“Mi abuela Rosa [···] ha significado mucho para mí. En mi breviario tengo su testamento y lo leo a menudo: para mí es como una oración”, reveló el Papa el verano pasado en su entrevista al jesuita Antonio Spadaro. Y añadió: “Es una santa que ha sufrido mucho, también moralmente, y siempre ha ido adelante con valentía”.
En un libro que acaba de publicarse en italiano, “Las florecillas del Papa Francisco”, el vaticanista Andrea Tornielli nos ofrece un fragmento de este precioso testamento:
“Que mis nietos, a quien he dado lo mejor de mí misma, tengan una vida larga y feliz. Pero si un día el dolor, la enfermedad o la pérdida de un ser querido les llenan de aflicción, que no olviden nunca que un suspiro ante el Tabernáculo, donde se guarda el mayor y más venerable de los mártires, y una mirada a María al pie de la cruz, pueden hacer caer una gota de bálsamo sobre las heridas más profundas y dolorosas”.
Esta misma abuela le decía al futuro Papa: “La mortaja no tiene bolsillos” (que quiere decir: uno no se lleva nada consigo cuando muere).
Desde su elección, el Papa ha destacado a menudo la función primordial desempeñada por los abuelos en la sociedad, y especialmente la de las abuelas en la transmisión de la fe.
“Sí, los abuelos son un tesoro”, afirmó el 19 de noviembre durante suhomilía en la Casa Santa Marta. Después, recordando las épocas de problemas o persecuciones: “Cuando la madre y el padre no estaban en casa y cuando tenían ideas extrañas, transmitidas por la política de la época, fueron las abuelas las que transmitieron la fe”.
Anteriormente, había recordado a los peregrinos presentes en Roma para el Encuentro Mundial de las Familias (27 de octubre): “Los abuelos son la sabiduría de la familia, son la sabiduría de un pueblo. Y un pueblo que no escucha a los abuelos es un pueblo que muere”.
El testamento de la abuela Rosa es como un rayo que ilumina estas declaraciones. Y quizás una de las claves que permite comprender cómo el Papa Francisco es lo que es.
En un libro que acaba de publicarse en italiano, “Las florecillas del Papa Francisco”, el vaticanista Andrea Tornielli nos ofrece un fragmento de este precioso testamento:
“Que mis nietos, a quien he dado lo mejor de mí misma, tengan una vida larga y feliz. Pero si un día el dolor, la enfermedad o la pérdida de un ser querido les llenan de aflicción, que no olviden nunca que un suspiro ante el Tabernáculo, donde se guarda el mayor y más venerable de los mártires, y una mirada a María al pie de la cruz, pueden hacer caer una gota de bálsamo sobre las heridas más profundas y dolorosas”.
Esta misma abuela le decía al futuro Papa: “La mortaja no tiene bolsillos” (que quiere decir: uno no se lleva nada consigo cuando muere).
Desde su elección, el Papa ha destacado a menudo la función primordial desempeñada por los abuelos en la sociedad, y especialmente la de las abuelas en la transmisión de la fe.
“Sí, los abuelos son un tesoro”, afirmó el 19 de noviembre durante suhomilía en la Casa Santa Marta. Después, recordando las épocas de problemas o persecuciones: “Cuando la madre y el padre no estaban en casa y cuando tenían ideas extrañas, transmitidas por la política de la época, fueron las abuelas las que transmitieron la fe”.
Anteriormente, había recordado a los peregrinos presentes en Roma para el Encuentro Mundial de las Familias (27 de octubre): “Los abuelos son la sabiduría de la familia, son la sabiduría de un pueblo. Y un pueblo que no escucha a los abuelos es un pueblo que muere”.
El testamento de la abuela Rosa es como un rayo que ilumina estas declaraciones. Y quizás una de las claves que permite comprender cómo el Papa Francisco es lo que es.
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