MADRID, 30 Jun. 14 / 04:25 am (ACI/EWTN Noticias).- Antes de entrar, fray José García, que sirve de guía en la visita al convento más pequeño del mundo, advierte: “Este mes tenemos una oferta especial: los tres primeros golpes son gratis, el cuarto lo cobramos”.
A los diez minutos, cuenta Armando Rubén Puente para la agencia AICA, uno de los que lo seguimos en el recorrido por el convento de la Concepción de El Palancar se golpea con una de las entradas (sin puertas) que solo miden un metro y medio de alto por uno de ancho.
San Pedro de Alcántara (1499-1562), franciscano, hizo en el año 1557 este convento, el más pequeño del mundo, ya que mide 72 metros cuadrados. “El conventino” lo llaman en la provincia de Cáceres, en España.
Allá pasó los últimos años de su vida San Pedro de Alcántara, que medía un metro 80 y que pasó de la pobreza y austeridad de la orden de los franciscanos descalzos a un grado extremo viviendo en una celda en la que es imposible estar de pie, ni acostado: solo se puede estar de rodillas o sentado sobre una piedra, que tiene delante un tronco y una cruz de madera.
Cuenta Santa Teresa de Jesús que durante 40 años solo dormía una hora y media diaria, sentado sobre la piedra, apoyando la cabeza en el tronco. Acostado no podía, ya que la celda tiene un metro y medio de largo por uno de ancho.
Fray José nos dice que es “un convento dentro de otro convento”, y así es, en efecto, puesto que actualmente está dentro del recinto de otro convento moderno, que cuenta con 20 habitaciones en las que pueden albergarse las personas –generalmente jóvenes– que van a pasar allí unos días de retiro espiritual.
“San Pedro de Alcántara mandó construir este convento después de llevar más de cuarenta años como fraile, y lo hizo para que fuera un freno a la ambición y la fantasía de la gente. Estamos hablando del Siglo de Oro, y lo del oro no era una metáfora; era la pasión de los hombres de aquella época como lo sigue siendo ahora”.
Como no le gustaban ni la España del momento ni la Orden franciscana de esos años, san Pedro de Alcántara aceptó el regalo que le hicieron de un terrenito en medio de un bosque de robles. El emperador Carlos V le pidió que fuera su confesor, cuando había renunciado al poder y se recluyó en Yuste, pero el fraile prefirió llevar una vida de ermitaño junto a siete frailes que ocuparon el minúsculo convento, en el que la sala más grande –de 5 por 3 metros– servía de comedor y lugar de reunión. Como en el resto del edificio tampoco podía estarse allí de pie y no había espacio para una mesa.
La otra “sala”, es un decir ya que mide 5 por 3 metros, era la capilla. Una decena de celdas –la más chiquita era la del santo– y una cocina minúscula y apenas iluminada por un agujero que servía de ventana, completaban el convento, que tenía en el centro un patio, “el jardín”, de 3 por 3 metros.
Los visitantes del convento más chico del mundo escuchan la anécdota con incredulidad, como todo lo que les cuentan los cuatro frailes que hoy lo cuidan. Pero el silencio y la paz del lugar terminan por hacerles sentir –o al menos intuir– que hay otras formas de vivir distintas a las que llevamos los habitantes de las grandes ciudades del siglo XXI.
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