Entre las vías de Santiago yacen para siempre retazos de heroísmo y la memoria de un peregrinaje cercenado a 190 kilómetros por hora cuando tocaba con sus dedos las puertas de la Gloria. No hay consuelo posible en la tragedia, ni dolor más hondo que el del peregrino al que la adversidad le niega el abrazo del Apóstol. A veces, la curva final de la vida sale al encuentro, insidiosa y cruel, antes de tiempo, en la estación que no era y en el día equivocado. Es el absurdo de ir tan deprisa para no llegar nunca. Pero es entonces cuando aflora lo mejor de quienes nos rodean, la determinación de los vecinos en plantarle cara a la catástrofe, la carrera contra reloj de los primeros auxiliadores para disputarle a la muerte aunque sea unas migajas de vida, el desvelo de cientos de personas para reconfortar a los deudos, las colas insomnes de donantes de sangre, la compasión unánime de un país golpeado, otra vez, por trenes desventrados que nunca llegan a su destino.
En medio del llanto y de la tristeza sin final, aún queda espacio para sentir el orgullo de pertenecer a un país de gentes ejemplares. España lo es. Aunque siempre haya excepciones. En accidentes como este, como en otros de los últimos años que se han cobrado decenas de vidas o graves daños medioambientales, nunca faltan los zopilotes que planean sobre la tragedia para arrancar algún trozo de carne política, para rasgar la piel del adversario y arrojar sobre él la desolación de las víctimas como condenas infamantes. La utilización partidista del dolor colectivo ha sido demasiado frecuente y demasiado vil, quién no lo recuerda con cierto asco en el estómago, y no hay que descartarla tampoco ahora. Como es natural, la Justicia debe investigar a fondo y con celeridad las causas de la catástrofe de Santiago, dirimir responsabilidades y reparar daños. Pero por respeto a las víctimas y a sus familiares, sería deseable, al menos por una vez, que mientras tanto nadie utilice el llanto de todos como arma de combate político. La demagogia partidista no entiende de piedad ni conoce la decencia, magnifica las dudas razonables y eleva a condena la más débil sospecha. Aplaudamos a los héroes de Santiago, pero reservemos nuestro más profundo desprecio a los carroñeros y politicastros. Entre los rieles compostelanos se quebró la vida de muchas familias y de entrañables amigos, como el querido Enrique Beotas, con quien tanto demorábamos las tardes de verano mientras las espumas fatigaban las arenas del sur. No será mucho pedirle a los vivos dignidad y respeto a su recuerdo y a la memoria de todos.
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