LA BELLEZA DE LA IGLESIA (XXIX)
“Iba ella resplandeciente, en el apogeo de su belleza, con rostro alegre como de una enamorada” Est,5,1
LA VERDAD DE LA NAVIDAD: Tradiciones
Otro año más que estamos
sumergidos en la vorágine de
publicidad, lucecitas, sentimentalismos
y comidas opíparas,
que tanto nos ocultan el
Misterio de la Natividad de
Nuestro Señor, y tanto nos
ofuscan en estos días...
Por tanto, este es otro año más que pienso lo
mismo: ojalá algún día Dios me permita pasar
con mi esposa los tiempos de Adviento y
Navidad en un monasterio apartado, celebrando
en recogimiento tan importantes fechas
litúrgicas… Tal es el grado de hastío
que me produce la cueva de bandidos en lo
que hemos convertido la Navidad.
No se habla del nacimiento de Jesucristo,
lo quieren liquidar, quitar del mapa. El Niño
Jesús molesta… Somos otros Herodes modernos
a los que incomoda la presencia del
verdadero Rey. Y lo ocultamos bajo capas de
vagos deseos de paz, amor y buenos sentimientos…
Fijaos en los anuncios, las iluminaciones,
las tarjetas navideñas… El Señor
no aparece. La Navidad se convierte entonces
en antinatividad, en fiesta de invierno
sin sentido religioso ninguno.
Pero estas fiestas han arraigado en el Pueblo
de Dios a lo largo de los siglos, aunque
ahora se intente, incluso desde determinadas
esferas de poder, irlas eliminando… Todos
tenemos experiencia de vivir entrañablemente
la Navidad. Recordamos con sentimiento
la de nuestra infancia, las reuniones familiares…
Yo me acuerdo que cuando daban las
vacaciones iba todos los días a casa de mis
abuelos, eran días especiales, se hacían los
“pestiños”, se mataba el pavo, se ponía el
Belén con serrín, abríamos la caja de polvorones
y nunca nos daban la botellita, teníamos
que conformarnos con el
almanaque,… cosas que hacían
la Navidad más entrañable, más
humana, por tanto más cristiana,
y ayudaban a ver el verdadero
sentido de la Pascua de la Navidad.
Porque lo que aquí se celebra, lo que aquí
esperamos, queridos feligreses que aún me
leéis, hermanos míos, es ni más ni menos
que DIOS CON NOSOTROS, hecho carne,
sangre, llorando y tiritando en un pesebre de
animales, y transformándolo todo...
Por eso se canta: los villancicos, hermosísima
alabanza como los pastores al volver de
ver al Niño. Por eso se hacen comidas suculentas,
porque con Dios entre nosotros no
hay escasez, y se comparte con los pobres
más si cabe. Por eso también se fabrican
dulces, para degustar de alguna forma la
dulzura de Dios que ha venido. Y también
se encienden luces, símbolo de la luz de
Cristo en las tinieblas del mundo. En muchas
familias estas luces, que antiguamente
en Norte y Centroeuropa eran velas, se colocan
en un árbol, signo cristianizado de la
vida que nos trae Cristo. Hoy día también
hemos recibido la tradición de la corona de
Adviento, con este mismo significado. Pero
que esta tradición no nos impida a la más
católica y antigua de las tradiciones navideñas
por excelencia: El Belén, del cual
hablaremos la semana próxima.
Estas y otras tradiciones arraigadas nos ayudan,
forman parte de nuestra condición cristiana,
encarnada en formas concretas, pero
sin perder de vista lo esencial: el Misterio
sublime, Dios hecho hombre en un portal.
Petrus quînta
Pedro A. Mejías Rodríguez
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