Hay trenes que se cansan, pero raramente se equivocan. Santiago, ochenta muertos. Enrique Beotas entre ellos, que buscaba el aire y la grandeza de su ciudad adoptada. El romanticismo del viaje está en el tren. Los andenes de la espera y de la despedida. Chesterton era poco puntual y perdía los trenes. «La mejor manera de subir a un tren es perder el anterior». En Santiago el tren trazó una curva a cien kilómetros por hora de sobranza. Y el pavor, la tristeza, la indignación, la tragedia. Mi vida siempre ha sido bien tratada por los trenes. El Talgo de mi juventud, rumbo a San Sebastián o de vuelta a Madrid. El Talgo en cuyo último vagón se ocupaban dos sillones para admirar el paisaje que se dejaba atrás. El coche-cama que dejaba de traquetear y se balanceaba en la gran bodega del barco que cruzaba el Canal de La Mancha, entre Dover y Calais-Maritime. El viaje en tren más duradero de mi vida. Entre la estación de Atocha de Madrid y San Fernando, Cádiz, Real Isla de León, veintiseis horas en el convoy militar que me llevaba al Servicio Militar. Los trenes militares, con prioridad en tiempos de guerra o de emergencias, ceden en la paz su turno a todos los demás trenes. El tren que llega a Salzburgo, entre paisajes de Mozart. Aquellos coches-restaurantes de Wagons Lits, «Companhia dos Carruagens-Camas e os Grandes Expressos Europeos». El Tren que alcanza Lisboa, bellísima y amada sede de una Dictadura que para muchos españoles era esperanza de libertad. El cine es un tren, un andén, o un beso de adiós y el amor que se aleja. Tren de huida. De Moscú a San Petersburgo, el tren de la melancolía. El «Golden Arrow», un salón inglés de Dover a Londres mientras se disfruta del mejor té de Inglaterra.
Maquinistas de la nobleza. Con su mono azul ennegrecido por el carbón y el pañuelo al cuello, hace su entrada en Hendaya, procedente de Madrid, el tren conducido por el duque de Zaragoza. Años más tarde le tomaría el relevo el conde de Alcubierre, que a sí mismo se motejaba, ya retirado, «Maquinavieja». Los tiempos cambian. El que se despide de su ser amado, y le coloca las maletas, y le da instrucciones, y no se apercibe de que el tren se ha puesto en marcha. «Adiós, mi amor, que pierdo el andén».
El tren es el viaje, el placer de los paisajes adivinados, y para una gran mayoría de usuarios, el primer instrumento de su trabajo, y en las vacaciones, el seguro amigo hacia el descanso.
Pero de vez en cuando, inesperadamente, el tren se convierte en el amasijo de hierros de la muerte. Y no porque el tren así lo decida, sino por el exceso de confianza de los hombres. Al maquinista del Alvia que circulaba a mucha mayor velocidad de la establecida le aguarda el turno de sus explicaciones ante el juez. No me gustaría estar en su piel ni conocer los rincones de su conciencia. Así está marcado el destino. Será, lo es con toda seguridad, un profesional reputado, un buen marido, un buen padre y un buen amigo de los suyos. Pero unos segundos de debilidad, de exceso de confianza –y como se ha leído en sus mensajes–, de imprudencia sostenida por su mucha experiencia, pueden determinar la muerte de decenas de personas y el desconsuelo inesperado de sus familias. Que si el tramo, que si el cambio de vía, que si el muro... Lo cierto es que todos los que hemos visto horrorizados las imágenes del desastre sabemos, o intuimos, que el tren no ha sido el responsable del accidente, ni la vía, ni el muro.
Exceptuando a unos pocos comentaristas oportunistas y malnacidos, y alguna política de reacciones repugnantes, he visto a toda una nación unida –al fin– por el dolor. Estos accidentes traen mucha cola.
Tan larga como la tristeza. Quizá, libre de la pérdida de un ser querido, se puede ser más misericordioso, y también es bueno, recomendable y sano reparar en la tragedia personal de quien tiene todas las cartas para ser considerado culpable. Un accidente de tren rompe los esquemas de cualquiera, porque nadie que accede a él se siente asustado. A trescientos por hora circulan los AVE con la acostumbrada naturalidad de sus pasajeros. Por ello, impresiona más que un accidente aéreo. Los que se fueron de este mundo en la maldita curva de la Grandeira se habían incorporado de sus asientos y aguardaban de pie el fin de su trayecto.
Un mal segundo y nada. Pero los trenes, casi siempre, son también víctimas inocentes.
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