A pesar de que, cuando llegó hace dos años y medio a Cádiz, ya traía deteriorada la salud, en su mirada limpia, en sus actitudes atentas y en sus comportamientos generosos con los compañeros y con las compañeras de la Residencia de San Juan de Dios, siempre mostró con claridad los rasgos que, desde su adolescencia, dibujaban el perfil de un fraile dominico. Recuerdo cómo, en la primera conversión que mantuve con él, me explicó con claridad cómo su preocupación por las cosas de Dios le había llevado, a lo largo de su dilatada senda como sacerdote y como fraile, a construir y a reconstruir su vida, a ponerse una y otra vez en camino y, sobre todo, a establecer lazos y a levantar puentes, en especial, con los más necesitados. Me repetía, con machacona insistencia, que se esforzaba en parecerse cada vez más a Jesús con el fin de que su Palabra se hiciera vida en él y en los fieles que lo escuchaban: “Ahí reside –transcribo textualmente- el poder de hacer creíbles nuestras predicaciones”. Pero, a mi juicio, lo más lúcido de aquella primera conversación fue su categórica afirmación de que la voluntad de Dios pasa siempre por hacer del amor el centro de nuestra vida porque, sólo desde el amor tal como nos cuenta el Evangelio, “podemos vivir como cristianos y como dominicos”.
Después, a medida en que se quebrantaba su salud, nuestras conversaciones se fueron haciendo menos teóricas y más anecdóticas pero igualmente aleccionadoras. Me contaba cómo, por ejemplo, las gentes sencillas de Cuba le enseñaban la mejor manera de vivir en austeridad creadora, en simplicidad altruista e, incluso, a ser feliz, disponiendo sólo de elementales recursos materiales. Cuando le pedí que me explicara por qué era tan devoto del Rosario, me respondió, simplemente, que María le ayudaba al trato íntimo con Jesús. Ha fallecido un hombre bueno, un sacerdote generoso y un religioso servicial al que nadie fue capaz que escuchar una queja. Que descanse en paz.
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