Padre Carlos Padilla
Hay personas que sólo ven el mal que los demás cometen. Lo juzgan y lo condenan. Se sienten por encima de los demás, porque ellos cumplen. No ven la pureza de las intenciones, no distinguen el amor. Ven los actos fríos y condenan. No se conmueven ante la debilidad, ante el error, sólo condenan. Se quedan en los errores manifiestos, en las caídas, en la impureza y no tienen misericordia.
Nos cuesta aceptar nuestra limitación. Nos cuesta mucho perdonar nuestros errores. Tenemos buena memoria para aquellas cosas que hacemos mal. Y nos cuesta mucho perdonarnos. Descubrimos con facilidad las cosas que no están bien en nosotros. Ahí no somos ciegos. Más bien somos exigentes.
Como la sociedad en la que vivimos, que no acepta los fallos. Rápidamente te da una fama inmerecida y rápidamente, por un pequeño error, te la quita. Y entonces uno pasa al olvido. Los hombres no perdonan los errores.
Nosotros no perdonamos nuestros propios errores y fallos. No aceptamos no estar a la altura. No perdonamos haber fallado.
Ojalá pudiéramos decir: «Gracias por darme la libertad de poder caer para que luego Tú me ayudes a levantarme y pueda ver tu misericordia. Gracias por dejar que me confunda y tenga errores en mi vida, y poder aprender a ser humilde. Gracias porque cuando estoy triste conviertes la tristeza en tierra fértil para encontrar alegría. Gracias porque cuando lloro, siento que estás dentro de mi corazón».
Sin embargo, no lo logramos y ser tan exigentes no nos hace bien. Nos tensiona, nos quita la paz. Vivimos tratando de ser perfectos y no lo logramos. Juzgamos a otros y, sobre todo, nos juzgamos a nosotros.
¡Cuánto cuesta el propio perdón! Es el más difícil. Nos absuelven de nuestros pecados, pero nosotros seguimos rumiando nuestras caídas. Incapaces de perdonarnos. Somos más duros que Dios, más inmisericordes.
Una persona comentaba: «Mi verdad es que estoy esperando a que Dios me mire, que me transforme una vez más. Mi verdad es que por mucho que me esfuerce en querer buscar desesperadamente algo que me transforme, eso no depende de mi voluntad. Tú no eliges lo que te va a cambiar. Te transforma lo que te transforma y en el momento en que te transforma. No quiero vivir en la oscuridad, quedarme estancada, recreándome en el temor, sin avanzar, retrocediendo, con temor al futuro y sintiéndome mal por mi pasado».
La incapacidad para aceptarnos en nuestra verdad, en la luz de nuestra vida, es lo que nos retiene estancados, nos paraliza, nos sume en la oscuridad de nuestra vida. Quisiéramos salir de ahí.
Quisiéramos tener más luz. Luz para ver la verdad de nuestro corazón y querernos sin miedo. Luz para descubrir el pecado de nuestra vida y perdonarnos con un corazón dócil, inocente, filial. Luz para descubrir que no somos lo que espera el mundo de nosotros y vivir felices así, alegrándonos de nuestras flaquezas.
Luz para entender que el futuro no lo controlamos, que no está en nuestras manos y se nos escapa. Luz suficiente para dar sólo el siguiente paso sin miedo, con paz en el alma, tranquilos. Luz para descubrir nuestra propia belleza y nuestra inocencia.
En ocasiones no somos capaces de alegrarnos con nuestra vida. No vemos lo bello. No nos reconocemos inocentes y puros. Contradecimos incluso a aquellos que aseguran cosas bonitas de nosotros. Somos los peores jueces con nosotros mismos, implacables.
Nos hace falta luz para percibir nuestra realidad con algo más de objetividad, de distancia, de perspectiva. Somos jueces sin misericordia y no dejamos pasar ni un error. Nos creemos peores de lo que somos. Aquellos que nos aman nos ven de otra forma. Pero nosotros pensamos que su amor deforma su mirada y ven lo que no hay.
Nos cuesta aceptar nuestra limitación. Nos cuesta mucho perdonar nuestros errores. Tenemos buena memoria para aquellas cosas que hacemos mal. Y nos cuesta mucho perdonarnos. Descubrimos con facilidad las cosas que no están bien en nosotros. Ahí no somos ciegos. Más bien somos exigentes.
Como la sociedad en la que vivimos, que no acepta los fallos. Rápidamente te da una fama inmerecida y rápidamente, por un pequeño error, te la quita. Y entonces uno pasa al olvido. Los hombres no perdonan los errores.
Nosotros no perdonamos nuestros propios errores y fallos. No aceptamos no estar a la altura. No perdonamos haber fallado.
Ojalá pudiéramos decir: «Gracias por darme la libertad de poder caer para que luego Tú me ayudes a levantarme y pueda ver tu misericordia. Gracias por dejar que me confunda y tenga errores en mi vida, y poder aprender a ser humilde. Gracias porque cuando estoy triste conviertes la tristeza en tierra fértil para encontrar alegría. Gracias porque cuando lloro, siento que estás dentro de mi corazón».
Sin embargo, no lo logramos y ser tan exigentes no nos hace bien. Nos tensiona, nos quita la paz. Vivimos tratando de ser perfectos y no lo logramos. Juzgamos a otros y, sobre todo, nos juzgamos a nosotros.
¡Cuánto cuesta el propio perdón! Es el más difícil. Nos absuelven de nuestros pecados, pero nosotros seguimos rumiando nuestras caídas. Incapaces de perdonarnos. Somos más duros que Dios, más inmisericordes.
Una persona comentaba: «Mi verdad es que estoy esperando a que Dios me mire, que me transforme una vez más. Mi verdad es que por mucho que me esfuerce en querer buscar desesperadamente algo que me transforme, eso no depende de mi voluntad. Tú no eliges lo que te va a cambiar. Te transforma lo que te transforma y en el momento en que te transforma. No quiero vivir en la oscuridad, quedarme estancada, recreándome en el temor, sin avanzar, retrocediendo, con temor al futuro y sintiéndome mal por mi pasado».
La incapacidad para aceptarnos en nuestra verdad, en la luz de nuestra vida, es lo que nos retiene estancados, nos paraliza, nos sume en la oscuridad de nuestra vida. Quisiéramos salir de ahí.
Quisiéramos tener más luz. Luz para ver la verdad de nuestro corazón y querernos sin miedo. Luz para descubrir el pecado de nuestra vida y perdonarnos con un corazón dócil, inocente, filial. Luz para descubrir que no somos lo que espera el mundo de nosotros y vivir felices así, alegrándonos de nuestras flaquezas.
Luz para entender que el futuro no lo controlamos, que no está en nuestras manos y se nos escapa. Luz suficiente para dar sólo el siguiente paso sin miedo, con paz en el alma, tranquilos. Luz para descubrir nuestra propia belleza y nuestra inocencia.
En ocasiones no somos capaces de alegrarnos con nuestra vida. No vemos lo bello. No nos reconocemos inocentes y puros. Contradecimos incluso a aquellos que aseguran cosas bonitas de nosotros. Somos los peores jueces con nosotros mismos, implacables.
Nos hace falta luz para percibir nuestra realidad con algo más de objetividad, de distancia, de perspectiva. Somos jueces sin misericordia y no dejamos pasar ni un error. Nos creemos peores de lo que somos. Aquellos que nos aman nos ven de otra forma. Pero nosotros pensamos que su amor deforma su mirada y ven lo que no hay.
Tal vez su amor les da una luz que les permite ver lo que para nosotros está oculto. El amor abre espacios desconocidos, ilumina cuartos oscuros, descubre bellezas perdidas. El amor no es ciego. Más bien suele ser luz que ilumina y devuelve la vista. El amor es capaz de hacernos mejores. El amor recibido nos transforma.
Decimos en ocasiones que es ciego porque no ve la realidad como es, porque no reconoce la fealdad, porque no se escandaliza ante el pecado.Pero es que el amor es inocente, es puro, es fuego. El amor desvela los misterios del alma.
El amor convierte la fealdad en belleza y la pobreza en el tesoro más valioso. No, el amor no es ciego. Tiene una mirada pura que hace todo nuevo.
El amor de Jesús cargando con un madero hasta el Calvario es capaz de hacer las cosas nuevas. Hace nuevo el polvo del camino, transforma el monte en un lugar de luz. Rompe la roca para que entre la vida. Cambia el corazón del centurión. Transforma el alma de un ladrón arrepentido. El amor hace las cosas diferentes y la vida se llena de esperanza.
Decimos en ocasiones que es ciego porque no ve la realidad como es, porque no reconoce la fealdad, porque no se escandaliza ante el pecado.Pero es que el amor es inocente, es puro, es fuego. El amor desvela los misterios del alma.
El amor convierte la fealdad en belleza y la pobreza en el tesoro más valioso. No, el amor no es ciego. Tiene una mirada pura que hace todo nuevo.
El amor de Jesús cargando con un madero hasta el Calvario es capaz de hacer las cosas nuevas. Hace nuevo el polvo del camino, transforma el monte en un lugar de luz. Rompe la roca para que entre la vida. Cambia el corazón del centurión. Transforma el alma de un ladrón arrepentido. El amor hace las cosas diferentes y la vida se llena de esperanza.
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