lunes, 18 de febrero de 2013

"ME DIJO QUE DIOS ME SEGUÍA QUERIENDO, Y ME LO CREÍ".



En Cuaresma, una nueva llamada a la conversión y la confesión

«Cristo no se interesa por las veces que caéis, sino por las veces que os levantáis», les dijo el Papa a los jóvenes alemanes. Dios actúa en el sacramento de la Confesión, y a veces cambia visiblemente la vida de personas que han sufrido caídas muy duras. Pero sus efectos, aunque menos visibles, son siempre iguales. El confesionario es un lugar donde siempre se puede comenzar de nuevo, en las grandes y pequeñas batallas
«El sacerdote me dijo que Dios me seguía queriendo,
y me lo creí, porque él lo transmitía»
Cuando Lidia abortó a su hijo, hace cinco años, comenzó una auténtica espiral de autodestrucción. A los malos tratos que empezó a sufrir de su marido -el mismo que, de novios, la presionó para abortar-, se sumaron una cadena de trabajos perdidos y una recaída en la adicción a las drogas. «Han sido unos años de verdadero infierno, tuve varios intentos de suicidio. En febrero del año pasado, toqué fondo, ya no quería vivir». Pero Dios salió a su encuentro. Lidia vivía con su madre, porque su separación era de alto riesgo. Un día, «me obligó a ir a Misa con ella para no dejarme sola. El sacerdote, al que había hablado de mí, me preguntó si quería confesarme. Llevaba 20 años sin hacerlo. Le conté lo de las drogas, el odio a los hombres, que me había planteado hacerme lesbiana... Pero no el aborto; lo había borrado de mi vida. El sacerdote me ganó. Tuvo una actitud de comprensión total, de cariño. Me dijo que Dios me seguía queriendo y me lo creí, porque él lo transmitía».
A partir de ese momento, comenzó un proceso intenso de recuperación física, psicológica y espiritual. Gracias a un grupo de la parroquia, «mi fe fue creciendo y empecé a sentirme muy cómoda». Durante una concentración provida el pasado octubre, oyó hablar por primera vez del síndrome post-aborto. «Me vi muy reflejada, y me enfrenté realmente a mi aborto». Se confesó y recibió la absolución, pero todavía necesitaba sacarse de dentro mucho dolor. Al mes siguiente, en Medjugorje, «me volví a confesar con un sacerdote mexicano, con el que estuve 45 minutos. Salimos los dos llorando. Me pidió que le hablara a la Virgen cara a cara, que le contara todo y le pidiera perdón». Así lo hizo; sin dejar de llorar, «les pedía al Señor y a la Virgen que me perdonaran, y sentí que era así. Salí de allí con la tranquilidad enorme de sentirme perdonada, y de que tengo un hijo en el cielo». Lidia sigue recibiendo ayuda psicológica, y hasta hace poco también psiquiátrica. Pero está convencida de que, «si no es por Dios, por su perdón, no te recuperas de un aborto».
Hay que estar preparado
Una de las situaciones en las que el mandamiento de la Iglesia pide confesarse es en peligro de muerte. El capellán castrensepater Luis Miguel explica que, en el ejército, la cercanía del peligro hace que los militares tengan un gran sentido de la trascendencia, y la presencia del capellán les ofrece una puerta abierta para profundizar en qué hay «más allá de lo que vemos». La Confesión, para ellos, juega un papel clave: cualquier soldado quiere tener sus asuntos mundanos en regla, y «lo mismo pasa en el orden espiritual». Todos los creyentes -opina el pater- deberían aprender de esta actitud, y tomar conciencia de que, «en cualquier circunstancia, puedes estar viviendo el último momento de tu vida, y hay que estar preparado».
Este sacerdote es muy consciente de que la confesión «es una acción de Dios; un invento extraordinario en el que la gente encuentra al Señor a través de un pecador. El sacerdote es sólo un instrumento de Dios; tiene que estar disponible y saber que no es él quien actúa», sino Dios Padre, que acoge a sus hijos pródigos. Quizá por eso, «en el capellán castrense se desarrolla mucho la dimensión paternal del sacerdocio. Tienes que estar con ellos, amarlos y estar siempre disponible».
Un Sacramento liberador
Bien lo sabe el pater Francisco, de la Brigada Paracaidista. Al final de un día lleno de tareas, antes de irse a dormir, siempre estaba dispuesto a echar horas hablando, confesando y rezando con Raúl, un soldado que vivía un proceso de conversión largo y difícil. Nacido en una familia distanciada de la Iglesia, Raúl estaba viviendo una época «un poco desordenada -cuenta él mismo-. Pero empecé a tener inquietudes que nunca había tenido. Una noche de desesperación, vi claro que Dios existía». Esa misma noche, tuvo la primera larga charla con el pater Francisco. Raúl tiene claro que la confesión no hace crecer el sentimiento de culpa, sino todo lo contrario. Al comenzar su proceso, «pasé a tener muchos escrúpulos. La primera vez que me confesé, tenía mucha angustia y sentimiento de culpa. Poco a poco, con más confesiones, se me han ido quitando».
La Confesión fue para él un sostén fundamental en un camino que no era de rosas. «Fue un tiempo de lucha: me resistía al cambio, tenía crisis de ansiedad», y tentaciones muy fuertes, que le empujaban a alejarse del pater. Pero el sacerdote «siempre aparecía, no me preguntes cómo», cuando más lo necesitaba. «Creo que la Providencia lo puso ahí por mí. Hasta que no me dejé guiar por él y comencé a confiar en Dios, lo pasé francamente mal. Todo eso ha ido desapareciendo a medida que me iba acercando a la Confesión y la Eucaristía. Cuanto más conocía y quería a Dios, mejor me iba. Ahora vivo con una paz y una alegría impresionantes».
La conversión, tarea diaria
Cristo espera en el confesionario..., y en todo lugar
donde hay un sacerdote
También para Gonzalo una confesión marcó un hito en su vida. A pesar de tener dos hermanos sacerdotes, «yo no quería saber nada» de Dios. «Me creía el más listo, pero en el fondo tenía el corazón como una piedra». Lo que le pasaba «no es nada distinto de lo que le pasa» a mucha gente: había tomado «una serie de decisiones de acuerdo con los criterios del mundo», y esto le había llevado a sufrir varias pérdidas que lo sumieron en la «indiferencia y la incredulidad». Pero «conocí a una chica que me dijo que el mundo era distinto. Yo quería saber por qué me lo decía, e inicié un proceso de búsqueda. Una vez, ella me dijo: ¿Por qué no te confiesas, hombre? Fue una confesión muy normal y tranquila. Me dio mucha alegría. Al terminar, le pregunté al sacerdote si ya podía comulgar, y me dijo: Claro, con una sonrisa que aún llevo conmigo. Vi que el Señor me estaba esperando tal como era, y que me tenía que dejar de tonterías». Con todo, Gonzalo no considera que en ese momento comenzara un camino nuevo para él. «Lo que hay nuevo en el camino son tus ojos. Desde entonces, veo mejor el porqué y el para qué de las cosas».
«Yo doy muchas gracias a Dios por ser sacerdote -dice don Alberto Andrés, Penitenciario de la madrileña catedral de la Almudena-, porque el sacerdote ve cómo Dios pasa de forma grandiosa por las almas de la gente». Lo vivido por Lidia, por Raúl, por Gonzalo en las confesiones que cambiaron sus vidas, sucede de nuevo cada vez que Dios pronuncia, a través del sacerdote: «Yo te absuelvo de tus pecados...» La Iglesia exige confesarse sólo una vez al año, en peligro de muerte, o si se ha de comulgar. Pero a la vez «nos anima a acudir con frecuencia; no sólo porque se nos perdonan los pecados, sino porque nos hace crecer en gracia, nos ayuda a vivir más en la intimidad con el Señor».
El padre Alberto añade: «Entre las seducciones de Satanás a las que se renuncia en la liturgia, está el creer que ya estamos convertidos del todo. La conversión es una tarea diaria». Como Penitenciario de una catedral, el padre Alberto tiene la facultad de levantar las censuras reservadas al obispo, por pecados como la herejía, la apostasía o el aborto. Pero, para él, «lo verdaderamente maravilloso es ver las conversiones en las cosas cotidianas: la lucha en pequeños aspectos como sonreír a una persona que te cae mal. El sacerdote tiene que acompañar ese caminar para decir a la gente, como Benedicto XVI a los jóvenes alemanes: Cristo no se interesa por las veces que caéis en la vida, sino por las veces que os levantáis».
María Martínez López
Jesús amó al Buen Ladrón
«En la cárcel, el mensaje cristiano es todavía más espeluznante. Oír en la calle que Jesús perdonó a los pecadores, al Buen Ladrón, te parece bien, porque piensas: Yo no he hecho nada muy malo. Pero a los presos les resuena mucho, y te preguntan: ¿Dios me ama a mí también, con lo que he hecho?» La cárcel para ellos puede ser una gracia, una oportunidad para «pararse y volver a tomar conciencia de Dios». Lo explica el padre Fernando Martínez, capellán de la prisión madrileña de Estremera.
Allí, «todas las semanas se confiesan por lo menos seis o siete personas», algunas por primera vez, otras de forma habitual. Hay quienes piden directamente ir a Misa o a hablar con el capellán. Otros le conocen durante las visitas a los módulos, y encuentran en él «alguien que los acoge con amor». A partir de ese momento, tal vez empiecen a ir a Misa «y a desahogarse con nosotros. Van cogiendo confianza y reconociendo la verdad de su vida, y llega un momento en que dicen: Quiero pedir perdón». A veces, más que su delito, les pesa «haber defraudado a su familia. Poco a poco, reconocen el daño que han hecho».
Aunque sigan entre rejas, comienza para ellos una nueva vida, en la que hacen frente a grandes dificultades como la drogadicción, o el miedo a qué pueda pasarles al salir en libertad. En estas circunstancias, hay casos realmente meritorios. «Conozco un traficante arrepentido al 100%, y dispuesto a morir antes de meterse otra vez en esas cosas», y otro «que quiere ser misionero». En cambios así, «ves que realmente hay una eficacia en los sacramentos». Pero no se reduce a lo que ocurre entre rejas: «Cualquier confesión, dentro o fuera de la cárcel, es preciosa, porque es donde más percibes el amor tierno de Dios hacia una persona».
Confesarse para ser misioneros
Hay momentos especialmente indicados para acercarse a Dios. Uno de ellos es la Cuaresma. Ocurre otro tanto en momentos especiales de la vida de la Iglesia. Al padre Alberto, Penitenciario de la Almudena, le llamó la atención la cantidad de gente que se confesó en el Jubileo del año 2000, o en la semana que murió Juan Pablo II, porque «lo mejor que podían hacer para dar gracias por su vida era acercarse a Dios». Lo mismo ha ocurrido con la JMJ.
El Año de la fe y la llamada a la nueva evangelización son una nueva llamada a la conversión. Si evangelizar es «transmitir la alegría de tu vida a todos», no en vano la confesión se llama también el sacramento de la Alegría. «En el encuentro con Dios misericordioso nos sentimos amados y perdonados. Quien ha experimentado esto, lo transmite. Muchas veces viene alguien que se ha confesado contigo, y te trae a su hermano o a un amigo para que también se confiese contigo».
Otro testimonio fundamental en este Año de la fe debe ser el de los sacerdotes. Tienen que mostrar, como el Padre, que esperan al hijo. «Es verdad que, en el confesionario, estás muchos ratos leyendo o rezando. Pero es importante estar, porque te llega gente que llevaba mucho tiempo sin confesarse y te dice: Al verle ahí, me ha dado un vuelco el corazón, y me gustaría que me ayudara a confesarme».

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