El mando supremo de las Fuerzas Armadas que nuestra Constitución atribuye al Rey no es un enunciado nominal. Muy por el contrario, tanto por razones históricas como por práctica constitucional, constituye un precepto clave en nuestro entramado constitucional.
En efecto, comenzando por el significado histórico del enunciado hay que recordar la profunda –y no siempre adecuada– vinculación de la Monarquía de España con sus Ejércitos. Desde el Señor Natural de la Monarquía Hispánica al Capitán General de los Ejércitos de las constituciones decimonónicas, se fue trabando una relación de lealtades recíprocas que llevaron a las equívocas invocaciones al Rey de Primo de Rivera y de Sanjurjo, por no seguir.
Don Juan Carlos I, «legítimo sucesor de la dinastía histórica» en acertada síntesis constituyente, supo recibir y diseccionar ese legado en favor de la libertad del pueblo español.
En las paredes de las salas de banderas y las cámaras de oficiales de los Ejércitos de 1978, colgaban parejos el testamento de Franco y el primer mensaje del Rey. Lejos de escandalizarme, comprendí entonces que aquella «sucesión de mando militar» evitaba vacíos de poder y tentaciones autonomistas de las FF AA y garantizaba su conversión en defensores del nuevo orden constitucional democrático que el Rey impulsaba.
Los acontecimientos de la noche del 23 de febrero vinieron a confirmarlo. Para entonces, ya teníamos Constitución y el mando supremo sólo podría entenderse con el refrendo del Gobierno y el aval del Parlamento; pero aquella noche de la democracia, con el Gobierno y el Parlamento secuestrados por la fuerza, sólo la «auctoritas» del Rey, no ya su «potestas» temporalmente suspendida, podía parar a la fuerza sedicente y señalar a la fuerza legítima la senda constitucional. Y así, el antiguo Señor Natural de los Ejércitos ejerció sus «poderes durmientes» como verdadero «defensor de la Constitución» y de la libertad del pueblo español.
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