La Jornada Mundial de Juventud (JMJ) de Río de Janeiro vivió ayer uno de sus grandes momentos con el Vía Crucis que se celebró en el paseo marítimo de Copacabana frente a una de las playas más evocadoras del Planeta. Más de un millón de peregrinos llegados de todo el orbe católico participaron en esta ceremonia que recordaba el sufrimiento de Jesucristo manifestado en los grandes problemas que afrontan los jóvenes en la sociedad contemporánea.
En su discurso, Francisco dio ánimos a la juventud para que se atreva a soñar con un porvenir mejor, teniendo la seguridad de que Cristo está a su lado. «Jesús se une a tantos jóvenes que han perdido su confianza en las instituciones políticas porque ven egoísmo y corrupción», dijo, haciendo referencia a la ola de indignación contra las estructuras del poder que se ha desatado en los últimos años, haciendo temblar las calles y plazas de Madrid, Nueva York o Río de Janeiro, entre otras ciudades. La crítica de Francisco no sólo fue de puertas afuera. También lamentó que los jóvenes «hayan pedido su fe en la Iglesia, en incluso en Dios», debido a la «incoherencia de los cristianos y de los ministros del Evangelio».
Como podía esperarse, el Obispo de Roma centró su alocución en la Cruz, símbolo del sufrimiento de Cristo y de los males que condenan a los jóvenes de hoy a la exclusión, víctimas de esa «cultura del descarte» a la que se ha referido ya en varias ocasiones en estos días de la JMJ. Comentó que al portar la Cruz sobre sus espaldas, Jesucristo «recorre nuestras calles para cargar con nuestros miedos, nuestros problemas, nuestros sufrimientos, también los más profundos». Con ella, se une al «silencio de las víctimas de la violencia, que no pueden ya gritar, sobre todo los inocentes y los indefensos».
La Cruz simboliza a las «familias que se encuentran en dificultad, que lloran la pérdida de sus hijos o sufren al verlos víctimas de paraísos artificiales como la droga». También a quienes padecen el hambre en un mundo donde «cada día se tiran toneladas de alimentos» y a los que son «perseguidos por su religión», por sus ideas o sufren el racismo. En la Cruz de Cristo, culminó Francisco, está el «sufrimiento, el pecado del hombre, también el nuestro», pero también el ánimo de que Dios «acoge todo con los brazos abiertos», carga con «nuestras cruces» y nos anima para seguir adelante cada día.
Las 14 estaciones del Vía Crucis, ligadas a las preguntas existenciales que se hacen los jóvenes, se interpretaron de manera simultánea frente al escenario de Copacabana en cuyo podio central estaba sentado el Papa y en distintos puntos del paseo marítimo. Participaron en las representaciones más de 280 artistas provenientes de seis países diferentes, una pequeña muestra de la internacionalidad que se respiraba en el público. La iconografía de las distintas estaciones recordaba en algunos momentos a la Semana Santa española, pues Ulysses Cruz, director artístico de la representación, se inspiró en las procesiones del siglo XVI para retratar algunas de las grandes cuestiones que preocupan a los jóvenes, como las drogas, las enfermedades, las redes sociales, la fe, la defensa de la vida, la cárcel o el trabajo. Todas las estaciones estaban ambientadas en la antigua Jerusalén.
Francisco también trató de responder a algunos de estos temas durante su alocución. Tras preguntarse sobre lo que la Cruz dejaba para cada persona, contestó: «Un bien que nadie más nos puede dar: la certeza del amor indefectible de Dios por nosotros». Ahondó en esta cuestión diciendo que este amor «entra en nuestro pecado y lo perdona, entra en nuestro sufrimiento y nos da fuerza para sobrellevarlo, entra también en la muerte para vencerla y salvarnos». En la Cruz está «todo el amor de Dios, su inmensa misericordia». De ese amor uno se puede fiar sin miedo, destacó, invitando a continuación a los jóvenes a que «confiaran totalmente en Jesús». Sea cual sea nuestro sufrimiento, nuestra carga, nuestra cruz, no resulta nunca demasiado pesada para que «el Señor no la comparta con nosotros». Francisco dijo estas palabras bien acompañado, pues en el palco levantado en Copacabana estaba acompañado por 1500 personas, entre las que había un buen número de minusválidos.
Acabó Francisco su alocución hablando de amor. Dijo que la Cruz nos invita a «dejarnos contagiar por este amor» y nos enseña a mirar siempre al prójimo «con misericordia» y cariño, especialmente a los que sufren, tienen «necesidad de ayuda» o esperan «una palabra, un gesto» o que «salgamos de nosotros mismos» para acudir a su encuentro y tenderles la mano. Recordando las distintas personas que acompañan a Jesucristo durante su subida al Calvario (Pilato, el Cireneo, María, las mujeres...), el Pontífice invitó a los jóvenes a que reflexionaran sobre a quién estaban emulando ellos con sus propias vidas. «También nosotros podemos ser para los demás como Pilato, que no tiene valentía de ir contracorriente para salvar la vida de Jesús y se lava las manos». O se puede ser en cambio como «el Cireneo», que ayudó a Cristo a llevar la Cruz, o como María y las otras mujeres, que «no tienen miedo» de acompañarle hasta el final. «Y tú, ¿como quién eres?».
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