Discernir los signos de los tiempos es el pedido incesante que la Iglesia militante lanza al Cielo en cada oración
Por: . | Fuente: Revista Cristiandad
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Discernir los signos de los tiempos es el pedido incesante que la Iglesia militante lanza al Cielo en cada oración. ¿Qué significa discernir? Significa distinguir y diferencias correctamente una cosa de otra, lo bueno y lo malo, lo apropiado y lo impropio, lo conveniente y lo desastroso. En otras palabras, tener esa agudeza de espíritu que caracteriza las grandes almas en los momentos cruciales de la vida y de la historia.
Esto implica un arduo trabajo para cada tiempo, ya que como una persona requiere mayor o menor énfasis en virtudes distintas en etapas diferentes de su vida, así el Cuerpo Místico de Cristo requiere de esa fuerza en virtudes particulares según los tiempos que vive.
La perseverancia en los tres grandes amores del católico -la Sagrada Eucaristía, la Santísima Virgen y el Papado- nos exige, por unión a la Santa Iglesia, vivir esas virtudes según requiere y nos demanda la esposa de Cristo. Y ese discernimiento nos compete a todos los católicos según nuestro deber de estado.
Luego, la lógica nos indica que habrían virtudes para todos los tiempos y otras particulares según los tiempos. Una de las eternas virtudes que nos demanda un buen servicio al Papado y a la Iglesia universal es el discernimiento. Más aún cuando Satanás intenta por todos los medios confundir a los fieles con falsas apariciones y con brotes de rebelión por todas partes. Fátima nos dirá que incluso Dios no ahorrará, en estos tiempos de prueba, rebeliones "dentro de la casa".
Por lo tanto, esta virtud de base será el discernir, es esa rara capacidad de distinguir, como decíamos, una cosa de otra, pero siempre iluminados por la Palabra Eterna, con amor a la Verdad y no al juicio propio e invariablemente según lo que la Tradición y las Sagradas Escrituras nos enseñan durante siglos.
Lo que decíamos arriba hace nacer una inquietud: ¿qué virtudes, entonces, serán las más apropiadas para los tormentosos días que vivimos?
La lista sería muy larga si las afrontamos desde los diferentes deberes de estado. Pero se nos facilita la tarea si las comprendemos en genérico, es decir, aplicadas a todo y a cualquier católico no importando dónde se encuentre ni que estado viva.
Podríamos comenzar con la Prudencia, que nos indica el camino más adecuado para procurar el Bien. No es la prudencia humana, esa suerte de mediocridad mundana que llama "prudencia" al apocamiento de espíritu, a la timidez pacata, a la debilidad de alma que termina en inacción. La prudencia verdadera discierne frente a las situaciones, mira el Bien perfecto, procura los medios necesarios y actúa según estas reglas doradas.
Otra virtud sumamente necesaria en estos tiempos es el sentido de Justicia. No esa justicia mundana que se rige mas bien por los sentimientos humanos y por un igualitarismo recalcitrante o un libertinaje escandaloso. Aquí hablamos del sentido de Justicia que exige el triunfo del bien y el castigo del mal, que sufre la impunidad del pecado y la persecución a la virtud. Es una justicia que no se deja llevar por los vaivenes de la opinión de los medios de comunicación y del populacho, porque se basa en los principios eternos de Bien explicados tan bellamente a lo largo de los Libros Santos y de la enseñanza dos veces milenaria de la Santa Iglesia.
Este sentido de Justicia, digámoslo claramente, exige el odio al mal. Nadie puede decir que ama la justicia si no odia al mal, como mentiría quien dice amar la verdad y no odia la mentira. Es una cosa simple: quien no odia, ama, porque la indiferencia es una forma de permisión amorosa al vicio. No se trata de un odio visceral, sentimental y vicioso como el que los ángeles caídos promueven. Se trata de un santo odio como el que San Miguel tuvo para con Satanás y los ángeles rebeldes en el momento de tomar la defensa de Dios y combatirlo hasta precipitarlo en el infierno, mientras los ángeles indiferentes fueron condenados a poblar, como demonios, los aires. Éste es mismo santo odio que tuvo la Santísima Virgen al consentir la Encarnación y la Muerte de Su Hijo y del que Su profeta Elías participó tan bellamente. La justicia es un acto de amor tan puro como puro es el Dios de justicia y misericordia que nos recibirá ante Su trono el Juicio Final.
La Templanza es, en medio de las babeles contemporáneas, el escudo protector de toda virtud, ya que no se confunde con la sequedad espiritual calvinista que ve en cada placer un pecado y en cada gozo un deleite perverso. La templanza auténtica es lo mismo que se dice de una espada templada. Esas espadas, como las de la noble Toledo hispana, tienen la particularidad de poder doblarse muchísimo sin quebrarse, pueden inclinarse hasta extremos que el resto de estas armas no pueden, Y son durísimas hasta cortar en dos las hojas de las espadas enemigas.
Por eso la templanza será siempre la virtud que nos permite disfrutar de todos los placeres lícitos con un espíritu de libertad tal que no nos dominen nunca bajo la esclavitud del vicio. Porque el vicio, recordémoslo bien, es el hábito constante del mal. No se trata de un pecado puntual y particular, sino la reiteración del mismo hasta hacernos esclavos de él. Cuesta mucho ser buen cristiano hoy. Y la templanza es la virtud -hábito constante de Bien- que nos permitirá resistir las tentaciones esclavizantes de las sociedades en que nos ha tocado sobrevivir. Gozaremos, entonces, de un perfecto dominio de nosotros mismos: un dominio tal que nos hace libres con una libertad desconocida para el mundo
Hay dos virtudes poco comentadas pero muy necesarias: largueza y longanimidad. La Largueza es el espíritu de generosidad particularmente cristiano. Es esa apertura al bien que nada reserva para sí porque no nos tenemos a nosotros mismos como fin (o nuestras inclinaciones meramente humanas), sino al Bien mismo, a Dios y a Su Iglesia, al prójimo por amor al Creador. Todo recurso interno y externo están para eso: para hacer el Bien en esta tierra mientras caminamos a la Patria definitiva, la Jerusalén celestial.
La Longanimidad, por su parte, nos dispone a no medir nuestros propios intereses en las acciones sino que pone lo más perfecto, noble, sublime y virtuoso como fin. Nos arranca de la mediocridad egoísta moderna y nos predispone a grandes hazañas, a aventuras heroicas, a la abnegación de nosotros mismos procurando el Reino de Dios en la Tierra. Son los principios del Padre Nuestro encarnados como ideales de vida terrena.
Cuando ilustramos en estas virtudes necesarias no podemos olvidar el sentido de Fidelidad a Dios y a la Iglesia, que nos llama a despreciar nuestros temores al ridículo, a la persecución o a la calumnia; el sentido de perfección que rechaza todo lo feo, ruin, poco armonioso, destemplado, etc, para exigirse a uno mismo y al mundo entero sólo lo mejor, más perfecto, santo, puro y bueno, como reflejos del Creador que es cada cosa en el Universo; el sentido de Jerarquía, que comprende como mal el igualitarismo asfixiante moderno y desea, con Santo Tomás, que Dios se refleje de la mayor cantidad de formas posibles en la Tierra y que estas diferencias se ordenen en desigualdades para elevar nuestros espíritus en esta escala metafísica hasta las perfecciones puras del Creador; el sentido de nobleza, como viendo en cada cristiano un Hijo adoptivo del Rey de reyes y por lo tanto llamado a representarle en todo ante los hombres y a comportarse como tal y como se espera de tal.
Probablemente deberíamos continuar con muchas más virtudes –como lo haremos en el futuro– a fin de ir formando en nosotros ese Reino que pedimos cada día en la Padre Nuestro.
Lamentablemente en este espacio no podemos desarrollar, como querríamos, las consecuencias de cada virtud, ya que cada una daría lugar a todo un libro, pero prometemos volver sobre estos temas en los números siguientes.
Y es que las virtudes modernas ya fueron trazadas con líneas de fuego y misericordia en los gloriosos sucesos de Fátima. Imitar a la Santísima Virgen, Corredentora Universal, es practicar estas virtudes que el Cielo nos propone en estos tiempos particularmente marianos. Conversión de vida, penitencia, reparación y oración nos pedía ya en 1917. Sigamos sus ejemplos, vivamos sus virtudes.
Esto implica un arduo trabajo para cada tiempo, ya que como una persona requiere mayor o menor énfasis en virtudes distintas en etapas diferentes de su vida, así el Cuerpo Místico de Cristo requiere de esa fuerza en virtudes particulares según los tiempos que vive.
La perseverancia en los tres grandes amores del católico -la Sagrada Eucaristía, la Santísima Virgen y el Papado- nos exige, por unión a la Santa Iglesia, vivir esas virtudes según requiere y nos demanda la esposa de Cristo. Y ese discernimiento nos compete a todos los católicos según nuestro deber de estado.
Luego, la lógica nos indica que habrían virtudes para todos los tiempos y otras particulares según los tiempos. Una de las eternas virtudes que nos demanda un buen servicio al Papado y a la Iglesia universal es el discernimiento. Más aún cuando Satanás intenta por todos los medios confundir a los fieles con falsas apariciones y con brotes de rebelión por todas partes. Fátima nos dirá que incluso Dios no ahorrará, en estos tiempos de prueba, rebeliones "dentro de la casa".
Por lo tanto, esta virtud de base será el discernir, es esa rara capacidad de distinguir, como decíamos, una cosa de otra, pero siempre iluminados por la Palabra Eterna, con amor a la Verdad y no al juicio propio e invariablemente según lo que la Tradición y las Sagradas Escrituras nos enseñan durante siglos.
Lo que decíamos arriba hace nacer una inquietud: ¿qué virtudes, entonces, serán las más apropiadas para los tormentosos días que vivimos?
La lista sería muy larga si las afrontamos desde los diferentes deberes de estado. Pero se nos facilita la tarea si las comprendemos en genérico, es decir, aplicadas a todo y a cualquier católico no importando dónde se encuentre ni que estado viva.
Podríamos comenzar con la Prudencia, que nos indica el camino más adecuado para procurar el Bien. No es la prudencia humana, esa suerte de mediocridad mundana que llama "prudencia" al apocamiento de espíritu, a la timidez pacata, a la debilidad de alma que termina en inacción. La prudencia verdadera discierne frente a las situaciones, mira el Bien perfecto, procura los medios necesarios y actúa según estas reglas doradas.
Otra virtud sumamente necesaria en estos tiempos es el sentido de Justicia. No esa justicia mundana que se rige mas bien por los sentimientos humanos y por un igualitarismo recalcitrante o un libertinaje escandaloso. Aquí hablamos del sentido de Justicia que exige el triunfo del bien y el castigo del mal, que sufre la impunidad del pecado y la persecución a la virtud. Es una justicia que no se deja llevar por los vaivenes de la opinión de los medios de comunicación y del populacho, porque se basa en los principios eternos de Bien explicados tan bellamente a lo largo de los Libros Santos y de la enseñanza dos veces milenaria de la Santa Iglesia.
Este sentido de Justicia, digámoslo claramente, exige el odio al mal. Nadie puede decir que ama la justicia si no odia al mal, como mentiría quien dice amar la verdad y no odia la mentira. Es una cosa simple: quien no odia, ama, porque la indiferencia es una forma de permisión amorosa al vicio. No se trata de un odio visceral, sentimental y vicioso como el que los ángeles caídos promueven. Se trata de un santo odio como el que San Miguel tuvo para con Satanás y los ángeles rebeldes en el momento de tomar la defensa de Dios y combatirlo hasta precipitarlo en el infierno, mientras los ángeles indiferentes fueron condenados a poblar, como demonios, los aires. Éste es mismo santo odio que tuvo la Santísima Virgen al consentir la Encarnación y la Muerte de Su Hijo y del que Su profeta Elías participó tan bellamente. La justicia es un acto de amor tan puro como puro es el Dios de justicia y misericordia que nos recibirá ante Su trono el Juicio Final.
La Templanza es, en medio de las babeles contemporáneas, el escudo protector de toda virtud, ya que no se confunde con la sequedad espiritual calvinista que ve en cada placer un pecado y en cada gozo un deleite perverso. La templanza auténtica es lo mismo que se dice de una espada templada. Esas espadas, como las de la noble Toledo hispana, tienen la particularidad de poder doblarse muchísimo sin quebrarse, pueden inclinarse hasta extremos que el resto de estas armas no pueden, Y son durísimas hasta cortar en dos las hojas de las espadas enemigas.
Por eso la templanza será siempre la virtud que nos permite disfrutar de todos los placeres lícitos con un espíritu de libertad tal que no nos dominen nunca bajo la esclavitud del vicio. Porque el vicio, recordémoslo bien, es el hábito constante del mal. No se trata de un pecado puntual y particular, sino la reiteración del mismo hasta hacernos esclavos de él. Cuesta mucho ser buen cristiano hoy. Y la templanza es la virtud -hábito constante de Bien- que nos permitirá resistir las tentaciones esclavizantes de las sociedades en que nos ha tocado sobrevivir. Gozaremos, entonces, de un perfecto dominio de nosotros mismos: un dominio tal que nos hace libres con una libertad desconocida para el mundo
Hay dos virtudes poco comentadas pero muy necesarias: largueza y longanimidad. La Largueza es el espíritu de generosidad particularmente cristiano. Es esa apertura al bien que nada reserva para sí porque no nos tenemos a nosotros mismos como fin (o nuestras inclinaciones meramente humanas), sino al Bien mismo, a Dios y a Su Iglesia, al prójimo por amor al Creador. Todo recurso interno y externo están para eso: para hacer el Bien en esta tierra mientras caminamos a la Patria definitiva, la Jerusalén celestial.
La Longanimidad, por su parte, nos dispone a no medir nuestros propios intereses en las acciones sino que pone lo más perfecto, noble, sublime y virtuoso como fin. Nos arranca de la mediocridad egoísta moderna y nos predispone a grandes hazañas, a aventuras heroicas, a la abnegación de nosotros mismos procurando el Reino de Dios en la Tierra. Son los principios del Padre Nuestro encarnados como ideales de vida terrena.
Cuando ilustramos en estas virtudes necesarias no podemos olvidar el sentido de Fidelidad a Dios y a la Iglesia, que nos llama a despreciar nuestros temores al ridículo, a la persecución o a la calumnia; el sentido de perfección que rechaza todo lo feo, ruin, poco armonioso, destemplado, etc, para exigirse a uno mismo y al mundo entero sólo lo mejor, más perfecto, santo, puro y bueno, como reflejos del Creador que es cada cosa en el Universo; el sentido de Jerarquía, que comprende como mal el igualitarismo asfixiante moderno y desea, con Santo Tomás, que Dios se refleje de la mayor cantidad de formas posibles en la Tierra y que estas diferencias se ordenen en desigualdades para elevar nuestros espíritus en esta escala metafísica hasta las perfecciones puras del Creador; el sentido de nobleza, como viendo en cada cristiano un Hijo adoptivo del Rey de reyes y por lo tanto llamado a representarle en todo ante los hombres y a comportarse como tal y como se espera de tal.
Probablemente deberíamos continuar con muchas más virtudes –como lo haremos en el futuro– a fin de ir formando en nosotros ese Reino que pedimos cada día en la Padre Nuestro.
Lamentablemente en este espacio no podemos desarrollar, como querríamos, las consecuencias de cada virtud, ya que cada una daría lugar a todo un libro, pero prometemos volver sobre estos temas en los números siguientes.
Y es que las virtudes modernas ya fueron trazadas con líneas de fuego y misericordia en los gloriosos sucesos de Fátima. Imitar a la Santísima Virgen, Corredentora Universal, es practicar estas virtudes que el Cielo nos propone en estos tiempos particularmente marianos. Conversión de vida, penitencia, reparación y oración nos pedía ya en 1917. Sigamos sus ejemplos, vivamos sus virtudes.
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