Presenté en Valladolid un libro prodigioso. No figurará jamás en la relación de los libros más vendidos. Y el marco de la presentación, inigualable. El Palacio Real de Valladolid, antigua sede de la Capitanía General, y hoy de la Cuarta SUIGE, que así de raras son en la actualidad las denominaciones militares. En ese Palacio Real, por la influencia del entonces bastante cabrón Duque de Lerma, reinó Felipe III desde 1601 a 1606, interrumpiendo la capitalidad de Madrid. Allí de frente, de golpe, la maravilla de la iglesia de San Pablo, joya sublime de la arquitectura hispanoflamenca, donde se halla la pila bautismal de Felipe II y Felipe IV, el pequeño Rey casi todopoderoso, y el Rey de nuestros Siglos de Oro en la literatura y la pintura, influido en su caso por el también bastante cabrón Conde-Duque de Olivares, que encerró en los fríos sótanos de San Marcos de León a don Francisco de Quevedo por unos versos satíricos.
Un libro tan hermoso sólo se podía presentar en un lugar como aquél y con una audiencia tan abigarrada de españoles decentes. Los militares, encabezados por el general Quintanilla y el general-director de la Academia de Caballería. El texto, ajustado a la grandeza del libro, es de Lucas Molina, también su editor, un romántico de la edición, dueño de una prosa fácil y sintética, así como terrenal compañero de una comandante de Intervención Militar por la cual todos querríamos ser intervenidos. Y los dibujos, bocetos y el gran cuadro que protagonizan la obra, son del gran pintor catalán Augusto Ferrer-Dalmau, un español profundo que para no sufrir, ha instalado sus melancolías de Barcelona en la Alta Castilla vallisoletana. Escribió Arturo Pérez-Reverte: «Nadie, que yo conozca, pinta en España como Augusto Ferrer-Dalmau, con tanta honradez y ausencia de complejos a la hora de recuperar las imágenes de nuestro largo pasado militar». Porque Ferrer-Dalmau, como su paisano Josep Cusachs, ha renunciado a glorias efímeras y privilegios que sólo benefician a los ideólogos de la mentira artística, para convertirse en el maestro de la pintura militar. Dos catalanes son los que mejor nos han regalado la estética de nuestra Historia a través de los héroes anónimos que han vestido y visten el uniforme militar. Augusto y Lucas han convivido en Afganistán quince días con nuestros soldados. Y el objetivo final del libro es el gran óleo «La Patrulla», que podrá ser admirado en el Museo del Ejército instalado en el alcázar de Toledo, primer cuadro que se pinta en el sitio de la guerra, con unos soldados que tienen nombre y apellidos, bajo un sol tórrido y en el paisaje más pavoroso del mundo. Porque Afganistán es de una fealdad espeluznante, en su piel de tierra y en su costumbre humana –o inhumana–, y crear tanta belleza y emoción de la fealdad está sólo en manos de los artistas elegidos, y en el caso de Augusto Ferrer-Dalmau, simultáneamente influidos por esos españoles ejemplares que se juegan la vida todos los días y a todas horas en tierras lejanas al amparo de nuestra Bandera para defender a quienes, probablemente, nunca les agradecerán su sacrificio. Eso, un paisaje desolador, un sol insoportable y un ambiente humano grandioso. Más de cien militares españoles han muerto heroicamente en Afganistán, mientras aquí, en España, los imbéciles de siempre desprecian a nuestros soldados.
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