Carlos Navarro Antolín
La Semana Santa coge la horma. Y no es precisamente la actual una Semana Santa marcada por una masa ingente de espectadores La cantidad de público ha ido subiendo poco a poco desde el gélido Domingo de Ramos, pero sin que por ahora se haya perdido la serenidad. La calidad del público, como siempre, es otro debate: desciende cuando sube la cantidad. Pero eso es harina de otro costal (ceñido a los ojos, por supuesto).
El clasicismo del jueves, serenamente esplendoroso, no lo rompen ni los costaleros tatuados que exhiben los excesos de grasas, ni las señoras de mantilla pasándose unas a otras las bandejas de tapas en los estrechos bares de los alrededores de la Alfalfa, ni los colores estridentes de los carritos de niños pequeños. Un jueves como el de ayer, con un sol liviano que permitía vivir una jornada en plenitud, lo resiste casi todo. Y ofrece la estampa del bellísimo exorno del Cristo de la Fundación (preciosas las jarritas de flores malvas colocadas en el friso del monte) o la de los nazarenos prematuros de Pasión esperando en silencio la apertura de la puerta de la calle Córdoba, la que da acceso al hermoso patio de la antigua mezquita.
Un niño pregunta de qué están vestidas unas mujeres que pasean de mantilla por Laraña. El adulto compara el traje de las señoras con el de flamenca de la Feria. El menor se conforma. Ni rastro en la explicación del uso original del traje de mantilla (luto y gala a la vez) para asistir a los oficios. Hoy casi nadie sabe qué es eso de los oficios y la mantilla ha quedado, como tantas cosas, como prenda original para participar en las costumbres del día. Ya se sabe que en esta sociedad se trata de participar, de estar integrado, de ser uno más, incluso de gozar de una cuota de protagonismo por el mero hecho de participar.
La cultura de la participación es como la de la seguridad: es el pretexto para todo. Lo de menos en muchos casos es saber el porqué del traje de mantilla, lo de más es vestirla, pasando antes, por supuesto, por la peluquería y el estudio de ese fotógrafo que abre de diez a doce. Bienvenidas todas las mantillas aun cuando luzcan en esos veladores hasta arriba de platos y vasos sucios. Participen, que algo queda. Y para oficios, los que mandan los juzgados.
El jueves es la delicia mayor de la Semana Santa. Los nazarenos de Los Negritos que abren el cortejo portan limosneros, la cruz de guía de la Quinta Angustia luce velada y Pasión impone con la túnica bordada de Patrocinio López. Una lástima que los aguaores de Los Negros no porten cántaros de Lebrija, sino contenedores de plástico. Detalles de una jornada en la que siempre, siempre, se hacen cálculos para la Madrugada. Se rumia la Madrugada, la noche que ha dejado de gustar a muchos sevillanos. Muchos bares cierran motu proprio, no sólo en la Madrugada, sino todas las tardes de Semana Santa, caso del bar Manolo de la Alfalfa, un clásico del centro que está echando la verja cada tarde a las cinco.
Muy claro lo tienen muchos hosteleros para dejar pasar la oportunidad de negocio que otrora se consideraba la Semana Santa. ¿Por qué? Porque el tipo de público no interesa. Los bares cerrados es la prueba palmaria de la degradación de la convivencia urbana, la muestra de la cultura de los excesos, la hegemonía del público sedente en los bordillos o que se extasia con al Virgen de la Victoria en Tetuán al mismo tiempo que ensucia el suelo de pipas, pipas y más pipas. Aplauden con fervor a la Dolorosa más hermosa y fina de la Semana Santa y se marchan dejando el firme como una auténtica pocilga.
Hay parones que son una delicia, como los de la Quinta Angustia hasta que entra en la carrera oficial. Te permiten admirar ese micromundo que se forma delante de un paso como el de misterio del Señor que se cimbrea. La veintena de monaguillos entre cuatro bocinas y dos paveros, los seis ciriales, los acólitos, los servidores, el incienso que asciende hasta el monte de flores moradas, el doble puño de la camisa del capataz... Jueves delicioso y pleno ante la Quinta Angustia, una cofradía que además deja el regalo de un exquisito cortejo del preste, con ocho dalmáticas con cirio, pertiguero y diputado. La Semana Santa que ofrece la tarde del Jueves no tiene nada que ver con la de tardes anteriores. Es distinta. El cursi diría que es premium.
El Jueves Santo merecería comenzar antes para no solaparse con la Madrugada, no sólo por una cuestión de seguridad, que también, sino porque merece tener el protagonismo al cien por cien como jornada plena de la Semana Santa. Pero ya se sabe que la celebración de los oficios en la Catedral condiciona la parrilla horaria. La Madrugada, por lo tanto, también debiera comenzar más tarde, perder horario nocturno y ganar más horas de luz solar. Los gatos de esta Madrugada que hemos recibido son pardos, absolutamente pardos.. La autoridad eclesiástica no pondría reparos a que las cofradías de la Madrugada entraran más tarde en la mañana del Viernes Santo.
El Jueves Santo es el reencuentro con la mejor Semana Santa, con una Semana Santa que lleva veinte años dependiendo en muchos sentidos del resultado de una noche que lleva dos décadas en jaque. El Jueves, pese a los males que puedan afectar a cualquier tarde de la Semana Santa, resiste todo porque es la reserva de la autenticidad de esta fiesta. No tiene precio la contemplación de la Virgen de la Victoria, como no lo tiene el Señor de Pasión con unos bordados próximos a cumplir los 150 años.
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