¿Qué es la Navidad? ¿Adornos, fiestas, regalos, comidas, cantos, encuentros…? Es cierto que la Navidad parece ser para buena parte de la humanidad, incluso para quienes no creen en ella, una ocasión especial para celebrar; es una época llena de un talante singular y en múltiples manifestaciones se evidencia su especial influjo, pero ¿es la Navidad algo más que un tiempo de formas protocolares y una estética particular? Todos sabemos lo que se celebra en estos días, sin embargo ¿realmente creemos en lo que en esa noche acontece en la historia de la humanidad y en nuestra propia historia personal? Desaber estamos atiborrados, pero en cuanto a creer abrigamos desconfianza.
En esa noche creemos que hemos sido liberados. La Palabra se ha hecho carne para asumir esta realidad golpeada y fatigada y ofrecerle un aliento de esperanza, así como el pueblo de Israel, cuando era esclavo en Egipto, en una noche salió de su condición de esclavitud y fue liberado. La Palabra ha asumido nuestra carne para liberarla también en una noche, porque la noche revela y sustenta su misterio, al hacer posible el encuentro entre lo infinito y lo finito, al conciliar la actividad con el reposo y restaurar la vida desde la muerte. La presencia en la noche no tiene una forma concreta, pero es presencia que cautiva. En ella el espacio se abre para dar paso al silencio cómplice de la presencia que lo ocupa.
Todos hemos vivido, de algún modo, la experiencia de Israel, todos hemos sentido la necesidad de conquistar nuestra libertad para liberarnos, porque la libertad, como bien lo recuerda el apóstol Pablo, no es sólo algo que tenemos o no tenemos, sino que también es «nuestro destino» (Gal 5,13). Dios se ha hecho hombre para hacernos libres, para llevarnos a nuestro cumplimiento. Al celebrar este tiempo de Navidad creemos que la libertad que nos ha dado Dios no radica en el hacer lo que Él quiere que hagamos, pues de ser así no habría diferencia entre un ser programado y un ser humano. La diferencia radical está en la capacidad de amar en la que hemos sido constituidos como sujetos libres: somos capaces de amar y por eso nuestro amor tiene sentido y nuestra libertad tiene valor. Pero incluso permaneciendo en el amor, tenemos la posibilidad de no ser fieles a él, y ahí radica lo valioso de nuestro amor cuando actuamos libremente.
En el tiempo de Navidad celebramos el valor de nuestra libertad, sostenida desde la realidad de un amor que libera. En esta temporada celebramos que Dios comparte el espacio que había creado para el ser humano, para convivir con la creación y, así, lo humano ha quedado colmado en la presencia del Otro. Esto lo ha recordado hermosamente Atanasio de Alejandría con las siguientes palabras: «Dios se ha hecho portador de la carne para que el hombre pueda ser portador del Espíritu». Dios se ha hecho hombre porque nos ha creado capaces de él y, de ese modo, sólo en lo humano, en lo realmente humano, se nos ha manifestado la forma en la que Dios se quiere revelar.
Ante la presencia del otro y del Otro nuestras vidas descubren su propia densidad humana. ¿Cuántas veces no hemos comprobado esto al reconocernos en la presencia y el rostro de los otros y del Otro? Este reconocimiento como humanos pasa por entender la fragilidad y la riqueza que el otro y el Otro aportan a nuestras historias de vida. Cuando creemos que Dios se ha hecho carne, queremos afirmar que ha plenificado esta carne al amarla, asumiéndola y cargando con ella. En Navidad, pues, no celebramos la grandeza de un Dios o de un pasado lejano, sino la gloria de la humanidad amada y querida por Dios al asumirla hasta el extremo. ¿De qué valdría un Dios que exige ir hacia él pero que no puede venir al encuentro del hombre? Como lo recuerda Cabasilas: «siendo amigo de los hombres, Dios podía colmarles de beneficios, pero manteniéndose a la distancia, no podía sufrir por ellos». Al asumir la carne, Dios deja en evidencia la forma en que ama a esta humanidad. Así lo expresa también el poeta Antonio Machado:
Anoche cuando dormía
soñé, ¡bendita ilusión!,
que una fontana fluía
dentro de mi corazón.
Di, ¿por qué acequia escondida,
agua, vienes a mí,
manantial de nueva vida
de donde nunca bebí?
Anoche cuando dormía
soñé, ¡bendita ilusión!,
que una colmena tenía
dentro de mi corazón;
y las doradas abejas
iban fabricando en él,
con las amarguras viejas,
blanca cera y dulce miel.
Anoche cuando dormía,
soñé, ¡bendita ilusión!,
que un ardiente sol lucía
dentro de mi corazón.
Era ardiente porque daba
calores de rojo hogar,
y era sol porque alumbraba
y porque hacía llorar.
Anoche cuando dormía
soñé, ¡bendita ilusión!,
que era Dios lo que tenía
dentro de mi corazón.
Por este acontecimiento se transforma toda alegría en bienaventuranza, porque Dios se ha hecho carne y ha liberado nuestra libertad. Dios irrumpe en nuestra vida como el árbol que florece, como la flor que se espera y sólo abre cuando es su tiempo; sólo así nuestra felicidad cotidiana puede ser superada por la bienaventuranza que es la vida recibida. Como recuerda Pablo Neruda: «no se sorprenda nadie porque quiero / entregar a los hombres / los dones de la tierra, / porque aprendí luchando / que es mi deber terrestre / propagar la alegría. / Y cumplo mi destino con mi canto».
Esta libertad en la que hemos sido liberados realmente se nos ofrece en la noche, así como de noche salió el pueblo de Israel y de noche Dios se hace un niño frágil, para que entendamos que la libertad no es una certeza, ni una convicción eterna que llena de seguridad nuestro tránsito, sino un camino que hemos de recorrer asumiendo y cargando con nuestra propia historia al hacer del otro nuestro propio rostro. La libertad se vislumbra en los destellos de esperanza que surgen en medio de la noche. Al caminar en medio de las tinieblas surgen estos fulgores como estrellas, como «rayos de tinieblas» (Juan de la Cruz) o «tinieblas de luz» (R.M. Rilke) que iluminan nuestro camino, y al prestar atención al silencio surgen las palabras que se transforman en carne en nuestra propia historia. Palabras que convierten espléndidamente nuestras vidas al hacerse carne en nosotros.
En un tiempo sagrado como este y ya en vísperas del nuevo año vaya a nuestros lectores un saludo de paz y esperanza: ¡que la buena noticia de la Pascua colme nuestros hogares y habite en nuestros corazones!
En esa noche creemos que hemos sido liberados. La Palabra se ha hecho carne para asumir esta realidad golpeada y fatigada y ofrecerle un aliento de esperanza, así como el pueblo de Israel, cuando era esclavo en Egipto, en una noche salió de su condición de esclavitud y fue liberado. La Palabra ha asumido nuestra carne para liberarla también en una noche, porque la noche revela y sustenta su misterio, al hacer posible el encuentro entre lo infinito y lo finito, al conciliar la actividad con el reposo y restaurar la vida desde la muerte. La presencia en la noche no tiene una forma concreta, pero es presencia que cautiva. En ella el espacio se abre para dar paso al silencio cómplice de la presencia que lo ocupa.
Todos hemos vivido, de algún modo, la experiencia de Israel, todos hemos sentido la necesidad de conquistar nuestra libertad para liberarnos, porque la libertad, como bien lo recuerda el apóstol Pablo, no es sólo algo que tenemos o no tenemos, sino que también es «nuestro destino» (Gal 5,13). Dios se ha hecho hombre para hacernos libres, para llevarnos a nuestro cumplimiento. Al celebrar este tiempo de Navidad creemos que la libertad que nos ha dado Dios no radica en el hacer lo que Él quiere que hagamos, pues de ser así no habría diferencia entre un ser programado y un ser humano. La diferencia radical está en la capacidad de amar en la que hemos sido constituidos como sujetos libres: somos capaces de amar y por eso nuestro amor tiene sentido y nuestra libertad tiene valor. Pero incluso permaneciendo en el amor, tenemos la posibilidad de no ser fieles a él, y ahí radica lo valioso de nuestro amor cuando actuamos libremente.
En el tiempo de Navidad celebramos el valor de nuestra libertad, sostenida desde la realidad de un amor que libera. En esta temporada celebramos que Dios comparte el espacio que había creado para el ser humano, para convivir con la creación y, así, lo humano ha quedado colmado en la presencia del Otro. Esto lo ha recordado hermosamente Atanasio de Alejandría con las siguientes palabras: «Dios se ha hecho portador de la carne para que el hombre pueda ser portador del Espíritu». Dios se ha hecho hombre porque nos ha creado capaces de él y, de ese modo, sólo en lo humano, en lo realmente humano, se nos ha manifestado la forma en la que Dios se quiere revelar.
Ante la presencia del otro y del Otro nuestras vidas descubren su propia densidad humana. ¿Cuántas veces no hemos comprobado esto al reconocernos en la presencia y el rostro de los otros y del Otro? Este reconocimiento como humanos pasa por entender la fragilidad y la riqueza que el otro y el Otro aportan a nuestras historias de vida. Cuando creemos que Dios se ha hecho carne, queremos afirmar que ha plenificado esta carne al amarla, asumiéndola y cargando con ella. En Navidad, pues, no celebramos la grandeza de un Dios o de un pasado lejano, sino la gloria de la humanidad amada y querida por Dios al asumirla hasta el extremo. ¿De qué valdría un Dios que exige ir hacia él pero que no puede venir al encuentro del hombre? Como lo recuerda Cabasilas: «siendo amigo de los hombres, Dios podía colmarles de beneficios, pero manteniéndose a la distancia, no podía sufrir por ellos». Al asumir la carne, Dios deja en evidencia la forma en que ama a esta humanidad. Así lo expresa también el poeta Antonio Machado:
Anoche cuando dormía
soñé, ¡bendita ilusión!,
que una fontana fluía
dentro de mi corazón.
Di, ¿por qué acequia escondida,
agua, vienes a mí,
manantial de nueva vida
de donde nunca bebí?
Anoche cuando dormía
soñé, ¡bendita ilusión!,
que una colmena tenía
dentro de mi corazón;
y las doradas abejas
iban fabricando en él,
con las amarguras viejas,
blanca cera y dulce miel.
Anoche cuando dormía,
soñé, ¡bendita ilusión!,
que un ardiente sol lucía
dentro de mi corazón.
Era ardiente porque daba
calores de rojo hogar,
y era sol porque alumbraba
y porque hacía llorar.
Anoche cuando dormía
soñé, ¡bendita ilusión!,
que era Dios lo que tenía
dentro de mi corazón.
Por este acontecimiento se transforma toda alegría en bienaventuranza, porque Dios se ha hecho carne y ha liberado nuestra libertad. Dios irrumpe en nuestra vida como el árbol que florece, como la flor que se espera y sólo abre cuando es su tiempo; sólo así nuestra felicidad cotidiana puede ser superada por la bienaventuranza que es la vida recibida. Como recuerda Pablo Neruda: «no se sorprenda nadie porque quiero / entregar a los hombres / los dones de la tierra, / porque aprendí luchando / que es mi deber terrestre / propagar la alegría. / Y cumplo mi destino con mi canto».
Esta libertad en la que hemos sido liberados realmente se nos ofrece en la noche, así como de noche salió el pueblo de Israel y de noche Dios se hace un niño frágil, para que entendamos que la libertad no es una certeza, ni una convicción eterna que llena de seguridad nuestro tránsito, sino un camino que hemos de recorrer asumiendo y cargando con nuestra propia historia al hacer del otro nuestro propio rostro. La libertad se vislumbra en los destellos de esperanza que surgen en medio de la noche. Al caminar en medio de las tinieblas surgen estos fulgores como estrellas, como «rayos de tinieblas» (Juan de la Cruz) o «tinieblas de luz» (R.M. Rilke) que iluminan nuestro camino, y al prestar atención al silencio surgen las palabras que se transforman en carne en nuestra propia historia. Palabras que convierten espléndidamente nuestras vidas al hacerse carne en nosotros.
En un tiempo sagrado como este y ya en vísperas del nuevo año vaya a nuestros lectores un saludo de paz y esperanza: ¡que la buena noticia de la Pascua colme nuestros hogares y habite en nuestros corazones!
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