La corrupción es una de las grandes lacras de cualquier país, de hecho, importa a la opinión pública más incluso que los problemas de índole económica, según las encuestas. En Brasil lo tienen claro, reclaman mejores servicios públicos, pero sobre todo el fin de la corrupción que ya muchos consideran casi inherente a la clase política. Y es que poner fin al abuso de poder es objetivo indispensable para todo país que, como Brasil, quiera seguir avanzando. Porque para preservar los avances conseguidos en democracia, es imprescindible respetar, ensalzar y perpetuar los valores éticos y democráticos que permitan una grata convivencia. Cierto que nuestros juzgados tramitan más procedimientos por corrupción política y económica de lo que desearíamos, pero eso significa que, salvo algunas excepciones, el que la hace, la paga. Delitos como prevaricación, cohecho, malversación de caudales públicos, tráfico de influencias, estafas o apropiaciones indebidas, acaban siendo juzgados, y si no, ya se encargan la ciudadanía y plataformas que defienden la transparencia y la justicia de que los corruptos lo paguen de otra forma, a veces peor que la prisión.
Está claro que hay que poner fin al abuso de poder y los políticos son los primeros interesados en esta dura pero ineludible y fructífera tarea, ya que han visto su profesión, casi siempre vocacional, mancillada por uno de los siete pecados capitales: la avaricia. Por suerte hay muchas más personas generosas y solidarias, que optaron a un cargo público por vocación de ayudar y mejorar su país, que codiciosas, pero estas últimas, como vemos a diario, son más noticiables.
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