Después del inolvidable discurso del Rey del 3 de octubre, esta segunda intervención en la entrega de los Premios Princesa de Asturias se esperaba con menos vértigo histórico, quizá, pero con la sospecha de que era, en el fondo, más importante.
¿Mantendría el mensaje con el que produjo un cambio inmediato en los ánimos de unos españoles sobrepasados y, más tarde, poco a poco, en los acontecimientos? Hubo un cambio de tono y mayor variedad de asuntos, como exigía la feliz circunstancia de los premios. Pero el Rey sostuvo explícitamente su fidelidad inamovible a España, su dolor por Cataluña y su respeto milimétrico a la Constitución. Ignacio Martínez lo resumía así de bien: "El Rey repitió prácticamente el discurso del 3 de octubre. Ni una concesión a los separatistas catalanes". La inmensa importancia de esta insistencia radica en cinco puntos:
1) En la excepción, todos somos excepcionales. El toque está en seguir siéndolo en lo ordinario. La constancia convierte una declaración en una doctrina.
2) A nadie se le escapa que el discurso del 3 de octubre recibió críticas abiertas, sí, y otras veladas, y también elogios con la boca chica. El Rey, porque lo es de todos los españoles, es ultrasensible a los gestos contrariados. No parecen, sin embargo, haberle modificado la conducta. Lo que demuestra hasta qué punto está comprometido con su mensaje.
3) El discurso en la entrega de los premios es más personal que un discurso de Estado. El de ayer despeja las pocas dudas que pudiesen quedar en algunos sobre la autoría del primer mensaje. La repetición tiene el valor de una rúbrica real. Con los representantes de la UE de testigos, además.
4) El artículo 155 y su inminente aplicación en low motion pueden tener un efecto placebo de relajación entre los españoles preocupados por el desafío cesionista. Quizá infundado, como parecen indicar las empresas catalanas que siguen marchándose. Y, en todo caso, imprudente. El 155 no justificaría que pasásemos página ni que bajásemos la guardia. La guardia real no ha bajado.
Y 5) Los nacionalistas, por la obsesión redundante que conlleva su ideología, insisten sin compasión. Muchas discusiones las ganan por el desgaste del oponente, que tiene otras cosas que hacer, que pensar, que sentir y que vivir. Sin caer en su obcecación, lo que ha hecho el Rey es necesario: recordarnos (reforzarnos) lo esencial, lo irrenunciable y lo verdadero.
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