Los monjes camaldulenses de Herrera (Burgos) viven como ermitaños en la única clausura de este tipo que hay en España
Llegar hasta Herrera, en el término municipal de Miranda de Ebro (Burgos), no es fácil. Una pista forestal, en invierno impracticable, permite su acceso desde la provincia de Burgos o La Rioja. Son cuatro kilómetros que, bien desde Ircio o bien desde Villalba de Rioja, se adentran en los Montes Obarenes, a cuyo abrigo se levanta un monasterio escondido tras un muro que rodea todo el recinto. En la entrada, presidida por una pintura con la imagen de Cristo, un alambre que finaliza en un pequeño aro invita a llamar. Suena la campanilla y nos recibe uno de los once frailes eremitas que actualmente forman esta comunidad camaldulense, la única que existe en España.
Su hábito de felpa de color claro, su amplia capa con la que se resguarda del frío –«aunque no me la suelo poner», asegura–, y su larga y poblada barba blanca, confieren al padre Pablo un aspecto más propio de la célebre obra de Umberto Eco. Pero no, lejos de lo que pudiera parecer, su vida eremita, donde la oración y el silencio soportan toda la jornada, se ha convertido en un atractivo para muchos jóvenes, hasta el punto de que actualmente hay cuatro postulantes «en lista de espera».
Uno de ellos, con tan sólo 21 años y después de haber convivido durante pequeñas temporadas en el monasterio, puede ser la próxima incorporación. Este repunte vocacional, que el fraile achaca a «la mano de Dios», ha obligado, incluso, a que la comunidad lanzase hace unos meses una petición pública para que, a través de donativos, se pudiese acometer la ampliación de las instalaciones.
El objetivo es poder incorporar, al menos, a un monje más y, ya de paso, acondicionar una pequeña habitación para las madres o hermanas cuando acuden a visitarles. Las mujeres tienen prohibido el acceso a las dependencias y están obligadas a permanecer en una fría sala de quince metros cuadrados que hay a la entrada. La llamada fue efectiva porque ya disponen de los 90.000 euros necesarios para que en breve puedan comenzar las obras.
«Silencio y retiro»
Pero, a pesar del interés que parece despertar ahora la vida eremita —curiosamente esta comunidad estuvo a punto de desaparecer varias veces en los años 80 y 90 al quedarse sin monjes—, el padre Pablo explica que no pueden ser más de doce o trece para, precisamente, «no complicar la vida de silencio y retiro». Tres de ellos proceden de Colombia, Italia y Corea; el resto son españoles.
Una vez cruzada la puerta que da acceso al recinto monacal, los restos del que fuera monasterio cirterciense, hoy en ruinas, se levantan imponentes. Junto a él, la capilla, en la que se reúnen los hermanos para sus celebraciones, que no son tantas como pudiera parecer, porque la mayor parte de la jornada la pasan en sus celdas, que constituyen un segundo espacio de intimidad, de aislamiento. Es la verdadera clausura. Nadie las visita, ni el peregrino ocasional ni los periodistas.
Desde fuera, parecen casitas de colonos, o modestas viviendas de antiguos asentamientos periféricos. Por dentro, austeras hasta el límite pero, eso sí, sin la sensación de agobio que podría imaginarse. ¿Por qué? El padre Pablo lo explica: siglos atrás, era el lugar reservado a los sacerdotes o, por defecto, a las personas que pasaban más horas en el habitáculo. Ello invitaba a, al menos, conferir al espacio alguna tibia comodidad, que se traduce en lo que en el lenguaje del interiorismo moderno se llamaría «cuatro ambientes»; a saber, la alcoba para dormir, una salita para leer y escribir, la estancia principal y un cuarto de baño, hoy ya dotado con agua caliente.
Todo ello templado, a duras penas, con la estufa de leña, similar al modelo que preside con insistencia las dependencias del cenobio. Nada de calefacción. En el exterior, un pequeño huerto, su parcela, que cada residente mima, aunque sólo dé modestas hortalizas y verduras: puerros, coles de Bruselas… ese tipo de manjares para una dieta casi vegetariana exenta de carne. En un pequeño estanque, crían truchas que luego consumen, pero ahora está a la espera de ser repoblado. Y junto a las plantaciones, un sendero que divide en dos la hilera de casitas, similar a un Belén, en plenos montes Obarenes, que comunica las viviendas con el edificio más próximo, la capilla, que recorren en la oscuridad de la madrugada y, lo que es más duro, con el frío del «romper del día».
Rondando la cuarentena
Porque, para estos once monjes eremitas, cuya media de edad ronda los 40 años (el mayor tiene 61), la jornada arranca a las 4.20 de la mañana, con oraciones y lecturas hasta las siete, hora a la que desayunan, aunque todas las comidas las hacen en la soledad de sus celdas. «Hemos optado por la vida solitaria, en un marco de pobreza y austeridad para vivir el Evangelio con radicalidad», explica el padre Pablo. Después, llegan tres horas de tareas: mantenimiento, huerta, limpieza, cocina, las colmenas… A las doce vuelven a la oración para, después de comer, pasar toda la tarde en la soledad de su habitáculo hasta las siete y media de la tarde, que cenan y, a las ocho, una pequeña reunión en comunidad que les lleva hasta las nueve, hora a la que se acuestan.
Viven de lo que producen, de los estipendios de los monjes sacerdotes y de unas pequeñas parcelas arrendadas a los agricultores de la zona, pero, sobre todo, de las ayudas del exterior, incluso del Banco de Alimentos.
Ni televisión, ni radio, ni aparatos electrónicos, ni conexión a internet. Sólo un teléfono móvil mantiene a los camaldulenses en contacto con el mundo, lo cual no es óbice para que no estén al tanto de lo más importante. «Nos enteramos por las revistas religiosas que nos llegan —vía apartado de correos— y porque, si es grave, nos informa el padre prior», detalla el monje, quien reconoce que «la comunicación con el exterior es muy limitada», aunque no lo suficiente como para no tener claro que «lo que pasa en Cataluña no tiene sentido».
«Nosotros consideramos que aportamos a la sociedad, a través de la oración, y nuestra función es buscar la unión con Dios, así que no tiene mucho sentido estar enterados de lo que pasa fuera», concluye el padre Pablo, quien reconoce que la conversación le ha resultado escasa.
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