Kromi, frente oriental, 24 de diciembre de 1941
El teniente Hans Schäufler y su V brigada blindada se encontraban en la modesta ciudad de Kromi, cerca de Oriol. En ese rincón del mundo también había una iglesia ortodoxa medio derruida que habían tratado de volar los bolcheviques tras la revolución soviética y que finalmente fue usada como almacén.
El interior estaba cubierto de nieve hasta la altura de las rodillas. Por las ventanas rotas y los restos maltrechos de la bóveda se filtraba un viento helado, pero nada les impediría a estos hombres improvisar una misa. “Después de varias semanas de enfrentamiento desesperados, sólo queríamos dar gracias a Dios por seguir con vida”.
Los hombres se pusieron manos a la obra: despejaron la nieve, se levantaron las maderas del suelo de una sala lateral para improvisar el altar.
En medio de tales preparativos se recibe un mensaje urgente: “Hay un regimiento cosaco avanzando sobre Kromi, y también se han detectado actividades partisanas cerca de la ciudad”.
Al teniente Schäufler se le presentó un dilema: ¿dar a conocer la orden a sus soldados y ocupar puestos de combate renunciando a la ceremonia religiosa? ¿Hacer caso omiso de la advertencia y continuar con los preparativos? Se continuó con la preparación de la misa.
El capellán se colocó tras el altar frente a unos ochenta soldados, la nieve caía a través de la cubierta rota del templo. El teniente miró entonces a su alrededor, y se maravilló incrédulo, al ver lo siguiente:
“De pie tras nuestro modesto grupo había aparecido una multitud de rostros pertenecientes a los habitantes de Kromi, hombres de aspecto rudo… mujeres envueltas en zaleas y tocadas con pañuelos de tonos oscuros… jamás había visto una reunión de aspecto más festivo”.
La misa prosiguió, y los soldados se fueron poniendo de pie para hacer las lecturas. Schäufler volvió a recorrer con la mirada y reparó en el fondo de la iglesia en “la presencia de un grupo de jóvenes rusos que presenciaba la escena separado del resto con los gorros puestos”. Y de repente el teniente recordó: ¡el aviso del radiotelegrama! Eran soldados del Ejército Rojo o guerrilleros. Uno de ellos se encontraba un tanto apartado de los demás, era el cabecilla.
Llegado el momento de la bendición final todo el mundo se arrodilló. El sacerdote, “ignorando la llegada del Ejército Rojo a la iglesia, elevó la cruz y la movió de un lado a otro sobre toda la asamblea, rusos y alemanes, amigos y enemigos por igual.
Entonces se adelantó el cabecilla del grupo y, tras quitarse con cuidado el gorro de pieles, bajó la cabeza con lentitud. Sus hombres siguieron su ejemplo”.
Dos armónicas comenzaron a tocar un villancico. Los soldados soviéticos habían abandonado ya el edificio. Se cantó con fuerza “Noche de paz”, y el viento llevó el estribillo más allá de la techumbre abierta.
Poco a poco, el lugar se fue vaciando. Schäufler fue el último en salir, y fuera, en el pórtico, se encontró con el hombre de las botas de oficial. No había nadie más en los alrededores.
“Nos miramos a los ojos durante un largo espacio de tiempo. Entonces, en un alemán titubeante, dijo, primero para sí y después, con aire solemne, a mí: “Christus ist geboren!” (“Ha nacido Jesucristo”). Luego, con gran espontaneidad, me tendió la mano. Yo le di la mía y correspondí a la firmeza con que me la estrechaba.
A continuación se fue: desapareció en medio de la oscuridad de la noche rusa, y no por el camino que habían tomado los demás, sino avanzando confiado en una dirección distinta pese a que la nieve llegaba a la altura de la rodilla”.
Del libro “La retirada. La primer derrota de Hitler”, Michael Jones, Editorial Crítica
El teniente Hans Schäufler y su V brigada blindada se encontraban en la modesta ciudad de Kromi, cerca de Oriol. En ese rincón del mundo también había una iglesia ortodoxa medio derruida que habían tratado de volar los bolcheviques tras la revolución soviética y que finalmente fue usada como almacén.
El interior estaba cubierto de nieve hasta la altura de las rodillas. Por las ventanas rotas y los restos maltrechos de la bóveda se filtraba un viento helado, pero nada les impediría a estos hombres improvisar una misa. “Después de varias semanas de enfrentamiento desesperados, sólo queríamos dar gracias a Dios por seguir con vida”.
Los hombres se pusieron manos a la obra: despejaron la nieve, se levantaron las maderas del suelo de una sala lateral para improvisar el altar.
En medio de tales preparativos se recibe un mensaje urgente: “Hay un regimiento cosaco avanzando sobre Kromi, y también se han detectado actividades partisanas cerca de la ciudad”.
Al teniente Schäufler se le presentó un dilema: ¿dar a conocer la orden a sus soldados y ocupar puestos de combate renunciando a la ceremonia religiosa? ¿Hacer caso omiso de la advertencia y continuar con los preparativos? Se continuó con la preparación de la misa.
El capellán se colocó tras el altar frente a unos ochenta soldados, la nieve caía a través de la cubierta rota del templo. El teniente miró entonces a su alrededor, y se maravilló incrédulo, al ver lo siguiente:
“De pie tras nuestro modesto grupo había aparecido una multitud de rostros pertenecientes a los habitantes de Kromi, hombres de aspecto rudo… mujeres envueltas en zaleas y tocadas con pañuelos de tonos oscuros… jamás había visto una reunión de aspecto más festivo”.
La misa prosiguió, y los soldados se fueron poniendo de pie para hacer las lecturas. Schäufler volvió a recorrer con la mirada y reparó en el fondo de la iglesia en “la presencia de un grupo de jóvenes rusos que presenciaba la escena separado del resto con los gorros puestos”. Y de repente el teniente recordó: ¡el aviso del radiotelegrama! Eran soldados del Ejército Rojo o guerrilleros. Uno de ellos se encontraba un tanto apartado de los demás, era el cabecilla.
Llegado el momento de la bendición final todo el mundo se arrodilló. El sacerdote, “ignorando la llegada del Ejército Rojo a la iglesia, elevó la cruz y la movió de un lado a otro sobre toda la asamblea, rusos y alemanes, amigos y enemigos por igual.
Entonces se adelantó el cabecilla del grupo y, tras quitarse con cuidado el gorro de pieles, bajó la cabeza con lentitud. Sus hombres siguieron su ejemplo”.
Dos armónicas comenzaron a tocar un villancico. Los soldados soviéticos habían abandonado ya el edificio. Se cantó con fuerza “Noche de paz”, y el viento llevó el estribillo más allá de la techumbre abierta.
Poco a poco, el lugar se fue vaciando. Schäufler fue el último en salir, y fuera, en el pórtico, se encontró con el hombre de las botas de oficial. No había nadie más en los alrededores.
“Nos miramos a los ojos durante un largo espacio de tiempo. Entonces, en un alemán titubeante, dijo, primero para sí y después, con aire solemne, a mí: “Christus ist geboren!” (“Ha nacido Jesucristo”). Luego, con gran espontaneidad, me tendió la mano. Yo le di la mía y correspondí a la firmeza con que me la estrechaba.
A continuación se fue: desapareció en medio de la oscuridad de la noche rusa, y no por el camino que habían tomado los demás, sino avanzando confiado en una dirección distinta pese a que la nieve llegaba a la altura de la rodilla”.
Del libro “La retirada. La primer derrota de Hitler”, Michael Jones, Editorial Crítica
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