La lógica de la desmesura
Paseo triunfal de la Macarena por la Ronda, en la que se concitó un masivo público para ver la procesión de regreso. Uno de los momentos más emotivos se vivió con la Virgen de la Esperanza en la capilla universitaria.
DIEGO J. GENIZ | ACTUALIZADO 01.06.2014 - 07:44
La Macarena del sol tempranero. La Macarena del olor a café en la Puerta de Jerez. La Macarena que va buscando la brisa fresca cuando la reciben los primeros árboles de un parque centenario. La Macarena más solemne con los acordes orquestales. La Macarena que corona la perfección regionalista. La Macarena a los sones de la marcha que le compuso Manuel Marvizón rodeando la plaza. La Macarena reflejada en la ría conSuspiros de España. La Macarena sobre el empedrado de la lonja universitaria. La Macarena cuyo nombre da sentido a la Buena Muerte. La Macarena del sesteo a la sombra de la antigua Fábrica de Tabacos. La Macarena que deja chica la Ronda. La Macarena que ensancha las calles del Moscú sevillano. La Macarena del equilibrio en una antológica desmesura. La Macarena de las mil caras en una. ¿Cuántos rostros se pudieron ver de la Virgen de la Esperanza a lo largo del día entero que estuvo en la calle? Tantos como ojos la vieron.
Si había algún récord que alcanzar en cuanto a duración de procesión ya lo ha logrado la Macarena. Casi 24 horas para esperar, desesperar y disfrutar de la Dolorosa que cumple medio siglo coronada. Hace 50 años la lluvia frustraba el deseo la ciudad de ver coronar a uno de sus pilares devocionales en la joya regionalista que diseñó un macareno. Ayer el agua estaba tan lejana como esas nubes efímeras que apenas ensombrecieron el sol de justicia que caía sobre las chaquetas en una glorieta del Cid salpicada de varas y estandartes. Algunos reconocibles y otros de difícil identificación. Adivinanzas para aliviar la espera, pues cuando se espera a la Esperanza la vista abarca los mil detalles que ofrece una procesión de gloria con palio al fondo, muy al fondo.
Es lo que tiene también el carácter extraordinario. Al despojarse los rostros del antifaz -que a todos iguala- sale a la palestra la más variopinta gama estética, (por llamar así a la manera que tiene cada cual de entender la indumentaria adecuada). Cuántos modelos de gafas, cuánta chaqueta con visibles huellas del tiempo en su tejido y cuánta falda de diversa compostura (seamos aquí políticamente correctos) entretiene la vista en esa dilatada espera. El calor también aporta lo suyo en este apartado. Pamelas, abanicos y sombreros tipo Panamá -los hubo también de complicada clasificación- para hacer frente al astro rey que no abandona la escena. ¡Cuánto hubieran dado los macarenos en 1964 por disfrutar de un 31 de mayo con más de treinta grados y con la amenaza de lluvia sin traspasar el este peninsular (o sea, más allá de Antequera)!
Esperar a la Macarena que abandone la Plaza de España tiene aires de Domingo de Ramos, pero con calor de mayo (que en Sevilla es como decir de verano). Familias con niños, padres con bocadillos, hijos corriendo (con el correspondiente levantamiento de albero que hace al alérgico entrar en un permanente estado de alerta) y globos que se estampan sobre el verde manto del parque. En el bar Citroën hay doble fila para refrescar el gaznate. En La Raza se emula el homenaje frustrado de hace medio siglo con una corona labrada en flores que sale de las manos de Javier Grado.
En la glorieta del Cid el alquitrán recalentado invita a reflexionar a más de un integrante de las hermandades allí representadas sobre el sentido que tiene su estancia en ese lugar, en ese momento y bajo ese sol mientras las gotas de sudor empañan la frente que ya se ha tornado en color carmesí. El entorno universitario hace las veces de muro de Berlín infranqueable. Control férreo para entrar en la lonja cuando el paso llega a las cuatro de la tarde. La procesión se queda sin la compañía del pueblo que tiene que limitarse a verla y vitorearla entre los barrotes de la reja, como si la Esperanza fuera cosa de privilegiados. Es el momento de los acreditados. De la seguridad llevada al extremo. De las marchas fúnebres para evitar desprendimientos. De la recoleta capilla universitaria donde todo está medido para que no haya una persona más de la cuenta. De una tuna recibiendo a la Macarena cuando el termómetro invita más a refugiarse en la sombra que a escuchar sones de madrugada inmaculista que al recordarla hace subir la temperatura.
Pero también es el momento de los cofrades que bucean en la memoria para recordar la última vez que la Virgen de la Esperanza clavó la mirada en el Dulce Crucificado que destila miel la tarde del Martes Santo. Del altar efímero montado para recibir a la corporación con la que compartió años de refugio en la Anunciación, junto al mercado que ha sido simiente de tantos macarenos. De la entrega del cuadro con el que los Estudiantes agasaja a los hermanos de cordón verde y amarillo, ese óleo con el que Ricardo Suárez hace metáfora con los pinceles para mostrar que la Buena Muerte siempre duerme sobre un lecho de Esperanza. De la Fama viendo salir después de tantos años un palio de inspiración juanmanuelina. De pasar la hora de la canícula bajo el techo de uno de los edificios civiles más colosales. Del paso, ya encendido, que sale del Rectorado antes de que lo haga la cruz de guía. De una calle San Fernando esperando a que el palio cruce la verja entre vaivenes de abanicos.
Después queda la Ronda, ese medio redondel que delimita el borde de una ciudad que ayer se desbordó por completo. Sale el paso a la Pasarela y sólo se ven cabezas alzando la vista para saber por "dónde viene la Virgen". El palio es el punto de fuga de las miradas. La perspectiva que marca el ángulo de visión de los que a esa hora no les importa batallar con el calor para verla. La ronda se hace callejuela de sevillanos y gente que ha venido de lejos para presenciar el momento. Un matrimonio de Canarias pregunta "¿cuándo acaba esto?". Un gentil sevillano le enseña el último parte de horarios "orientativos" facilitado por el Cecop. La pareja decide verla ahora, irse al hotel a descansar y encontrársela de nuevo cuando el sábado ya sea domingo.
A esa hora en la que la Esperanza ya desdibujó la alfombra de sal con la que la recibieron en los Negritos, que los faldones se embriagaron del romero esparcido en la puerta de la iglesia de los Gitanos, que su palio traspasó el dintel del callejón salesiano, que la sombra de las bambalinas se recortaron en la cal de la casa donde nació Madre Angelita, en la que desde San Julián a San Gil las colchas y mantones anunciaron su regreso tras siete días de ausencia que han pesado como siglos. A esa hora ya no se echa cuenta del reloj ni del sudor que empapó la camisa. Ni del tiempo que se lleva fuera de casa. La desmesura cobra su elemental y única lógica. El sentido de la Esperanza.
Si había algún récord que alcanzar en cuanto a duración de procesión ya lo ha logrado la Macarena. Casi 24 horas para esperar, desesperar y disfrutar de la Dolorosa que cumple medio siglo coronada. Hace 50 años la lluvia frustraba el deseo la ciudad de ver coronar a uno de sus pilares devocionales en la joya regionalista que diseñó un macareno. Ayer el agua estaba tan lejana como esas nubes efímeras que apenas ensombrecieron el sol de justicia que caía sobre las chaquetas en una glorieta del Cid salpicada de varas y estandartes. Algunos reconocibles y otros de difícil identificación. Adivinanzas para aliviar la espera, pues cuando se espera a la Esperanza la vista abarca los mil detalles que ofrece una procesión de gloria con palio al fondo, muy al fondo.
Es lo que tiene también el carácter extraordinario. Al despojarse los rostros del antifaz -que a todos iguala- sale a la palestra la más variopinta gama estética, (por llamar así a la manera que tiene cada cual de entender la indumentaria adecuada). Cuántos modelos de gafas, cuánta chaqueta con visibles huellas del tiempo en su tejido y cuánta falda de diversa compostura (seamos aquí políticamente correctos) entretiene la vista en esa dilatada espera. El calor también aporta lo suyo en este apartado. Pamelas, abanicos y sombreros tipo Panamá -los hubo también de complicada clasificación- para hacer frente al astro rey que no abandona la escena. ¡Cuánto hubieran dado los macarenos en 1964 por disfrutar de un 31 de mayo con más de treinta grados y con la amenaza de lluvia sin traspasar el este peninsular (o sea, más allá de Antequera)!
Esperar a la Macarena que abandone la Plaza de España tiene aires de Domingo de Ramos, pero con calor de mayo (que en Sevilla es como decir de verano). Familias con niños, padres con bocadillos, hijos corriendo (con el correspondiente levantamiento de albero que hace al alérgico entrar en un permanente estado de alerta) y globos que se estampan sobre el verde manto del parque. En el bar Citroën hay doble fila para refrescar el gaznate. En La Raza se emula el homenaje frustrado de hace medio siglo con una corona labrada en flores que sale de las manos de Javier Grado.
En la glorieta del Cid el alquitrán recalentado invita a reflexionar a más de un integrante de las hermandades allí representadas sobre el sentido que tiene su estancia en ese lugar, en ese momento y bajo ese sol mientras las gotas de sudor empañan la frente que ya se ha tornado en color carmesí. El entorno universitario hace las veces de muro de Berlín infranqueable. Control férreo para entrar en la lonja cuando el paso llega a las cuatro de la tarde. La procesión se queda sin la compañía del pueblo que tiene que limitarse a verla y vitorearla entre los barrotes de la reja, como si la Esperanza fuera cosa de privilegiados. Es el momento de los acreditados. De la seguridad llevada al extremo. De las marchas fúnebres para evitar desprendimientos. De la recoleta capilla universitaria donde todo está medido para que no haya una persona más de la cuenta. De una tuna recibiendo a la Macarena cuando el termómetro invita más a refugiarse en la sombra que a escuchar sones de madrugada inmaculista que al recordarla hace subir la temperatura.
Pero también es el momento de los cofrades que bucean en la memoria para recordar la última vez que la Virgen de la Esperanza clavó la mirada en el Dulce Crucificado que destila miel la tarde del Martes Santo. Del altar efímero montado para recibir a la corporación con la que compartió años de refugio en la Anunciación, junto al mercado que ha sido simiente de tantos macarenos. De la entrega del cuadro con el que los Estudiantes agasaja a los hermanos de cordón verde y amarillo, ese óleo con el que Ricardo Suárez hace metáfora con los pinceles para mostrar que la Buena Muerte siempre duerme sobre un lecho de Esperanza. De la Fama viendo salir después de tantos años un palio de inspiración juanmanuelina. De pasar la hora de la canícula bajo el techo de uno de los edificios civiles más colosales. Del paso, ya encendido, que sale del Rectorado antes de que lo haga la cruz de guía. De una calle San Fernando esperando a que el palio cruce la verja entre vaivenes de abanicos.
Después queda la Ronda, ese medio redondel que delimita el borde de una ciudad que ayer se desbordó por completo. Sale el paso a la Pasarela y sólo se ven cabezas alzando la vista para saber por "dónde viene la Virgen". El palio es el punto de fuga de las miradas. La perspectiva que marca el ángulo de visión de los que a esa hora no les importa batallar con el calor para verla. La ronda se hace callejuela de sevillanos y gente que ha venido de lejos para presenciar el momento. Un matrimonio de Canarias pregunta "¿cuándo acaba esto?". Un gentil sevillano le enseña el último parte de horarios "orientativos" facilitado por el Cecop. La pareja decide verla ahora, irse al hotel a descansar y encontrársela de nuevo cuando el sábado ya sea domingo.
A esa hora en la que la Esperanza ya desdibujó la alfombra de sal con la que la recibieron en los Negritos, que los faldones se embriagaron del romero esparcido en la puerta de la iglesia de los Gitanos, que su palio traspasó el dintel del callejón salesiano, que la sombra de las bambalinas se recortaron en la cal de la casa donde nació Madre Angelita, en la que desde San Julián a San Gil las colchas y mantones anunciaron su regreso tras siete días de ausencia que han pesado como siglos. A esa hora ya no se echa cuenta del reloj ni del sudor que empapó la camisa. Ni del tiempo que se lleva fuera de casa. La desmesura cobra su elemental y única lógica. El sentido de la Esperanza.
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