lunes, 26 de marzo de 2018

EL MÁSTER Y MARGARITA; POR ENRIQUE GARCÍA-MÁIQUEZ




Sí, ya sé que su nombre de pila es Cristina, pero no me he resistido a un guiño a la obra de Bulgákov. El guiño va más allá (o lo pretende) del postureo pedante, porque yo no quiero hablar tanto del follón que tiene Cristina Cifuentes con su máster particular, sino de la obsesión por los títulos que se nos ha instalado en nuestra sociedad, y que acaba así.


Lo diré rápidamente para que nadie malinterprete esta ambición mía de generalizar como un intento de diluir la responsabilidad de Cifuentes. Si trampeó en su máster y no hizo los trabajos necesarios (que no lo sé), será irremediable que dimita, sobre todo tras haberlo negado tanto. Y algo tendrá que pasar en la universidad.

Un amigo observa que se podría contrastar la agenda pública de Cifuentes cuando era delegada del Gobierno en Madrid con el horario de clases presenciales de su Máster tan aprovechado. Sería un buen indicio de cómo en serio se lo tomaba y cuánto tiempo le dedicó. Me parece muy buena idea también para generalizar, no sólo en este caso, ni siquiera sólo para los títulos que se sacan o se sacaron nuestros políticos.

Observemos sus agendas. ¿Cuándo leen? ¿Cuándo piensan? ¿Cuándo estudian? Esto ya lo denunció un casi olvidado Émile Faguet en El culto a la incompetencia. Allí (y era todavía 1910) observa: "Todo concurre para que el representante de la voluntad popular sea tan incompetente como omnipotente. (…) un hombre-orquesta, un metomentodo, tan ocupado que no puede centrarse en nada. No puede estudiar, pensar, o investigar o, para ser precisos, formarse juicio alguno". A los políticos, en su tiempo libre, los vemos en tumbonas o en chiringuitos, haciendo deporte, bañándose, jugando al dominó, pero con un libro, ¿cuándo?, en una conferencia, ¿dónde? El resultado de tan poco trabajo intelectual lo predijo Faguet: "¿Qué es un político? Uno que, en cuanto a opiniones personales, es una nulidad". Por eso sucumben a toda moda y a todo lobby, como la señora Cifuentes ejemplifica y amplifica.

Todo desemboca en la obsesión por un título que certifique lo que no se tiene. El título como burladero de una carencia. Por tanto, el paso (en falso) es fácil. Si quiero un título académico para fingir nivel intelectual, es casi natural que nos termine dando igual cómo lo hayamos conseguido. Y al revés: quien sabe, sabe que los títulos que de verdad valen son los de los libros que uno se ha leído y ha asimilado.

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