Ha revivido en nuestro país –a raíz de las circunstancias actuales- un sentimiento profundo que permanecía escondido y ha salido a las plazas y calles para expresar un afecto que nos une a todos como pueblo y nación, el amor a la Patria
«Nadie ama a su patria porque es grande, sino porque es suya» (Séneca, Epístolas, 66.26)
Existen en la naturaleza del hombre unos lazos que le unen con la tierra y el lugar. El carácter social de la persona imprime un vínculo con la patria donde se ha nacido y en la que se han adquirido una lengua, una historia y muchas tradiciones, una cultura, unas costumbres. Estos bienes y valores proporcionan una visión de los hombres y del mundo que, con las diferencias propias de cada uno, une entre sí a los hombres y mujeres de un mismo país.
La tierra, para los israelitas, ocupó un lugar importante en su fe y en su esperanza. El exilio no hizo sino avivar el aprecio de los judíos a su patria: A orillas de los ríos de Babilonia estábamos sentados y llorábamos, acordándonos de Sión (Sal 137, 1). Era la «tierra prometida» por Dios.
Hoy empleamos poco la palabra patria; quizá porque nos parece un tanto anticuado el término, o porque tiene connotaciones políticas; sin embargo, en cada uno de nosotros los vínculos con nuestra tierra y sus valores son reales. Por esto la fidelidad a la patria es virtud, y el afecto a la patria es algo bueno, muy bueno. Santo Tomás la considera como un aspecto de la virtud de la piedad.
Ocurren extremos en los que este afecto natural se desvirtúa: el nacionalismo, viene a ser el convencimiento de que la propia nación es superior a todas de las demás y los otros pueblos son de categoría inferior. Cuando esta exaltación se plasma en actuaciones beligerantes se quiebra la unidad entre los ciudadanos, se rompe el equilibrio social y aparecen conflictos.
Lo contrario es la indiferencia o el desprecio de los valores propios, y en circunstancias determinadas la traición, la deserción, la deslealtad.
Este vínculo, que es natural y social simultáneamente, reclama unos actos y un comportamiento propios y adecuados.
Como ciudadanos de un país, estamos ligados a él por un sistema jurídico, por las leyes, por vínculos históricos y también afectivos.
Formamos parte de esa multitud a la que se llama en ocasiones «los ciudadanos de a pie», que han nacido en la ciudad o en un pueblo y, salvo que se hayan marchado pronto de allí, guardan el recuerdo de los primeros pasos, del primer colegio, de los amigos de la infancia. Y esta memoria, más o menos grata, imprime afectos que perduran: «cada uno de nosotros guarda en la memoria lugares cuyo recuerdo le hace mucho bien. Quien ha crecido entre los montes, o quien de niño se sentaba junto al arroyo a beber, o quien jugaba en una plaza de su barrio, cuando vuelve a esos lugares, se siente llamado a recuperar su propia identidad» (Francisco, Papa, Encíclica Laudato sí, n.84).
Con las vueltas de la vida cambiamos de lugar y si se permanece en la misma ciudad echamos raíces en ella, y así, sin ser este lugar la «patria chica» hace de algún modo sus veces, o la sustituye. Pero quedan siempre impresas en nuestra forma de ser aquellas circunstancias primeras, aunque sea imposible reconocer qué huella nos han dejado. El hecho de volver al pueblo levanta siempre una multitud de sentimientos que son mezcla de recuerdos y nostalgias.
Es bueno, incluso muy bueno, el afecto a la «patria grande» y a la «patria chica».
El amor a la patria es virtud natural cuando se plasma en actos concretos. Este afecto suele permanecer implícito o escondido, se mantiene guardado hasta el momento en que surge una circunstancia determinada que lo sitúa en primer plano. No solo cuando los equipos deportivos juegan en una competición importante; también cuando se está lejos, cuando se establecen comparaciones con las costumbres de otros países, o se cae en la cuenta del gran valor del arte y la cultura propios y, de repente, nos sentimos honrados por ello. Y lo mismo por los hechos gloriosos de los héroes nacionales.
El amor a la patria tiene un lugar importante en la vida de una persona, como el amor de los hijos hacia su madre: la «madre patria», se dice a veces.
Quizá este afecto se hace más vivo y requiere obras más comprometidas en situaciones extremas: en caso de guerra el amor a la patria se debe hacer explícito. Y, aunque la guerra es siempre algo terrible que debe evitarse, en el caso de ocurrir, la respuesta no debería ofrecer dudas: se responde a la llamada a filas, se defiende el territorio, se lucha, se obedece a la autoridad, se mantiene uno en su puesto sin desertar, se evita toda traición.
«Muchos hombres no han dudado, a lo largo de la historia, en entregar su vida –en sentido literal- por amor a su patria. Se trata de una tendencia muy arraigada en personas virtuosas que saben valorar su propia vida y todo aquello que la ha hecho posible» (J.A.Senovilla Gacía, La virtud de la piedad en Santo Tomás de Aquino).
Son otras manifestaciones: el cuidado de la naturaleza del propio país, la admiración por sus pueblos y el carácter de las gentes, el conocimiento de la historia, la literatura y el arte. La globalización y el interés por otras culturas no deberían llevar a despreciar o minusvalorar la propia.
También Jesús tuvo estos sentimientos hacia el pueblo de Israel, al que perteneció, y hacia Nazaret, donde había crecido y trabajado. Jesús amó a esta patria con todo el corazón. Relata san Lucas que al final de su vida aquí en la tierra, ante la vista de Jerusalén desde el Monte de los Olivos, al acercarse y ver la ciudad, lloró por ella: ¡Si también tú conocieras en este día el mensaje de paz! Pero ahora ha quedado oculto a tus ojos (Lc 19, 41-42). Jesús amaba aquella ciudad a pesar de los pesares.
A través de los Evangelios podemos conocer que Jesús estimaba de modo particular las tierras de Galilea. Allí se sentía como en casa, se identificaba con los modos de ser y de hablar de aquellas gentes, conocía muy bien los dichos propios de esta región, sus costumbres y tradiciones. En sus parábolas se nota el gusto con que describe los detalles de la vida cotidiana, los pormenores y circunstancias de la vida familiar y del trabajo. El Señor amaba su «tierra chica», y durante los años de vida pública vuelve una y otra vez a esas tierras: en aquellos collados, en aquellas tranquilas orillas, Jesús conoció, sin duda, la dicha.
Existen actitudes contrarias y ajenas al sano amor a la patria: el «patrioterismo», que conlleva un desprecio hacia otros pueblos; y esa visión obcecada del propio pueblo que lleva a considerarlo el mejor de todos, sin ninguna objetividad.
Dos amigos visitaron las cataratas del Niágara; a uno de ellos se le veía admirado contemplando aquella grandiosidad; después de un silencio prolongado, el otro, sin más, le dijo: «pues en mi pueblo hay un gallo que tiene una pata de palo». Esta enorme tontería es muestra de una visión tan pueblerina que nada tiene que ver con el amor a la patria chica.
Tradicionalmente se llama «nueva patria» al Cielo, porque allí no hemos estado nunca y allí nos quedaremos para siempre. Lo importante es llegar: «nada podrá preocuparnos, si decidimos anclar el corazón en el deseo de la verdadera Patria: el Señor nos conducirá con su gracia, y empujará la barca con buen viento a tan claras riberas» (San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, n.221).
Francisco Fernández Carvaja
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