, donde sólo pusieron su firma, pero después se hizo lo contrario. Hay manipulación en las noticias en algunos medios de comunicación; desde las pantallas de televisión no siempre nos presentan la verdad del amor, de la familia, de la sexualidad; desde algunas cátedras universitarias se cercena la verdad del mundo, de las cosas, de la existencia; se niega a veces la existencia de un Principio y una Causa Primera que dé razón última a las cosas. Yo he conocido a jóvenes que entraron creyentes a la universidad y salieron agnósticos y resentidos contra la religión, por causa de algunos profesores que sembraron en sus mentes la duda y el rechazo de Dios.
En fin, que la verdad no tiene hoy carta de ciudadanía en todas partes del planeta, no la han dejado entrar y salir libremente, la tienen maniatada, vendada, amordazada. ¿Por qué? No se quiere encontrar hoy con la verdad, pues “la verdad, aunque no peca, incomoda”.
Parece que hoy algunos no consideran la verdad como un valor. Por lo menos en la práctica. Te doy estos ejemplos.
Se prefiere tener éxito en los negocios, aunque sea a costa de la verdad. No creo que sea tu caso.
Se tiende fácilmente a dar opiniones distorsionadas o a manipular los datos según distintos intereses. ¿No te has tentado alguna vez con esto?
Algunos partidos políticos anuncian a veces programas electorales que después no se cumplen y ni siquiera se quieren cumplir. Pon atención cuando alguien se postula para presidente de una nación: ¿Qué dice? ¿Cómo lo dice? ¿Cumple lo que prometió? ¿Cómo ha sido su trayectoria política, moral y familiar?
Se venden productos anunciándolos como lo mejor, presentándolos como panaceas capaces de conseguir por sí solos la felicidad de su comprador. ¡Cuidado!
La deformación de la realidad o la verdad a medias tienen carta de ciudadanía en nuestra sociedad.
Por otro lado, el hombre, hoy más que nunca, busca la verdad; busca el sentido de las cosas, sus leyes, y aplicarlas; busca conocer al hombre en profundidad, su psicología, su funcionamiento biológico. Parece como si un fuerte instinto le moviera a buscar la verdad en todo.
El hombre vive inmerso en un mundo donde importa más tener o aparentar que ser, donde cuenta más la imagen que el fondo y donde no es difícil encontrar gente que renuncia a sus convicciones por quedar bien o por conseguir un buen puesto.
Por todo esto vivimos en un clima de desconfianza general, pues se hace bastante difícil distinguir entre quién te engaña y quién no.
De este clima de desconfianza nace el deseo sincero de encontrar a alguien que haga de su vida, de sus pensamientos y de sus obras una auténtica unidad donde no haya “poses” ni apariencias ni cuidado excesivo de su imagen. En este sentido se puede decir que el gran éxito del Papa Juan Pablo II ante la opinión pública mundial se debió a esta autenticidad de vida, que se reflejó en la absoluta coherencia que existía entre sus discursos, su palabra, su obra y su vida.
La veracidad es una virtud muy necesaria para el mundo de hoy, pero además es la virtud de la estabilidad psicológica. El hombre es el único ser en la tierra capaz de conocer la verdad y de transmitirla y, al mismo tiempo, es el único capaz de mentir. Esto se debe a su inteligencia y a su capacidad para comunicar pensamientos y afectos.
Tú, si quieres, puedes aparentar, vivir de forma diversa a lo que profesas externamente; puedes engañar, puedes llegar incluso a la esquizofrenia, que consiste en tener dos personalidades en el mismo sujeto, y ya no distingues lo que es real y lo que es apariencia.
El hombre es una unidad perfecta. Todo lo que es mentira, falsedad, fingimiento, inautenticidad, rompe esta unidad. La ruptura se da entre el ser y el actuar, entre el pensar y el decir, entre el decidir y el cumplir. Y las consecuencias son: infelicidad, insatisfacción, ruptura de la armonía de la personalidad.
Jesucristo se denomina a sí mismo “La Verdad” (Juan 14,16). No dice que es la pureza o la bondad, ni la fe, ni la esperanza. Y su misión se resume en dar testimonio de la verdad (Juan 17, 37). Su vida es idénticamente igual a su mensaje. Por eso, podemos decir, ser fiel a Cristo es ser fiel a la verdad, respetarla, propagarla, defenderla, asimilarla.
Y el Espíritu Santo es el Espíritu de la verdad, y el que nos descubre la verdad del hombre y de Dios, la verdad de ti mismo. Es el que te enseña a apreciar en su justo valor las realidades de este mundo, su fugacidad, el valor de la vida ante la eternidad. El Espíritu Santo guía hacia la verdad, a quien lo escucha y pone en práctica sus inspiraciones.
En medio de las mayores dificultades, el Espíritu Santo da fuerza para profesar y testimoniar la verdad, como lo hicieron los mártires de la fe. Te invito a repasar las actas de los mártires de los primeros siglos, para que te des cuente de lo que te he dicho.
Te cuento un poco el martirio de Perpetua y Felicidad, el 7 de marzo del año 203. Es uno de los relatos más estremecedores de la historia y uno de los testimonios más admirables y más puros que nos haya legado la antigüedad cristiana.
La joven Perpetua sobresale por sus altas prendas, por su patética actuación frente a su padre pagano, por su empuje y por su grandeza moral. Hoy lo llamaríamos: coherencia de vida.
Fue arrestada cuando aún era catecúmena, es decir, se estaba preparando para ser cristiana bautizada. Estaba casada y tenía un hijo de pocos meses de vida. Cuenta ella misma, pues lo dejó escrito de su mano y según sus impresiones:
“Cuando nos hallábamos todavía con los guardias, mi padre, impulsado por su cariño, deseaba ardientemente alejarme de la fe con sus discursos y persistía en su empeño de conmoverme.
Yo le dije:
- Padre, ¿ves, por ejemplo, ese cántaro que está en el suelo, esa taza u otra cosa?
- Lo veo –me respondió.
- ¿Acaso se les puede dar un nombre diverso del que tienen?
- ¡No! –me respondió.
- Yo tampoco puedo llamarme con nombre distinto de lo que soy: ¡CRISTIANA!
Entonces mi padre, exasperado, se arrojó sobre mí para sacarme los ojos, pero sólo me maltrató. Después, vencido, se retiró con sus argumentos diabólicos.
Durante unos pocos días no vi más a mi padre…Precisamente en el intervalo de esos días fuimos bautizados y el Espíritu me inspiró, estando dentro del agua, que no pidiera otra cosa que el poder resistir el amor paternal.
A los pocos días fuimos encarcelados. Yo experimenté pavor, porque jamás me había hallado en tinieblas tan horrorosas. ¡Qué día terrible! El calor era insoportable por el amontonamiento de tanta gente; los soldados nos trataban brutalmente; y, sobre todo, yo estaba agobiada por la preocupación por mi hijo…
Tercio y Pomponio, benditos diáconos que nos asistían, consiguieron con dinero que se nos permitiera recrearnos por unas horas en un lugar más confortable de la cárcel. Saliendo entonces del calabozo, cada uno podía hacer lo que quería. Yo amamantaba a mi hijo, casi muerto de hambre. Preocupada por su suerte, hablaba a mi madre, confortaba a mi hermano y les recomendaba a mi hijo…Finalmente logré que el niño se quedara conmigo en la cárcel. Al punto me sentí con nuevas fuerzas y aliviada de la pena y preocupación por el niño. Desde aquel momento, la cárcel me pareció un palacio y prefería estar en ella a cualquier otro lugar.
Vayamos al momento del martirio.
Finalmente brilló el día de su victoria. Caminaron de la cárcel al anfiteatro, como si fueran al cielo, radiantes de alegría y hermosos de rostro; emocionados, sí, pero no de miedo, sino de gozo. Perpetua marchaba última con rostro iluminado y paso tranquilo, como una gran dama de Cristo y una preferida de Dios. El esplendor de su mirada obligaba a todos a bajar los ojos. También iba Felicidad, gozosa de que su afortunado parto le permitiera luchar con las fieras, pasando de la sangre a la sangre, de la partera al gladiador, para purificarse después del parto con el segundo bautismo.
Cuando llegaron a la puerta del anfiteatro, quisieron obligarles a disfrazarse: los hombres, de sacerdotes de Saturno; las mujeres, de sacerdotisas de Ceres. Pero la generosa Perpetua resistió con invencible tenacidad. Y alegaba esta razón: “Hemos venido hasta aquí voluntariamente, para defender nuestra libertad. Sacrificamos nuestra vida, para no tener que hacer cosa semejante. Tal era nuestro pacto con ustedes”. La injusticia debió ceder ante la justicia. El tribuno autorizó que entraran tal como venían…
Para las jóvenes mujeres el diablo había reservado una vaca bravísima. La elección era insólita, como para hacer, con la bestia, mayor injuria a su sexo femenino. Fueron presentadas en el anfiteatro, desnudas y envueltas en redes. El pueblo sintió horror al contemplar a una, tan joven y delicada, y a la otra, madre primeriza con los pechos destilando leche. Fueron, pues, retiradas y revestidas con túnicas sin cinturón.
La primera en ser lanzada al aire fue Perpetua y cayó de espaldas. Apenas se incorporó, recogió la túnica desgarrada y se cubrió el muslo, más preocupada del pudor que del dolor. Una vez compuesta, se levantó y, al ver a Felicidad golpeada y tendida en el suelo, se le acercó, le dio la mano y la levantó…”.
Y así, hasta que murieron. ¡Esto es coherencia de vida, entre lo que se es y lo que se profesa! Así eran tus hermanos cristianos de los primeros siglos: vivían la verdad de su fe, hasta derramar su sangre.
Visto todo esto, te hago un breve resumen de lo que es la verdad y los tipos de verdad.
Hace veinte siglos un procurador romano, llamado Poncio Pilatos, hizo esta pregunta a un judío llamado Jesús de Nazaret: “Y...¿qué es la verdad?”. Y esa pregunta quedó sin ser respondida. ¿Por qué? Jesús no quiso contestarla. ¿Por qué?
El término verdad se le suele colocar al lado de otros términos sinónimos: autenticidad, coherencia, honestidad, sinceridad, integridad, transparencia, hombre o mujer de una sola pieza.
Y contrapuesto a verdad, tenemos: mentira, hipocresía, fariseísmo, doblez, engaño, duplicidad de vida, fachada, ocultamiento, ambivalencia, inescrupulosidad, incoherencia.
Te defino la verdad en sus tipos; me perdonarás que emplee un poco de filosofía, que hace tiempo estudié.
1. Verdad del ser: ser aquello que uno es, que uno debe ser. Hay verdad del ser cuando tú te comportas como persona inteligente, libre y responsable. Vives en la verdad de tu ser cuando sabes y te comportas con lo que te exige tu origen, tu fin como persona humana, cuando tienes trascendencia y sentido. Cuando vives la verdad de tu ser, vives realizado, feliz, digno y te elevas sobre todo el universo material y animal. Lo contrario a la verdad del ser es la inautenticidad.
2. Verdad del pensar: tu mente está hecha para percibir el ser de las cosas. Cuando tu mente coincide que la verdad de las cosas, vives en la verdad del pensar. Tu mente tiene que respetar la verdad de las cosas: la verdad del trabajo, del dinero, de la sexualidad, del matrimonio, del estudio, de la carrera... ¡Cuánta formación necesitas para descubrir la verdad de las cosas, y pensar así con veracidad de ellas! Lo contrario a la verdad del pensar es el error, que puede ser consciente o inconsciente, voluntario o involuntario.
3. Verdad del hablar: decir lo que tu mente sabe que es verdad, y que lo ha descubierto así, después del estudio y la formación. Tus palabras deben ser vehículo leal de lo que piensas. Por medio de tu palabra, haces partícipe a los demás de lo que llevas dentro. La palabra es puente que hace transparente a los demás el corazón y la intimidad de la persona. Lo contrario a la verdad del hablar es la mentira.
4. Verdad del obrar: es la verdad del comportamiento y de la vida. Vivir como se cree, coherencia de vida entre lo que se cree, lo que se predica y lo que se vive. Si vives esta verdad, serás sincero y cumplidor a tu palabra dada, serás leal y fiel a tus compromisos asumidos, serás equitativo y justo con los demás. Lo contrario a la verdad del obrar es la incoherencia, el fariseísmo, la hipocresía.
II. EXIGENCIAS Y OBSTÁCULOS DE LA VERDAD
1. Primero, las exigencias.
Tener una conciencia recta y bien formada es la exigencia para vivir en la verdad, decir la verdad, hacer la verdad en la vida.
La conciencia moral es aquella capacidad que todo ser humano tiene de percibir el bien y el mal, y de inclinar la propia voluntad a hacer el bien y a evitar el mal.
La conciencia es esa voz interior que te dice (o te debería decir, si es recta): “Haz el bien, evita el mal”. Ahí está la conciencia. Si tú no cumples con tus deberes de estado y profesionales, si descuidas las tareas encomendadas, si pierdes el tiempo en tu trabajo o te robas algo...la conciencia te debería decir: “Oye, eso no es tuyo...estás perdiendo tiempo...llegaste tarde...no dijiste toda la verdad”.
Si eres una persona honesta y sincera...podrás leer en tu corazón estas normas de ley natural, con las que todos nacemos:
- Di siempre la verdad.
- No hagas a los demás lo que no quieres que a ti te hagan.
- No mates.
- Respeta a tus padres.
- Respeta las cosas ajenas, etc.
No necesitas ser cristiano o católico para escuchar esto en tu conciencia. Simplemente si hay hombre honesto, sincero, leal... escucharás, nítida, la voz de tu conciencia.
Pero hay peligros de deformar la conciencia. Y cuando esto pasa, es muy difícil escuchar esos imperativos de ley natural, y es muy difícil vivir en la verdad y decir la verdad. Puedes ponerte máscaras en la conciencia, caretas: eres una cosa y aparentas otra; en la vida social eres así, y en la vida personal eres de otra manera, y con tu familia de otra,
Y aquí comienzan los resquebrajamientos y las grietas de tu personalidad. No eres sincero, no eres leal, no vives en la verdad. Te sientes mal. Incluso psicológicamente quedas afectado.
Tienes que saber quitarte las caretas, tener la valentía de arrancarte las máscaras, para que seas lo que eres y debes ser.
Hay diversas máscaras o caretas:
a) La conciencia indelicada: cuando admites a sabiendas pequeñas transgresiones a tus deberes profesionales, familiares y personales. “Total, no es nada. Total, a nadie hago el mal. Total, es poca cosa”.
b) La conciencia adormecida: bajo la anestesia de la juerga, la francachela, la superficialidad, el alcohol, el vicio, las mujeres...tu conciencia no reacciona, no escuchas su voz. Esta dormida, narcotizada, anestesiada.
c) La conciencia domesticada. Una conciencia para andar por casa. Es conciencia mansa, que ya no produce remordimientos, angustias, desazones interiores ante el mal hecho. La has domesticado: ya no salta, ya no ruge, ya no se lanza...la tienes bien tranquila, con el látigo de la excusa y de las justificaciones.
d) La conciencia deformada: juzga bueno lo que es malo y viceversa.
e) La conciencia farisaica: afán de aparentar exteriormente rectitud moral, estando lleno por dentro de mentiras e hipocresía.
Urge, pues, formar la conciencia, para poder discernir entre lo bueno y lo malo, la verdad de la mentira, pues sólo la conciencia debe ser el faro único que guíe tus pasos en la oscuridad.
Formar la conciencia. ¿Cómo, con qué medios?
Por: P. Antonio Rivero L.C. | Fuente: Catholic.net
Dice la Biblia en el libro del Eclesiástico 20,26: La mentira es una tacha infame en el hombre.
Este mandamiento sigue vigente, aunque hoy se diga: “Hoy día ya no es posible vivir sin mentira, ya no es posible hacer política y llevar negocios sin mentir”
Si tomáramos en serio el octavo mandamiento, casi no habría manera de charlar en los cafés, en reuniones de amigos; los diarios saldrían con las páginas en blanco, ¿no crees?
Este mandamiento salvaguarda nuestro honor y nuestra fama.
La Sagrada Escritura está llena de advertencias sobre este mandamiento. Se llega incluso a identificar a Dios con la verdad y al demonio con la mentira. Cristo vino a dar testimonio de la verdad. Es más, Él se autodefinió como el Camino, la Verdad y la Vida. Lo puedes consultar en el evangelio de san Juan, capítulo 14, versículo 6.
Suele decirse que el pecado es como un puñal que puede tener muy distintos tipos de hoja, pero en el que el mango casi siempre es el mismo: la mentira. Y es cierto: mentimos cuando decimos que amamos a Dios y sólo nos amamos a nosotros mismos. Mentimos cuando nos engañamos a nosotros para encontrar razones para olvidarnos de la misa dominical. Mentimos cuando justificamos nuestros pequeños o grandes robos.
Sabemos que la palabra es la expresión oral de la idea. De ahí que, por ley natural, aquello que yo expreso es algo que debe coincidir con lo que pienso. Si mi palabra no refleja la idea, estoy violentando el orden natural de las cosas, voy contra la ley de Dios. Por eso se dice que la mentira es intrínsecamente mala, es decir, no es mala porque alguien la prohíba, sino que es mala en sí misma. Y algo de suyo malo no puede producir nada bueno, aunque sean muy buenas las intenciones de quien actúa.
Al mentiroso hoy se le quiere llamar como aquel que “tiene chispa”, tiene “aptitud para la vida” o tiene “sentido comercial” o “viveza”. Pero en realidad eso no cambia la realidad: el mentiroso se daña a sí mismo, daña a los demás, daña a la sociedad y, sobre todo, desfigura la imagen de Dios en su alma.
Cuida tu lengua, amigo. Es la parte más valiosa que tienes, pero también la más peligrosa. Con ella puedes alabar a Dios, consolar al triste, aconsejar a un amigo…pero también puedes herirte, herir el honor y la fama del prójimo.
Decía san Bernardo que la lengua es una lanza, la más aguda; con un solo golpe atraviesa a tres personas: a la que habla, a la que escucha y a la tercera de quien se habla. ¡Cuánto destrozo puedes causar con tu lengua, si la usas para el mal! Te dice Dios, a través del libro del Eclesiástico: “Muchos han perecido al filo de la espada; pero no tantos como por culpa de la lengua” (28, 22). Esto significa, creo, que será mayor el número de los que se condenen por causa de la lengua que el de aquellos que mueran en la guerra.
¿Por qué es tan grave esto? Porque se está pisoteando también la caridad.
Un proverbio alemán dice: “El burro se delata por sus orejas; el tonto, por sus palabras”. El corazón humano es una cámara de tesoros, que tiene por puerta el habla; hay quien saca bondad, amor, verdad, sabiduría; el otro saca insensatez, maldad, veneno, mentira.
Tienes que agradecer a Dios que te haya dado este octavo mandamiento.
Vale para todos este mandamiento, pero están especialmente obligados a vivirlo a fondo quienes están al servicio de los medios de comunicación social, o trabajan en el campo político, o son oradores o gobernantes o candidatos que se postulan para ser presidentes de una nación. ¡No hay que mentir!
¡Cuántas veces escuchamos discursos de presidentes que después han sido puras mentiras, o verdades a medias! ¡Cuántos nos manipulan desde la radio y la televisión!
“¡No mentirás!” –nos dice Dios.
Si somos de Cristo, y Cristo es la Verdad… andemos en la verdad.
Te propongo los siguientes puntos:
I. La veracidad y verdad. Diversas clases de verdad.
II. Exigencias y obstáculos para la verdad.
III. La malicia de la mentira y los atropellos contra este mandamiento.
IV. ¿Se puede ocultar la verdad? Secretos, restricción mental y mentirillas.
I. HABLEMOS DE LA VERACIDAD Y DE LA VERDAD
Para cumplir este mandamiento de Dios es necesario desarrollar en nosotros la virtud de la veracidad, la cual nos inclina a hablar bien siempre con la verdad y a comportarnos de acuerdo con lo que pensamos.
La veracidad es una forma de justicia, pues los demás se merecen la verdad y no el engaño.
Hablar de la verdad hoy, resulta no sé si difícil, pero al menos atrevido y, en cierto sentido, sarcástico.
Vivimos en un mundo donde nos venden la mentira en platillos de oro; asistimos a pactos incumplidos entre las naciones, donde sólo pusieron su firma, pero después se hizo lo contrario. Hay manipulación en las noticias en algunos medios de comunicación; desde las pantallas de televisión no siempre nos presentan la verdad del amor, de la familia, de la sexualidad; desde algunas cátedras universitarias se cercena la verdad del mundo, de las cosas, de la existencia; se niega a veces la existencia de un Principio y una Causa Primera que dé razón última a las cosas. Yo he conocido a jóvenes que entraron creyentes a la universidad y salieron agnósticos y resentidos contra la religión, por causa de algunos profesores que sembraron en sus mentes la duda y el rechazo de Dios.
En fin, que la verdad no tiene hoy carta de ciudadanía en todas partes del planeta, no la han dejado entrar y salir libremente, la tienen maniatada, vendada, amordazada. ¿Por qué? No se quiere encontrar hoy con la verdad, pues “la verdad, aunque no peca, incomoda”.
Parece que hoy algunos no consideran la verdad como un valor. Por lo menos en la práctica. Te doy estos ejemplos.
Se prefiere tener éxito en los negocios, aunque sea a costa de la verdad. No creo que sea tu caso.
Se tiende fácilmente a dar opiniones distorsionadas o a manipular los datos según distintos intereses. ¿No te has tentado alguna vez con esto?
Algunos partidos políticos anuncian a veces programas electorales que después no se cumplen y ni siquiera se quieren cumplir. Pon atención cuando alguien se postula para presidente de una nación: ¿Qué dice? ¿Cómo lo dice? ¿Cumple lo que prometió? ¿Cómo ha sido su trayectoria política, moral y familiar?
Se venden productos anunciándolos como lo mejor, presentándolos como panaceas capaces de conseguir por sí solos la felicidad de su comprador. ¡Cuidado!
La deformación de la realidad o la verdad a medias tienen carta de ciudadanía en nuestra sociedad.
Por otro lado, el hombre, hoy más que nunca, busca la verdad; busca el sentido de las cosas, sus leyes, y aplicarlas; busca conocer al hombre en profundidad, su psicología, su funcionamiento biológico. Parece como si un fuerte instinto le moviera a buscar la verdad en todo.
El hombre vive inmerso en un mundo donde importa más tener o aparentar que ser, donde cuenta más la imagen que el fondo y donde no es difícil encontrar gente que renuncia a sus convicciones por quedar bien o por conseguir un buen puesto.
Por todo esto vivimos en un clima de desconfianza general, pues se hace bastante difícil distinguir entre quién te engaña y quién no.
De este clima de desconfianza nace el deseo sincero de encontrar a alguien que haga de su vida, de sus pensamientos y de sus obras una auténtica unidad donde no haya “poses” ni apariencias ni cuidado excesivo de su imagen. En este sentido se puede decir que el gran éxito del Papa Juan Pablo II ante la opinión pública mundial se debió a esta autenticidad de vida, que se reflejó en la absoluta coherencia que existía entre sus discursos, su palabra, su obra y su vida.
La veracidad es una virtud muy necesaria para el mundo de hoy, pero además es la virtud de la estabilidad psicológica. El hombre es el único ser en la tierra capaz de conocer la verdad y de transmitirla y, al mismo tiempo, es el único capaz de mentir. Esto se debe a su inteligencia y a su capacidad para comunicar pensamientos y afectos.
Tú, si quieres, puedes aparentar, vivir de forma diversa a lo que profesas externamente; puedes engañar, puedes llegar incluso a la esquizofrenia, que consiste en tener dos personalidades en el mismo sujeto, y ya no distingues lo que es real y lo que es apariencia.
El hombre es una unidad perfecta. Todo lo que es mentira, falsedad, fingimiento, inautenticidad, rompe esta unidad. La ruptura se da entre el ser y el actuar, entre el pensar y el decir, entre el decidir y el cumplir. Y las consecuencias son: infelicidad, insatisfacción, ruptura de la armonía de la personalidad.
Jesucristo se denomina a sí mismo “La Verdad” (Juan 14,16). No dice que es la pureza o la bondad, ni la fe, ni la esperanza. Y su misión se resume en dar testimonio de la verdad (Juan 17, 37). Su vida es idénticamente igual a su mensaje. Por eso, podemos decir, ser fiel a Cristo es ser fiel a la verdad, respetarla, propagarla, defenderla, asimilarla.
Y el Espíritu Santo es el Espíritu de la verdad, y el que nos descubre la verdad del hombre y de Dios, la verdad de ti mismo. Es el que te enseña a apreciar en su justo valor las realidades de este mundo, su fugacidad, el valor de la vida ante la eternidad. El Espíritu Santo guía hacia la verdad, a quien lo escucha y pone en práctica sus inspiraciones.
En medio de las mayores dificultades, el Espíritu Santo da fuerza para profesar y testimoniar la verdad, como lo hicieron los mártires de la fe. Te invito a repasar las actas de los mártires de los primeros siglos, para que te des cuente de lo que te he dicho.
Te cuento un poco el martirio de Perpetua y Felicidad, el 7 de marzo del año 203. Es uno de los relatos más estremecedores de la historia y uno de los testimonios más admirables y más puros que nos haya legado la antigüedad cristiana.
La joven Perpetua sobresale por sus altas prendas, por su patética actuación frente a su padre pagano, por su empuje y por su grandeza moral. Hoy lo llamaríamos: coherencia de vida.
Fue arrestada cuando aún era catecúmena, es decir, se estaba preparando para ser cristiana bautizada. Estaba casada y tenía un hijo de pocos meses de vida. Cuenta ella misma, pues lo dejó escrito de su mano y según sus impresiones:
“Cuando nos hallábamos todavía con los guardias, mi padre, impulsado por su cariño, deseaba ardientemente alejarme de la fe con sus discursos y persistía en su empeño de conmoverme.
Yo le dije:
- Padre, ¿ves, por ejemplo, ese cántaro que está en el suelo, esa taza u otra cosa?
- Lo veo –me respondió.
- ¿Acaso se les puede dar un nombre diverso del que tienen?
- ¡No! –me respondió.
- Yo tampoco puedo llamarme con nombre distinto de lo que soy: ¡CRISTIANA!
Entonces mi padre, exasperado, se arrojó sobre mí para sacarme los ojos, pero sólo me maltrató. Después, vencido, se retiró con sus argumentos diabólicos.
Durante unos pocos días no vi más a mi padre…Precisamente en el intervalo de esos días fuimos bautizados y el Espíritu me inspiró, estando dentro del agua, que no pidiera otra cosa que el poder resistir el amor paternal.
A los pocos días fuimos encarcelados. Yo experimenté pavor, porque jamás me había hallado en tinieblas tan horrorosas. ¡Qué día terrible! El calor era insoportable por el amontonamiento de tanta gente; los soldados nos trataban brutalmente; y, sobre todo, yo estaba agobiada por la preocupación por mi hijo…
Tercio y Pomponio, benditos diáconos que nos asistían, consiguieron con dinero que se nos permitiera recrearnos por unas horas en un lugar más confortable de la cárcel. Saliendo entonces del calabozo, cada uno podía hacer lo que quería. Yo amamantaba a mi hijo, casi muerto de hambre. Preocupada por su suerte, hablaba a mi madre, confortaba a mi hermano y les recomendaba a mi hijo…Finalmente logré que el niño se quedara conmigo en la cárcel. Al punto me sentí con nuevas fuerzas y aliviada de la pena y preocupación por el niño. Desde aquel momento, la cárcel me pareció un palacio y prefería estar en ella a cualquier otro lugar.
Vayamos al momento del martirio.
Finalmente brilló el día de su victoria. Caminaron de la cárcel al anfiteatro, como si fueran al cielo, radiantes de alegría y hermosos de rostro; emocionados, sí, pero no de miedo, sino de gozo. Perpetua marchaba última con rostro iluminado y paso tranquilo, como una gran dama de Cristo y una preferida de Dios. El esplendor de su mirada obligaba a todos a bajar los ojos. También iba Felicidad, gozosa de que su afortunado parto le permitiera luchar con las fieras, pasando de la sangre a la sangre, de la partera al gladiador, para purificarse después del parto con el segundo bautismo.
Cuando llegaron a la puerta del anfiteatro, quisieron obligarles a disfrazarse: los hombres, de sacerdotes de Saturno; las mujeres, de sacerdotisas de Ceres. Pero la generosa Perpetua resistió con invencible tenacidad. Y alegaba esta razón: “Hemos venido hasta aquí voluntariamente, para defender nuestra libertad. Sacrificamos nuestra vida, para no tener que hacer cosa semejante. Tal era nuestro pacto con ustedes”. La injusticia debió ceder ante la justicia. El tribuno autorizó que entraran tal como venían…
Para las jóvenes mujeres el diablo había reservado una vaca bravísima. La elección era insólita, como para hacer, con la bestia, mayor injuria a su sexo femenino. Fueron presentadas en el anfiteatro, desnudas y envueltas en redes. El pueblo sintió horror al contemplar a una, tan joven y delicada, y a la otra, madre primeriza con los pechos destilando leche. Fueron, pues, retiradas y revestidas con túnicas sin cinturón.
La primera en ser lanzada al aire fue Perpetua y cayó de espaldas. Apenas se incorporó, recogió la túnica desgarrada y se cubrió el muslo, más preocupada del pudor que del dolor. Una vez compuesta, se levantó y, al ver a Felicidad golpeada y tendida en el suelo, se le acercó, le dio la mano y la levantó…”.
Y así, hasta que murieron. ¡Esto es coherencia de vida, entre lo que se es y lo que se profesa! Así eran tus hermanos cristianos de los primeros siglos: vivían la verdad de su fe, hasta derramar su sangre.
Visto todo esto, te hago un breve resumen de lo que es la verdad y los tipos de verdad.
Hace veinte siglos un procurador romano, llamado Poncio Pilatos, hizo esta pregunta a un judío llamado Jesús de Nazaret: “Y...¿qué es la verdad?”. Y esa pregunta quedó sin ser respondida. ¿Por qué? Jesús no quiso contestarla. ¿Por qué?
El término verdad se le suele colocar al lado de otros términos sinónimos: autenticidad, coherencia, honestidad, sinceridad, integridad, transparencia, hombre o mujer de una sola pieza.
Y contrapuesto a verdad, tenemos: mentira, hipocresía, fariseísmo, doblez, engaño, duplicidad de vida, fachada, ocultamiento, ambivalencia, inescrupulosidad, incoherencia.
Te defino la verdad en sus tipos; me perdonarás que emplee un poco de filosofía, que hace tiempo estudié.
1. Verdad del ser: ser aquello que uno es, que uno debe ser. Hay verdad del ser cuando tú te comportas como persona inteligente, libre y responsable. Vives en la verdad de tu ser cuando sabes y te comportas con lo que te exige tu origen, tu fin como persona humana, cuando tienes trascendencia y sentido. Cuando vives la verdad de tu ser, vives realizado, feliz, digno y te elevas sobre todo el universo material y animal. Lo contrario a la verdad del ser es la inautenticidad.
2. Verdad del pensar: tu mente está hecha para percibir el ser de las cosas. Cuando tu mente coincide que la verdad de las cosas, vives en la verdad del pensar. Tu mente tiene que respetar la verdad de las cosas: la verdad del trabajo, del dinero, de la sexualidad, del matrimonio, del estudio, de la carrera... ¡Cuánta formación necesitas para descubrir la verdad de las cosas, y pensar así con veracidad de ellas! Lo contrario a la verdad del pensar es el error, que puede ser consciente o inconsciente, voluntario o involuntario.
3. Verdad del hablar: decir lo que tu mente sabe que es verdad, y que lo ha descubierto así, después del estudio y la formación. Tus palabras deben ser vehículo leal de lo que piensas. Por medio de tu palabra, haces partícipe a los demás de lo que llevas dentro. La palabra es puente que hace transparente a los demás el corazón y la intimidad de la persona. Lo contrario a la verdad del hablar es la mentira.
4. Verdad del obrar: es la verdad del comportamiento y de la vida. Vivir como se cree, coherencia de vida entre lo que se cree, lo que se predica y lo que se vive. Si vives esta verdad, serás sincero y cumplidor a tu palabra dada, serás leal y fiel a tus compromisos asumidos, serás equitativo y justo con los demás. Lo contrario a la verdad del obrar es la incoherencia, el fariseísmo, la hipocresía.
II. EXIGENCIAS Y OBSTÁCULOS DE LA VERDAD
1. Primero, las exigencias.
Tener una conciencia recta y bien formada es la exigencia para vivir en la verdad, decir la verdad, hacer la verdad en la vida.
La conciencia moral es aquella capacidad que todo ser humano tiene de percibir el bien y el mal, y de inclinar la propia voluntad a hacer el bien y a evitar el mal.
La conciencia es esa voz interior que te dice (o te debería decir, si es recta): “Haz el bien, evita el mal”. Ahí está la conciencia. Si tú no cumples con tus deberes de estado y profesionales, si descuidas las tareas encomendadas, si pierdes el tiempo en tu trabajo o te robas algo...la conciencia te debería decir: “Oye, eso no es tuyo...estás perdiendo tiempo...llegaste tarde...no dijiste toda la verdad”.
Si eres una persona honesta y sincera...podrás leer en tu corazón estas normas de ley natural, con las que todos nacemos:
- Di siempre la verdad.
- No hagas a los demás lo que no quieres que a ti te hagan.
- No mates.
- Respeta a tus padres.
- Respeta las cosas ajenas, etc.
No necesitas ser cristiano o católico para escuchar esto en tu conciencia. Simplemente si hay hombre honesto, sincero, leal... escucharás, nítida, la voz de tu conciencia.
Pero hay peligros de deformar la conciencia. Y cuando esto pasa, es muy difícil escuchar esos imperativos de ley natural, y es muy difícil vivir en la verdad y decir la verdad. Puedes ponerte máscaras en la conciencia, caretas: eres una cosa y aparentas otra; en la vida social eres así, y en la vida personal eres de otra manera, y con tu familia de otra,
Y aquí comienzan los resquebrajamientos y las grietas de tu personalidad. No eres sincero, no eres leal, no vives en la verdad. Te sientes mal. Incluso psicológicamente quedas afectado.
Tienes que saber quitarte las caretas, tener la valentía de arrancarte las máscaras, para que seas lo que eres y debes ser.
Hay diversas máscaras o caretas:
a) La conciencia indelicada: cuando admites a sabiendas pequeñas transgresiones a tus deberes profesionales, familiares y personales. “Total, no es nada. Total, a nadie hago el mal. Total, es poca cosa”.
b) La conciencia adormecida: bajo la anestesia de la juerga, la francachela, la superficialidad, el alcohol, el vicio, las mujeres...tu conciencia no reacciona, no escuchas su voz. Esta dormida, narcotizada, anestesiada.
c) La conciencia domesticada. Una conciencia para andar por casa. Es conciencia mansa, que ya no produce remordimientos, angustias, desazones interiores ante el mal hecho. La has domesticado: ya no salta, ya no ruge, ya no se lanza...la tienes bien tranquila, con el látigo de la excusa y de las justificaciones.
d) La conciencia deformada: juzga bueno lo que es malo y viceversa.
e) La conciencia farisaica: afán de aparentar exteriormente rectitud moral, estando lleno por dentro de mentiras e hipocresía.
Urge, pues, formar la conciencia, para poder discernir entre lo bueno y lo malo, la verdad de la mentira, pues sólo la conciencia debe ser el faro único que guíe tus pasos en la oscuridad.
Formar la conciencia. ¿Cómo, con qué medios?
- Hacer balance de tus acciones, para ver si concuerdan a tus principios rectos y sanos.
- El consejo de un amigo formado.
- Tener un guía espiritual.
- Si eres cristiano, tienes el gran medio de la confesión sacramental.
2. Segundo, los obstáculos en la búsqueda de la verdad.
- El escepticismo radical moderno 47 : afirma que la verdad no existe, o que, si existe, el hombre es incapaz de conocerla. Si el escepticismo fuese verdadero, se negaría a sí mismo. En el campo moral, no sólo no se está de acuerdo sobre lo bueno y lo malo, sino incluso se pone en duda sobre la validez de esa distinción. En otros tiempos se veía la necesidad de defender algunas verdades (la verdad de los bienes materiales, de la propiedad privada, la verdad sobre los fines y propiedades del matrimonio, la verdad sobre las drogas...); hoy es necesario defender la misma verdad.
- Relativismo: se refiere tanto al conocimiento como a la moral. Es la tesis que niega la existencia de verdades absolutas, universales y necesarias: todas las verdades dependen de diversas condiciones y circunstancias que las hacen particulares y cambiantes. El relativismo niega la posibilidad de establecer verdades objetivas. Ya en el campo moral, el relativismo afirma que no hay nada de lo que podamos decir que sea bueno o malo absolutamente. Hoy cunde la dictadura del relativismo, nos dijo el Papa Benedicto XVI, al inicio de su pontificado.
- El utilitarismo o pragmatismo: dice que es verdad “sólo lo que te sirva y te es práctico”. Hace de la utilidad el valor principal. Esta doctrina la promovieron J. Bentham y Stuart Mill en la Inglaterra de finales del siglo XVIII. Para Bentham, utilidad significa placer, bien, felicidad. Mill destacó el carácter cualitativo del placer y proclamó la superioridad de los placeres intelectuales y de los sentimientos morales.
- Permisivismo: con su filosofía de “todo está permitido”, al final es una bomba a la verdad de las cosas, a la verdad de la naturaleza. ¿El aborto, la unión de homosexuales es una verdad, porque está permitido por la ley civil?
- Manipulación social: en parlamentos, gobiernos y organismos internacionales o nacionales. Por ejemplo, en el tratado de Maastricht de la Unión Europea se esconde el peligro de manipular la sociedad de acuerdo con la ideología socialista. Aquí se trata de ver todo en clave económica y financiera, dejando o soslayando el campo educacional y el campo de valores éticos y religiosos.
- La falta de formación humanística y filosófica: también es un obstáculo para encontrar la verdad. La formación humanística busca el equilibrio de tus facultades humanas, la recta apreciación de las cosas, la capacidad de juicio, la madurez humana, la apertura a los valores estéticos, la formación de la inteligencia, etc. Y la filosofía te lleva a conocer las causas últimas de las cosas; te lleva a descubrir la verdad total de las cosas.
- El subjetivismo: Dice que la verdad no es objetiva, sino subjetiva, y que cada persona puede determinar por sí misma lo que es verdadero o no. Suele ser el defecto de los hombres prácticos, como Pilatos, que consideran como una especulación inútil la búsqueda de la verdad objetiva. El subjetivismo viene a ser una forma de escepticismo y de relativismo. Afecta a los juicios de valor y a los criterios que guían la conducta personal.
- El encerramiento: hay personas que se encierran en sus ideas, en sus posiciones y creen que sólo ellos tienen toda la razón y toda la verdad. Pero es una postura errada, porque nunca están dispuestos a abrirse a la verdad completa y objetiva.
- El hábito de la mentira: es el mayor obstáculo en la búsqueda de la verdad. Ese decir lo contrario de lo que se piensa con intención de engañar. La mentira hace mal sobre todo a quien la dice. Con la mentira se bloquea el desarrollo de la personalidad.
- La vanidad: pone en jaque la verdad de ti mismo, porque te hace mostrarte como en realidad no eres. Te lleva a ser exaltado por encima de tu estatura humana y moral. ¿Sabes la fábula de Esopo del cuervo y la zorra? Un cuervo había robado un trozo de carne; se posó en un árbol. Una zorra, que lo vio, quiso adueñarse de la carne, se detuvo y empezó a exaltar las proporciones y belleza del cuervo; le dijo además que le sobraban méritos para ser el rey de las aves y, sin duda, podría serlo si tuviera voz. El cuervo se sintió halagado y quiso demostrar a la zorra que tenía voz; abrió el pico y dejó caer la carne y se puso a dar grandes graznidos. La zorra se lanzó ávida sobre la carne y la agarró, diciendo: “Cuervo, si también tuvieras juicio, nada te faltaría para ser el rey de las aves”. La fábula vale para el insensato y vanidoso.
Termino este apartado con unos párrafos sobre la verdad, dichos por el entonces cardenal Joseph Ratzinger, hoy Papa Benedicto XVI, que hizo de la verdad su lema episcopal, “Cooperador de la verdad” que resumen todas las exigencias y obligaciones de la verdad:
“Llegué a comprender y a percibir con claridad que renunciar a la verdad no sólo no solucionaba nada, sino que además se corría el peligro de acabar en una dictadura de la voluntad. Porque lo que queda después de suprimir la verdad sólo es simple decisión nuestra y, por tanto, arbitrario. Si el hombre no reconoce la verdad, se degrada; si las cosas sólo son resultado de una decisión, particular o colectiva, el hombre se envilece. De este modo comprendí la importancia que tenía que el concepto de verdad –con las obligaciones y exigencias que, indudablemente, conlleva- no desapareciera y fuera para nosotros una de las categorías más importantes. La verdad tiene que ser como un requisito que no nos otorga derechos, sino que –por el contrario- requiere humildad y obediencia, y, además, nos conduce a un camino colectivo…”48 .
III. LA MENTIRA Y LOS ATROPELLOS CONTRA ESTE MANDAMIENTO
La mentira no es rentable. ¿Te acuerdas del pastor bromista, una fábula contada de nuevo por Esopo, fabulista griego de mediados del siglo VI, por supuesto antes de Cristo?
Un pastor, que llevaba su rebaño bastante lejos de la aldea, se dedicaba a hacer la siguiente broma mentirosa: se ponía a gritar pidiendo auxilio a los aldeanos y decía que unos lobos atacaban sus ovejas. Dos o tres veces los de la aldea se asustaron y acudieron corriendo, volviéndose después burlados; pero al final ocurrió que los lobos se presentaron de verdad. Y mientras su rebaño era saqueado, gritaba pidiendo auxilio, pero los de la aldea, sospechando que bromeaba una vez más, según tenía por costumbre, no se preocuparon. Y así, ocurrió que se quedó sin ovejas. La fábula muestra que los mentirosos sólo ganan una cosa: no tener crédito aun cuando digan la verdad.
Tu vida, es un hecho, está rodeada de mentiras.
Les decimos a los pequeños: “Niño, no se dicen mentiras”. Y los mayores las dicen con las falsas sonrisas, con los dobles juegos, con las medias verdades. Será bueno, por ello, que nos miremos siempre en este espejo de la verdad que pone delante de nuestros ojos este octavo mandamiento.
¿Qué es la mentira? La mentira es decir o hacer lo contrario de lo que se piensa, con intención de engañar. Sólo se miente cuando hay intención real de engañar. Por tanto, va contra la caridad, pues busca confundir y engañar al otro.
Caretas de la mentira
La mentira puede presentar varias caretas:
- La hipocresía: mentir con la vida. Lee el evangelio de San Mateo capítulo 23.
- La calumnia: echar al prójimo una falta que sabes que no ha cometido.
- La simulación: mentir con hechos. Por ejemplo, delante de tus papás, del maestro, de tu jefe, del sacerdote... eres correcto, pero se van y comienzas a portarte mal. ¿Qué pasó, pues?
- Adulación: adular, para conseguir algo.
Atropellos contra este octavo mandamiento
Hay también pecados contra la fama o el honor del prójimo, unos son de pensamiento, otros de palabra. Todos atropellan la virtud más importante que tenemos los cristianos: la caridad.
- Sospecha temeraria: es dudar voluntaria e internamente de las buenas intenciones de los demás sin tener fundamento sólido para ello. Se da por prejuicios, envidias y por un espíritu mezquino que considera a los demás incapaces de hacer el bien. Debes siempre pensar bien del prójimo.
- Juicio temerario de la conducta del otro: Es pensar mal del otro, sin tener fundamentos. Se da dentro del pensamiento de uno, pero ya llevado a juicio interno: “Lo hizo por maldad…o para ser visto”. ¿Quién eres tú para juzgar el interior del otro? Te dice Cristo: “No juzguéis y no seréis juzgados…con la misma medida con que midiereis seréis medidos vosotros” (Mateo 7, 1-2). Tan sólo el Dios que todo lo sabe puede dar un juicio justo sobre los actos del hombre; Dios, que los aprecia en su conjunto y así puede tener en cuenta la medida justa de nuestra responsabilidad, las circunstancias de nuestra educación, las malas inclinaciones heredadas. El mismo Cristo, en la cruz, nos perdonó y no excusó, y tú, ¿te atreves a constituirte en juez de todos los demás? ¿Quién te has creído? Dice un refrán popular: “Piensa el ladrón que todos son de su condición”. Yo te aconsejo que creas todo lo bueno que oigas y sólo lo malo que veas, y aun viéndolo, busca una razón para justificarlo.
- La murmuración o difamación: es cuando tú comentas en público sin necesidad, defectos o pecados de los demás, que son ciertos, pero no es de tu competencia hacer esto. ¡Es falta de caridad ! Y ya sabes que la caridad es la virtud principal del cristiano. Por mucho que reces y hagas novenas y lleves medallas colgadas sobre el cuello, si no tienes caridad, de nada sirve esa religiosidad. De nuevo es Dios quien te advierte, a través del apóstol Santiago: “Si alguno se precia de ser religioso, sin refrenar su lengua, antes bien, engañando o seduciendo con ella su corazón, la religión suya vana es” (1, 26). Es contagioso el cólera, la gripe; pero ninguna enfermedad lo es tanto como la murmuración. Basta que una apacible noche de verano se eche a cantar un solo grillo…y al momento siguiente corea ya el canto toda una legión de ellos. No olvides lo que te dice Dios en el libro del Eclesiástico: “El golpe del azote deja moretones; pero el golpe de la lengua desmenuza los huesos” (28, 21).
- Falso testimonio: consiste en afirmar o negar como testigo algún hecho con la intención de distorsionar la verdad para perjudicar o defender injustamente a alguien. El fondo de este pecado es la mentira, pero incluye además el perjurio contra la fama del prójimo pues se comete la tremenda injusticia de declarar oficialmente con mentira contra él.
- Injuria: tú atacas al otro en su presencia.
- Burla: por algún defecto que tenga la otra persona. Son esas bromas de mal gusto, esas risotadas por deficiencias del prójimo: por sus pecas, por sus orejas, por su nariz aguileña, por sus labios grandotes, por sus ojos saltones, etc.
- Maldición: pedir un mal contra el prójimo.
- Locuacidad: es el hablar sin pensar. Cuando alguien habla mucho, es fácil que caiga en mentiras, exageraciones, o simplemente palabras ociosas que no aprovechan a nadie.
- La susurración: es el sembrar cizaña entre los demás. El típico “¿Sabes lo que fulanito dijo de ti? El susurrador suscita el odio y la venganza. Causa graves daños en las relaciones personales y familiares y puede llegar a ocasionar guerras, divorcios o peleas.
Déjame hablarte un poco sobre algunos de estos pecados:
La calumnia
El pecado de calumnia es de mucha gravedad, ya que combina tres pecados: uno contra la veracidad (mentir), otro contra la justicia (herir el buen nombre ajeno), y el tercero contra la caridad (fallar en el amor debido al prójimo).
La calumnia hiere al prójimo en lo más delicado: su reputación. Si a un hombre le robamos su reloj, puede enojarse o entristecerse, pero normalmente al cabo del tiempo quizá compre otro. Pero si lo perdido es su buen nombre, lo privamos de algo que no podrá comprar con dinero. ¿Qué hay en la tierra, entre los bienes humanos, más grande, más valioso, que el honor, que el buen nombre?
Vale más que el oro, que la plata, que todos los tesoros. Así lo declara Dios en el libro de los Proverbios 22, 1. Si hubieras perdido dinero, empleo, salud, todo…pero te ha quedado el honor, no eres todavía hombre perdido. Pero, ¡ay de ti si pierdes tu honor! Y la lengua venenosa va justamente contra el honor. No mata tan sólo el puñal del asesino. La lengua afilada también asesina. La lengua viperina es el único instrumento de cortar que por el uso se afila aún más.
Es fácil entender, pues, que el pecado de calumnia es mortal, si con él dañamos gravemente el honor del prójimo, aunque sea en la estimación de unas pocas gentes. Y esto es así incluso aunque ese mismo prójimo no se entere del daño que le hemos causado.
Difamación
Contra este mandamiento se peca también a través de la difamación. Consiste en dañar la fama ajena manifestando sin causa justa pecados y defectos que son verdad. Por ejemplo, cuando comunico a los amigos los pleitos que tiene el matrimonio vecino al llegar borracho el marido a casa. Puede que haya ocasiones en que, con el fin de prevenir males mayores, deba revelar los pecados ajenos. Pero no a cualquiera, sino a quien puede solucionar esos males.
Por ejemplo, será una obligación hacer ver a tu hijo que su nuevo amigo es drogadicto, o que convenga informar a la autoridad pública las actividades sospechosas en la oficina contigua. Puede ser necesario advertir a los profesores del colegio la deshonesta actitud mostrada por un compañero de tu hijo. Pero lo más usual es que cuando hablamos mal de alguien lo hagamos llevados por una intención poco recta.
Por eso, si no tenemos una causa justa, aunque lo que digamos sea verdad, es ilícito difundir sin necesidad los defectos ajenos. Ahora bien, si el hecho peyorativo que mencionas es algo público, algo que resulta del conocimiento de todos, no es pecado, como el caso de crímenes pasionales que publican todos los periódicos. Pero, aun en estos casos, la caridad nos llevará a condolernos y a rezar por el pecador, más que a cebarnos en su desgracia.
¡La lengua! El que no peca con la lengua es varón perfecto, nos dice Dios, a través del apóstol Santiago en su carta (capítulo 3, 2).
Dice san Bernardo: “Dios dejó en libertad nuestros órganos, pero levantó un doble muro delante de la lengua: los dientes y los labios; como para amonestarnos que no nos pongamos a hablar precipitadamente”. Y el autor del Eclesiástico: “Las palabras de los sabios serán pesadas en una balanza” (21, 28). Alguien dijo que callar es la madre de los pensamientos sabios. De aquí podemos deducir que la charlatanería es la madre de las cosas malas. ¡Domina tu lengua, amigo!
Te dice Jesucristo en el evangelio: “Yo os digo que hasta de cualquier palabra ociosa que hablaren los hombres han de dar cuenta en el día del juicio. Porque por tus palabras habrás de ser justificado, y por tus palabras, condenado” (Mateo 12, 36-37). Si Cristo reprueba hasta la palabra ociosa, ¡cómo ha de juzgar entonces la palabra chismosa, infamadora, calumniadora!
No sólo se falta al octavo mandamiento con la palabra y la mente, sino que también hay pecados de oído. Escuchar con gusto la calumnia y difamación, aunque no digamos una palabra, fomenta la difusión de murmuraciones maliciosas. Nuestro deber cuando se ataque la fama de alguien en nuestra presencia, es cambiar la conversación, e incluso intentar sacar a relucir las virtudes del difamado. Afrentar la dignidad de una persona, es decir, lesionar su honor, es el pecado de contumelia.
Contumelia
¿Qué debes hacer cuando alguien critica de otro en tu presencia? Basta un poco de habilidad, presencia de ánimo, para llevar a otros cauces la corriente de las palabras chismosas. Así como lo hizo, por ejemplo, el canciller mártir de Inglaterra, Tomás Moro. Si en su presencia se empezaba a hablar de las faltas de una persona, inmediatamente interrumpía en tono festivo: “Pues que digan lo que quieran; yo sostengo que esta casa está bien construida y que su arquitecto fue un hombre eximio”. Los chismosos caían inmediatamente en la cuenta, comprendían el delicado aviso.
En los pecados anteriores, el prójimo está ausente, en éste el prójimo está presente. Este pecado de contumelia adopta distintas modalidades. Una de ellas sería, por ejemplo, negarnos a dar al prójimo las muestras de respeto y amistad que le son debidas, como no contestar su saludo o ignorar su presencia, como hablarle de modo altanero o ponerle apodos humillantes.
Un pecado parecido de grado menor es esa crítica despreciativa, ese encontrar faltas en todo, que para algunas personas -por ejemplo, para la esposa con su marido; para el marido con su suegra- parece constituir una arraigada costumbre.
Revelar secretos
Otro posible modo de ir contra el octavo mandamiento es revelar secretos que nos han sido confiados.
La obligación de guardar un secreto puede surgir de una promesa hecha, de la misma profesión (políticos, médicos, investigadores, etcétera), o, simplemente, porque la caridad me lleva a no divulgar lo que pueda dañar o herir al prójimo. Se incluyen en este tipo de pecados leer la correspondencia ajena sin permiso, o escuchar conversaciones privadas atrás de la puerta o por la extensión telefónica, o meterse en la casilla de correo electrónico del otro para leer los mails que le mandan.
¿Cuál es la gravedad de estos pecados?
La gravedad del pecado dependerá en estos casos del daño o perjuicios ocasionados por nuestra actitud. Conviene recordar por último que este mandamiento, igual que el séptimo, nos obliga a reparar los males causados.
Si perjudicamos a un tercero con alguna mentira, lo difamamos, lo humillamos o revelamos sus secretos, nuestra falta no estará saldada hasta que compensemos los perjuicios lo mejor posible. Y debemos hacerlo, aunque hacer esa reparación nos exija humillarnos o sufrir un perjuicio nosotros mismos.
Si has calumniado, debes decir que te habías equivocado radicalmente; si has murmurado, tienes que compensar tu difamación hablando cosas buenas del afectado; si has insultado, debes pedir disculpas, públicamente, si el insulto fue público; si has revelado un secreto, debes reparar lo mejor que puedas las consecuencias que se sigan de tu imprudencia.
Si has tocado el honor del prójimo, debes reparar y rectificar.
Rectificar, así como rectificó el rector de la Universidad de París las sospechas que concibió contra Ignacio de Loyola, el fundador de la Compañía de Jesús. ¿Sabes cómo fue el hecho?
Uno de los profesores de la Universidad se quejó de Ignacio porque éste y sus jóvenes amigos hacían tantos rezos, que por ello descuidaban el estudio. El hecho no era cierto. Pero el rector dio crédito a la denuncia, y ordenó que se procediese al castigo de Ignacio; había que convocar a son de campana a todo el colegio para que, a vista de todos, cada profesor diera un golpe con una vara en la espalda del culpable. ¡Terribles tiempos aquellos del siglo XVI!
Ignacio sabía que era completamente inocente, y, sin embargo, estaba dispuesto a sufrir el castigo; lo único que pidió al rector fue que no se le humillase tanto delante de sus compañeros para que no perdieran éstos su ánimo de llevar una vida piadosa.
Pero el rector, que conoció entretanto la inocencia completa de Ignacio, no le contestó, sino que le hizo entrar en el aula, donde ya se había congregado para el acto del castigo todo el claustro de profesores y la muchedumbre de estudiantes. Y allí, a la vista de toda la Universidad, el rector se arrodilló delante de Ignacio y le pidió perdón por haber dado crédito con tanta ligereza a la acusación lanzada contra él…
No sabemos a quién admirar más: si a Ignacio, que estaba dispuesto a sufrir el castigo, aunque inocente, o al rector, que supo rectificar con tanta hombría su sospecha precipitada.
“Quien guarda su boca, guarda su alma; pero el inconsiderado en hablar sentirá los perjuicios” (Proverbios 13, 3).
¿Podemos tomar medidas radicales, firmes, profundas, contra la mentira, el chismecillo, la calumnia espontánea o promovida de modo organizado y sistemático?
La primera cosa que podríamos hacer es mirar nuestros corazones. Si guardamos rencores, si la envidia asoma de vez en cuando su cabeza repugnante, hemos de pedir a Dios un corazón bueno, que sepa perdonar, que sepa amar. Quien no ama a su hermano no puede amar a Dios (1 Jn 4,20). Del corazón malo sólo salen malas cosas. El virus de la calumnia se origina en mentes que viven fuera del Evangelio, en fuentes incapaces de ofrecer el agua del amor (St 3,10-18).
Por lo mismo, hemos de decidirnos a no ser nunca los primeros en lanzar una crítica contra nadie. ¿Para qué voy a decir esto? ¿Es sólo una imaginación mía? ¿Me gustaría que alguien dijese algo parecido de mí? Al contrario, necesitamos aprender a ser ingeniosos para alabar y defender a los demás. Esto es posible si tenemos un corazón realmente cristiano, bueno, comprensivo, misericordioso. En ocasiones veremos fallos, pero el amor es capaz de cubrir la muchedumbre de los pecados (1Pe 4,8).
Cuando sea posible, podremos corregir al pecador, pero siempre con mansedumbre, como nos enseña san Pablo: "Hermanos, aun cuando alguno incurra en alguna falta, vosotros, los espirituales, corregidle con espíritu de mansedumbre, y cuídate de ti mismo, pues también tú puedes ser tentado. Ayudaos mutuamente a llevar vuestras cargas y cumplid así la ley de Cristo" (Ga 6,1-2).
Después, como ante una epidemia grave, hemos de levantar una barrera firme, decidida, contra cualquier calumnia. Nunca divulgar nada contra nadie, mucho menos una suposición, una mentira como tantas otras lanzadas por ahí (a través de la prensa, de internet, a viva voz). Incluso cuando sepamos que alguien ha sido realmente injusto, porque lo hemos visto, ¿para qué divulgarlo? ¿Es esto cristiano? ¿No es mejor amonestar a solas al hermano para ver si puede convertirse, si puede cambiar de vida?
Tendríamos que ser firmes como muros: delante de nosotros nadie debería poder hablar mal de otras personas. De un modo especial deberíamos defender el buen nombre del Papa, de los obispos, de los sacerdotes, de todos los demás bautizados y de todo hombre. Todos somos Iglesia. El amor debe ser el distintivo de los cristianos.
Andar continuamente con quejas y lamentaciones, con rencores y espíritu de lucha mundana, no soluciona nada y fomenta ese veneno que originará nuevos rencores, chismes y, en ocasiones, calumnias. ¡Qué triste imagen la de una comunidad "cristiana" en la cual unos acusan a los otros, los denigran, les ponen la zancadilla a sus espaldas!
El ejemplo de Jesús al respecto es elocuente: “Nadie habló como Él” –decían. No sólo porque hablaba con elocuencia, sino también porque hablaba con dulzura, con bondad, con respecto. Jesús sabía lo malo que había en cada uno de los corazones, y sin embargo, nunca criticó a nadie, ni pensó mal de nadie. Y cuando tenía que corregir a sus apóstoles, lo hacía en privado, con respeto y dándoles lecciones de vida.
Sí, tuvo palabras duras y fuertes contra algunos fariseos que no querían abrirse a su mensaje, o manipulaban a los demás, o incluso querían manipular al mismo Dios. Lo hizo siempre comedido, con gran respeto y siempre para el bien de ellos. Él sí podía decírselo, pues era el Señor. Pero con los demás pecadores, incluso públicos, ni una palabra crítica, sino compasión y misericordia.
La distinción de los discípulos de Jesús será siempre la misma: el amor (Jn 13,35). Desde el amor y con amor podremos (¡sí se puede!) eliminar cualquier nuevo brote de calumnia entre cristianos. Podemos... si oramos humildemente, si se lo pedimos a Cristo con todo el corazón. Entonces sí podremos vivir, de verdad, como cristianos, porque estaremos dentro del amor. "Toda acritud, ira, cólera, gritos, maledicencia y cualquier clase de maldad, desaparezca de entre vosotros. Sed más bien buenos entre vosotros, entrañables, perdonándoos mutuamente como os perdonó Dios en Cristo" (Ef 4,31-32).
Perdonarnos y amarnos: ese será el mejor remedio para erradicar, dentro de nuestro mundo, el síndrome de la calumnia, para vivir con salud, en autenticidad, nuestra fe en el Señor Jesús.
Ojalá que la comprensión de la Verdad como atributo divino nos ayude a aborrecer todo lo que sepa a doblez, simulación, charlatanería y murmuración. “Que sea tu sí, sí; y tu no, no” (Mt 5, 37); abrir la boca sólo para decir lo que estamos seguros de que es cierto y que es oportuno para el bien de nuestro interlocutor. Que nunca hablemos del prójimo si no es para alabarlo, y, si tenemos que decir de él algo negativo, lo hagamos obligados por una razón grave y suavizando nuestras palabras con el aceite de la caridad.
Tal vez no exista en el mundo nada más peligroso que esa especie de devaluación de la mentira que hoy circula entre los creyentes. Nadie sabe muy bien por qué, pero lo cierto es que parece que entre los cristianos hubiésemos decidido que la mentira bajase a segunda división. Es una especie de pecado “menor” que consideramos inevitable para poder vivir. ¿No te ha pasado alguna vez esto?
A veces escucharás: “Todos mienten”… “En la vida, ya se sabe, hay que mentir, sería insoportable el mundo si no pusiéramos todos en nuestra boca la vaselina de la mentira”. Y empezamos a mentir en lo que llamamos “cumplidos sociales”. Luego empezamos a hablar de las “mentiras piadosas” o de las “mentiras sin importancia”. Después nos inundamos de falsas sonrisas. Y al final ya nadie cree en nadie porque todos estamos seguros de que lo que fulano nos está diciendo es lo contrario de lo que dirá cuando esté a nuestras espaldas. Y es así como, al final, nadie se fía de nadie, y creamos esta especie de lago de mentiras en el que chapoteamos. ¡Qué feo!
Y no hablemos de algunos medios de comunicación social y de algunos periodistas. Son el cuarto poder, después del legislativo, ejecutivo y judicial. Si tú decides ser periodista, lo primero que se te pide es que digas siempre la verdad objetiva de los hechos, y con respeto, sin meterte en la vida privada de las personas. Estás llamado a observar la verdad, que es el fundamento de toda ética. En los medios de comunicación social se juega algo fundamental: la relación de la comunicación de la palabra y la imagen con la verdad. Ojalá que la pasión, fuerza y capacidades comunicativas de todos los periodistas estén siempre puestas al servicio de la verdad y el bien común para construir una sociedad más justa y fraterna.
Los medios de comunicación social son algo bueno. El problema está no en lo que son, sino en la forma en que se usan. Los medios de comunicación son una respuesta maravillosa a las necesidades del hombre de comunicarse y ser informado y han ido adquiriendo cada vez más importancia en todas las sociedades, gracias a la influencia que ejercen sobre la opinión pública.
Esta influencia tan grande, debería de concienciar a los encargados de los medios de la grave responsabilidad que tienen de hablar con la verdad, de dar unas información verdadera e íntegra que respete la justicia y la caridad y que sea dada de una manera honesta y conveniente, respetando los derechos legítimos y la dignidad del hombre.
Sin embargo, vemos que la realidad es distinta y algunos medios nos presentan, a veces, una verdad deformada por los prejuicios, simpatías o antipatías de los informantes, quienes en vez de ser objetivos en la información, expresan sus opiniones y sus ideologías propias, influyendo de una manera nociva a toda la comunidad.
Otras veces, la información que recibimos de los medios es utilizada para engañarnos y manipularnos hacia determinada acción, como la compra de un producto, que te promete que si lo compras serán tan guapa como la modelo que sale en el anuncio o que podrás salir con chicas tan guapas como ella.
Los programas de televisión, las canciones en la radio, las telenovelas, muchas veces desvirtúan también la verdad y nos presentan modelos ficticios de vida, presentándonoslos como los ideales a los que debemos tender. Estos programas, generalmente nos ofrecen una imagen desvirtuada del matrimonio y de la familia.
También encontramos que los medios muchas veces no respetan la dignidad del ser humano y violan los derechos más esenciales, como el de la vida privada. Existen miles de revistas y periódicos cuyo éxito consiste en divulgar los secretos más íntimos de las personas famosas.
Este uso de los medios atenta directamente contra la justicia y la caridad que se merece todo ser humano, por ser imagen de Dios.
Es de todos conocido también el mal uso y el abuso que han sufrido las redes de información, en las cuales hay miles de gentes interesadas única y exclusivamente en engañar y manipular a los jóvenes hacia vicios como la pornografía, la drogadicción o la prostitución.
Por eso, cuida mucho lo que ves y oyes en los medios de comunicación. Selecciona aquello que te dignifica.
¡Cuántas veces te manipulan desde tantas partes! Manipulan la verdad en el lenguaje televisivo, político y social. Lo único que pretenden quienes manipulan la verdad es llevarte a lo que ellos quieren.
Cristo nada odió tanto como la mentira. Para Jesús el diablo era literalmente el padre de la mentira y Él veía en la falta a la verdad el signo de lo diabólico. De ahí su rechazo visceral a las posturas mentirosas de algunos fariseos. Jesús, que era comprensivo con los pecadores, que no tenía inconveniente en comer con los ladrones y los abusivos, no soportaba algunas posturas de los fariseos y hasta parece que le dolió más el hecho de que Judas le traicionase con un beso que la misma traición de su discípulo. Judas jugó con la mentira.
Unamuno, escritor español del siglo XX, decía que no es el error, sino la mentira, lo que mata el alma. Porque el que yerra puede equivocarse con buena voluntad y será juzgado según esa buena voluntad. Pero, ¿qué buena voluntad hay en el que miente?
La malicia de la verdad
He querido reservar hasta el final de este apartado la pregunta más importante:
¿Por qué la mentira es mala?
No puedes responder así: “No vale la pena mentir, porque de todos modos viene a saberse la verdad”. De hecho, hay mentiras que nunca llegan a descubrirse en esta vida.
¿Dónde está el mal de la mentira?
Tú eres imagen y semejanza de Dios, ¿no es cierto? Pues Dios es la Verdad eterna. Por tanto, más te asemejarás a Dios en la medida en que seas veraz y digas siempre la verdad. En cambio, el que miente se hace semejante al diablo. El Señor echa en cara de los fariseos mentirosos: “Vosotros sois hijos del diablo, y así queréis satisfacer los deseos de vuestro padre…; es de suyo mentiroso y padre de la mentira” (Juan 8, 44). Por tanto, toda mentira es mala porque borra del alma esta semejanza con Dios. Y aunque no dañáramos a alguien, nos estamos dañando a nosotros mismos.
Hay otra razón fuerte de por qué la mentira es mala. La mentira es un abuso del orden natural, pues Dios nos ha dado el lenguaje para expresar nuestros pensamientos. Te dañas a ti mismo con la mentira, a tu misma naturaleza, a tu pensamiento, a tu psicología.
La mentira se parece al arma del indígena de Australia, el bumerán, que, una vez lanzada, o bien da en el blanco y lo destroza y le causa perjuicio (es la mentira maliciosa), o falla, y entonces vuelve al que la ha lanzado y le hiere a él (es la mentira inofensiva que daña al mismo individuo).
Un tercer motivo de por qué la mentira es mala: porque haría imposible una vida digna del hombre. ¿Qué pasaría si la mentira fuera la moneda corriente de nuestra sociedad? ¿Qué enfermo creería al médico? ¿Qué alumno creería al maestro? ¿Qué hijo creería a su padre? ¿Qué padre creería a su hijo? ¿Qué obrero creería en su jefe? ¿Qué jefe creería a su obrero? ¿Qué esposo creería a su esposa y viceversa? Todo sería un caos, ¿no crees?
Con estos motivos, podrás comprender la malicia de la mentira.
IV. ¿PUEDES OCULTAR LA VERDAD?
La obligación del octavo mandamiento de decir siempre la verdad no te obliga a decir todas las verdades que conoces. Hay muchas cosas que tal vez sabes y que la prudencia, la discreción o la caridad te dictan no decirlas a menos que sea indispensable.
Tu seguridad y la de los demás, el respeto a la vida privada y el bien común, son causas suficientes para no sentirte obligado a decir las verdades que conoces. Nadie está obligado a revelar una verdad a quien no tiene derecho a conocerla, nos dice el Catecismo de la Iglesia católica, 2489.
Hay cosas que puedes callar si quieres y otras que no debes decir de ninguna manera. Tus pecados no tiene por qué conocerlos nadie sino tu confesor.
¿Qué sabes del secreto?
Si alguien te cuenta un secreto, aunque es una verdad que conoces, debes callarlo y guardarlo por lealtad a quien te lo contó, a menos que el no decirlo, pusiera en peligro la vida de alguien o el bien común, pues el callar, te convertirías en cómplice del daño.
Cristo, en su pasión, ante las preguntas del Sanedrín... ocultaba su verdadera identidad, negándose a contestar. También en su vida pública trataba de guardar el secreto de su identidad y misión divina, pues serían mal interpretadas.
Estas son características de la virtud de la discreción que consiste en no revelar lo que no es necesario o lo que puede ser mal entendido.
Por tanto, aunque la mentira es un pecado, sin embargo, no lo es el ocultar la verdad49 . Muchas veces se dan situaciones en las que no conviene decir la verdad. Así, por ejemplo, la prudencia puede aconsejar no revelar a un paciente la gravedad de su enfermedad o no hacer públicos los problemas por los que atraviesa una familia. Esta reserva, siempre que no sea mentira, se puede y a veces se debe hacer.
Todo hombre tiene derecho a mantener reservados todos aquellos aspectos de su vida que no servirían al bien común, y si los dijera, le vendrían graves consecuencias o dañarían intereses personales, familiares o de otra persona.
Por tanto, hay que guardar el secreto, ya sea el secreto natural, el secreto prometido, el secreto confiado y el secreto profesional. Y sobre todo el secreto sacramental de la confesión.
Este último nunca se debe revelar. El sacerdote jamás podrá revelar lo que le hayan dicho en la confesión, aunque tenga que ofrecer su propia vida, como le sucedió al sacerdote, hoy san Juan Nepomuceno en el siglo XIV, que ante las presiones del rey Wenceslao, rey de Bohemia, para que le dijera los pecados de la reina, recibió del confesor una radical negativa.
- “No –repuso Juan Nepomuceno- no puedo revelarlos, majestad. Es un pedido sacrílego. Mi religión me lo prohíbe. Prefiero morir a ser un mal sacerdote, quebrantando el secreto de la confesión”.
Wenceslao dio unos pasos. De pronto, la ira se apoderó de él.
- ¡Soldados! –vociferó-. ¡Castigad a este hombre!
Lo apalearon con bárbaro rigor. El propio rey aplicó una tea encendida al cuerpo del mártir, quien se retorcía de dolor sin pronunciar una sola palabra.
Juan Nepomuceno fue atado de pies y manos. Desde un puente que atraviesa el río Moldava, en el corazón de Praga, este sacerdote, fiel a su secreto de confesión, encontró la muerte en el río. Era el año 1393.
Otra cosa distinta es la restricción mental y las mentiras piadosas.
La restricción mental consiste en decir una frase o dar una explicación con un significado oculto para el que la escucha.
Es en sí una mentira, y no se debe usar. Pero se hace lícita usarla como algo aceptado universalmente, porque todo el mundo puede comprender el auténtico significado. Por ejemplo: “No está en casa”. Prácticamente todos entienden que “no está en casa” (para usted). O, “lo haré pasado mañana”, es decir, nunca o sabe Dios cuándo.
También se puede utilizar cuando están en juego valores mayores como salvar la vida, pero nunca cuando con ella se esté negando prácticamente la fe.
Podríamos decir que la restricción mental es un medio lícito de autodefensa cuando no queda otra salida. El político que sabe cómo esquivar a los periodistas que buscan acorralarlo es prototipo de quienes practican este difícil arte. Pero siempre será una imperfección o falta a la verdad.
Lector, no te he olvidado al estar escribiendo todo esto relacionado con la verdad. Al contrario, he estado pensando continuamente en ti, pues te deseo que seas una persona veraz, que no pactes con la mentira, ni con las mentirillas. Sé hombre cabal, de una sola pieza.
El día del juicio, ¿qué sentirás cuando todas tus mentiras se encuentren con la gran Verdad, que es Dios? Ese día se vendrán abajo las bambalinas de todo este gran teatro del mundo. Y te encontrarás ante Él, desnudo, sin todas estas caretas con las que en la tierra hoy a veces te disfrazas. ¿No sería bueno empezar a quitártelas ya ahora?
Antes de terminar, te pregunto:
¿Qué te ofrece la verdad? ¿Qué frutos cosechas de la verdad? Yo apuntaría éstos.
- Libertad: La verdad te hará libre. Así lo dijo Jesús. Con la verdad te despojas de prejuicios, liberas tu mente de estereotipos y así te posesionarás de la realidad tal como es, no como te la quieren presentar.
- Apertura hacia la realidad y así ganas en perspectiva y claridad y verás esa realidad en toda su dimensión, y podrás emitir juicios valorativos pertinentes.
- Receptividad para acoger aquellos valores que juzgas los mejores para construir ese modelo que te has marcado en tu mente y que quieres ver realizado a lo largo del tiempo.
- La verdad es dulce y amarga. Al ser dulce perdona, al ser amarga cura, dice san Agustín. Nada hay más dulce que la luz de la verdad, dirá Cicerón.
- La verdad y coherencia te aleja de toda falsedad, incoherencia y doblez, y te confiere una sólida identidad personal. Esta identidad no significa rigidez o cerrazón, sino apertura sencilla y colaboradora. “Es todo un hombre”, se dice de alguien que se manifiesta como un ser humano cabal, pleno e íntegro.
- La verdad misma y la honradez se defenderá por sí misma y habla por sí misma.
Hombre veraz y auténtico es el que tiene las riendas de su ser, posee iniciativa y no falla. Es coherente y nos enriquece con su modo de ser estable y sincero. Hombre veraz y auténtico es aquel que armoniza las palabras con los hechos, es como debe ser, actúa como debe actuar, elige en virtud del ideal que orienta su vida y no a impulsos de sus intereses particulares; es fiable y creíble, tiene palabra de honor y consiguientemente inspira confianza.
Te deseo todo eso a ti, que me lees. Pide a Cristo Verdad, el vivir siempre en la verdad. ¡Qué paz y tranquilidad da! Y en esta vida sé comprensivo para con las debilidades de tu prójimo. Ten espíritu de suavidad y perdón para que el día del juicio, Dios Nuestro Señor también use de piedad contigo al juzgar tus muchas faltas y tus grandes pecados.
Resumen del Catecismo de la Iglesia católica
2504 ‘No darás falso testimonio contra tu prójimo’ (Éxodo 20, 16). Los discípulos de Cristo se han ‘revestido del Hombre Nuevo, creado según Dios, en la justicia y santidad de la verdad’ (Efesios 4, 24).
2505 La verdad o veracidad es la virtud que consiste en mostrarse verdadero en sus actos y en sus palabras, evitando la duplicidad, la simulación y la hipocresía.
2506 El cristiano no debe ‘avergonzarse de dar testimonio del Señor’ (2 Timoteo 1, 8) en obras y palabras. El martirio es el supremo testimonio de la verdad de la fe.
2504 El respeto de la reputación y del honor de las personas prohíbe toda actitud y toda palabra de maledicencia o de calumnia.
2508 La mentira consiste en decir algo falso con intención de engañar al prójimo que tiene derecho a la verdad.
2509 Una falta cometida contra la verdad exige reparación.
2510 La regla de oro ayuda a discernir en las situaciones concretas si conviene o no revelar la verdad a quien la pide.
2511 ‘El sigilo sacramental es inviolable’ (Código de Derecho canónico, canon 983, 1), Los secretos profesionales deben ser guardados. Las confidencias perjudiciales a otros no deben ser divulgadas.
2512 La sociedad tiene derecho a una información fundada en la verdad, la libertad, la justicia. Es preciso imponerse moderación y disciplina en el uso de los medios de comunicación social.
2513 Las bellas artes, sobre todo el arte sacro, ‘están relacionadas, por su naturaleza, con la infinita belleza divina, que se intenta expresar, de algún modo, en las obras humanas. Y tanto más se consagran a Dios y contribuyen a su alabanza y a su gloria, cuanto más lejos están de todo propósito que no sea colaborar lo más posible con sus obras a dirigir las almas de los hombres piadosamente hacia Dios’ (Concilio Vaticano II, constitución Sacrosanctum Concilium 122).
Del Compendio del Catecismo de la Iglesia católica
521. ¿Qué deberes tiene el hombre hacia la verdad?
Toda persona está llamada a la sinceridad y a la veracidad en el hacer y en el hablar. Cada uno tiene el deber de buscar la verdad y adherirse a ella, ordenando la propia vida según las exigencias de la verdad. En Jesucristo, la verdad de Dios se ha manifestado íntegramente: Él es la Verdad. Quien le sigue vive en el espíritu de la verdad, y rechaza la doblez, la simulación y la hipocresía.
522. ¿Cómo se da testimonio de la verdad?
El cristiano debe dar testimonio de la verdad evangélica en todos los campos de su actividad pública y privada, incluso con el sacrificio, si es necesario, de la propia vida. El martirio es el testimonio supremo de la verdad de la fe.
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