Si hubiera que ponerle un rostro concreto al Manifiesto de LA RAZÓN «Contra la corrupción, en defensa de la política», tal vez uno de los más expresivos sería el de Arantza Quiroga, la valiente, honrada y admirable dirigente del PP vasco. Su denuncia contra los «vomitivos» «bárcenas» y «gúrteles», que se forraban obscenamente mientras ella y otros políticos populares acudían a los velatorios de los asesinados por ETA con el alma encogida o se enfrentaban temblorosos a los plenos donde los batasunos les perdonaban la vida, la puede suscribir el 90% de los políticos españoles porque retrata fielmente la realidad: los corruptos, los golfos y los mangantes son una ínfima minoría de la clase política. Lo que predomina es el político vocacional y honrado que trabaja por el bien común, al servicio de los ciudadanos y con sólidos principios morales. Tanto en el PP como en el PSOE, en la izquierda y en la derecha. La mayoría de ellos podría ganarse la vida con más holgura y tranquilidad en sus respectivas profesiones, pero ha optado por el servicio público aun a costa de sacrificar una plácida vida familiar. Todos ellos merecen respeto, pero sobre todo tienen derecho a que no se les meta en el mismo saco que a los corruptos. Es radicalmente injusto generalizar a todos los dirigentes del PP la conducta reprobable, y tal vez delictiva, de unos pocos, del mismo modo que es rechazable extender a todo el PSOE la ignominia de unos ERE fraudulentos. Los políticos españoles no son peores que los ingleses, los franceses o los alemanes. Naturalmente, son criticables por sus defectos y por su negligencias, pero sin ellos no hay democracia posible. Aunque nunca desaparecerán los «gúrteles» y los«campeones», siempre triunfarán las «arantzas» que, como Quiroga, acudirán temblorosas a defender la dignidad democrática y a dar ejemplo de decencia política.
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