Redacción (Sábado, 27-07-2013, Gaudium Press) Tal vez ésta sea el único remedio para los males espirituales y materiales de nuestra época. No obstante, es extremadamente difícil conseguir aplicarla de manera conveniente, pues requiere un equilibrio, una precisión, una firmeza sólo posible con el auxilio divino.
Por lo general, cuando se oye hablar de la misericordia divina, la primera idea que surge es la de la anulación de la justicia e incluso de la revocación de ciertos preceptos de la Ley de Dios más arduos de practicar. Después de todo, si Dios fuese a tratar al mundo únicamente de acuerdo a los dictámenes de la justicia, hacía mucho que un nuevo Diluvio habría lavado la faz de la tierra de tantos pecados y crímenes con los que los hombres la manchan. Sin embargo, no lo ha hecho, porque tiene en cuenta las flaquezas del ser humano, como muy bien lo ha recordado el Papa Francisco, en el Ángelus del 17 de marzo, con el ejemplo de la anciana que dijo: "Si el Señor no perdonara todo, el mundo no existiría".
Entonces, ¿hay que tolerarlo todo en nombre de la misericordia? He ahí el difícil equilibrio: ¿cómo ejercerla de manera a reconducir al pecador por el buen camino?
El pasaje del Evangelio de la mujer adúltera (Jn 8, 1-11), sorprendida en flagrante y arrastrada por los fariseos hasta los pies de Jesús, es un admirable ejemplo de ese equilibrio divino. La Ley mosaica determinaba la lapidación inmediata de los culpables.
Era la estricta aplicación de la justicia, sin lugar para el perdón, para la misericordia.
Santo Tomás de Aquino comenta que los fariseos esperaban que Jesús, en coherencia con sus enseñanzas, perdonara a la pecadora, dándoles de esta forma un motivo para acusarlo de transgredir la Ley de Moisés. Lo pusieron a prueba en dos puntos: en la justicia y en la misericordia. Jesús supo preservar una y otra. Es hermoso el simbolismo del gesto de escribir con el dedo en la tierra. En efecto, la antigua Ley había sido escrita en tablas de piedra, imagen de su dureza; nuestro Redentor escribe en tierra blanda, para significar la dulzura y flexibilidad de la nueva Ley promulgada por Él.
Sin embargo, Cristo pronunció la sentencia de acuerdo con la justicia: "El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra" (Jn 8, 7). Por lo tanto, respetó la Ley mosaica y aún fue más lejos en el rigor de la justicia, como si dijera: si queréis condenarla, sufrid con ella el mismo castigo, porque también sois pecadores. Nadie tuvo el valor de tomar la delantera... Entonces, Jesús aplica la misericordia: "Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más" (Jn 8, 11). Tan sólo le pone una condición: "no peques más".
Es muy significativo que en uno de los primeros actos públicos de su auspicioso pontificado el Papa Francisco haya hablado sobre la misericordia, comentando este pasaje de la mujer adúltera. Habló espontáneamente, de la abundancia de su corazón de pastor y padre, ofreciendo a la humanidad sufriente el remedio que tanto necesita para volver a la casa del Padre: la misericordia, la paciencia de Dios con el pecador, su incansable deseo de perdonar a los que a Él se acercan con el corazón contrito. Dios nunca se cansa de perdonar, recuerda el Papa, somos nosotros los que nos cansamos de pedirle perdón.
Si confiamos en la misericordia de Dios, encontraremos ese difícil equilibrio entre la Ley y el perdón, que regenerará nuestra época, como decía el Papa en el Ángelus del 17 de marzo: escuchar la palabra misericordia lo cambia todo, "cambia el mundo".
(Editorial, Revista Heraldos del Evangelio, Junio de 2013)
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