Nació en Londres el 21 de diciembre de 1118. Era hijo de una familia de origen francés; su padre era comerciante. Cursó estudios con los canónigos regulares de Merton, en Surrey, y tras la pérdida de sus padres, entrando ya en la veintena, se ganó el sustento trabajando primeramente al servicio de un familiar y luego con un señor aficionado a la cinegética y a la cetrería, deporte que heredó y cultivó durante un tiempo. Era inteligente y sagaz, exquisito en el trato; además, había pasado por París y Bolonia donde había cursado teología, de modo que a los 24 años el arzobispo de Canterbury, Teobaldo, lo acogió entre los suyos y obtuvo para él muchas prebendas.
En 1154 después de recibir el diaconado, el arzobispo lo designó arcediano de Canterbury. Hasta la muerte de éste, acaecida en 1161, Tomás mostró su pericia y delicadeza en asuntos diplomáticos de cierta envergadura que el prelado le encomendó dentro y fuera de las fronteras. Estas misiones le llevaron en distintas ocasiones a Roma. Teobaldo veía en su estrecho colaborador un hombre valiente y fiel, que defendía la verdad; contó siempre con su aprobación y confianza. Estas y otras cualidades no pasaron desapercibidas para el rey Enrique II que hacia 1155 le había nombrado canciller suyo. Ambos mantuvieron una estrecha amistad. Fue una relación entrañable que sobrepasó el vínculo que les unía en las difíciles cuestiones de estado que compartían.
Tomás tenía una personalidad arrolladora y compleja. Su orgulloso temperamento, inclinado a la ira y a la violencia, fue templándolo a fuerza de oración y disciplina. A veces, durante un tiempo, fue excesivo en su prodigalidad, pero reconocido en su innegable generosidad a la hora de agasajar a todos, incluidos los ricos, y especialmente a los pobres. Tocante a la defensa de su país, en el campo de batalla no tenía precio. Era un aguerrido y valiente general que se sentía cómodo luchando por los suyos, a la par que vestía el hábito clerical. Al fallecer Teobaldo, el monarca Enrique II, haciendo uso del privilegio que le había conferido el pontífice, lo designó sucesor suyo para ocupar la sede arzobispal. Al saber que fraguaba este nombramiento, Tomás pareció adivinar lo que iba a suceder, y vaticinó: «Si Dios permite que yo ascienda a la dignidad de arzobispo de Canterbury, no pasará mucho tiempo sin que pierda los favores de Vuestra Majestad, y todo el afecto con que vos me honráis se transformará en odio. Puesto que Vuestra Majestad proyectará hacer ciertas cosas que vayan en perjuicio de los derechos de la Iglesia, mucho me temo que Vuestra Majestad requiera de mí una ayuda o una aprobación que no podré darle. No faltarán personas envidiosas que aprovechen esas ocasiones para alentar una amarga e interminable desavenencia entre vos y yo».
Así fue. El 3 de junio de 1162 Tomás recibió el sacramento del orden y a continuación fue consagrado arzobispo. Entregado en cuerpo y alma a su misión, se propuso guardar celosamente los derechos del pueblo y de la Iglesia. Personalmente, de la noche a la mañana dio un cambio radical a su forma de vida, hecho que fue ostensible para quienes le conocían. Centrado en la oración, el ejercicio de la piedad y caridad con los desfavorecidos, templado y moderado al extremo en sus costumbres culinarias, que eran harto frugales, se esforzaba por todas las vías posibles en seguir el camino de la perfección. Humildemente pidió que no le ocultaran las flaquezas que advirtieran en él: «Muchos ojos ven mejor que dos. Si ven en mi comportamiento algo que no está de acuerdo con mi dignidad de arzobispo, les agradeceré de todo corazón si me lo advierten».
Las disensiones con el rey llegaron pronto. Tomás repudiaba cualquier prebenda del monarca sobre sus súbditos, como propugnaban las «Constituciones» de 1164. Le había apoyado siempre incondicionalmente, pero no podía tolerar las presiones que ejercía sobre la Iglesia. Su rechazo a las decisiones que Enrique II tomaba oprimiendo al pueblo y haciéndole objeto de distintos atropellos, supuso para él un destierro de seis años en territorio francés. Primeramente vivió con la comunidad cisterciense de Pontigny, pero la ira del rey que amenazaba la vida de todos si cobijaban a Tomás, hizo que éste en 1166 se trasladara a la abadía de San Columba Abbey, en Sens, donde se gozaba de la protección de Luís VII de Francia. Hasta que el papa Alejandro III medió entre las partes y aunque Tomás le rogó que lo reemplazase en su misión por otra persona, no logró convencerle, por lo cual regresó a Canterbury. Su vuelta estuvo marcada por la convicción de que iba hacia su muerte. Ante la aclamación de sus seguidores, manifestó: «Vuelvo a Inglaterra para morir». Impugnó las decisiones de obispos que acogieron las «Constituciones», poniendo de manifiesto que nada había cambiado en él, y actuó como mediador de quienes veían pisoteados derechos elementales.
Harto y resentido, en un momento dado el rey farfulló ante un grupo de personas su deseo de liberarse de aquel «clérigo infernal que le hacía la vida imposible». Cuatro componentes de su séquito que le oyeron, tomaron literalmente sus palabras. Buscaron a Tomás, le acosaron en el interior de la catedral donde se hallaba, y sin inmutarse ante su valentía, mientras decía: «En nombre de Jesús y en defensa de la Iglesia, estoy dispuesto a morir», lo decapitaron brutalmente el 29 de diciembre de 1170. Alejandro III lo canonizó el 21 de febrero de 1173.
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